Sobre el problema del amor

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Dentro de las relaciones sentimentales del hombre con el mundo que le rodea, incluyendo personas y cosas, parece a primera vista que todo puede encuadrarse en dos grandes grupos, de un lado lo que nos es homogéneo, simpático, conocido, y del otro lo que nos resulta desconocido, extraño y hasta hostil. Nuestro natural egoísmo se siente espontáneamente movido a expandirse, —para adentrarse, compartiendo dolor o gozo en el yo del otro como si se tratara del propio yo —, o por el contrario, a replegarse, evitar el mundo exterior en un ademán de hostilidad o amenaza. El tipo de este egoísmo es, en el estricto sentido de la palabra, la firme voluntad individual que únicamente se ama a sí misma, que a sí misma se obedece, subordinando todo lo demás a sus propios fines; el tipo del egoísmo abierto, de lo que se llama altruismo, es la naturaleza del samaritano con su ideal de hermandad universal que en cualquiera, incluso en el ser más remoto, reconoce y siente la gran unidad total.

Ambas tendencias se agudizan de forma infatigable e inexorable en el transcurso del progreso de la humanidad, de manera que el conflicto, al que ambos son propensos, emerge a la superficie dando así su peculiar impronta a cada época de la cultura. No les podemos dar una reconciliación definitiva y una de ambas tendencias pretende constituirse bruscamente en norma exclusiva, con toda justeza y autoridad, cuando la opuesta precisa de una corrección fuerte por una previa exageración.

Cada persona viva participa, en menor o mayor grado, de ambas; y su plena entrega a una debería ponerle en una situación de extremo peligro. El altruismo sin medida precisa de un freno en el amor de sí mismo para poder sacar cuanto da de su propia y segura reserva individual de bienes, y el más empedernido y logrado egoísta debe renunciar en su soledad a cientos de posibilidades de felicidad y de riqueza que no se pueden lograr como el fruto de un expolio sino que sólo se le dan a quien se abre a ellas.

Será difícil en la vida real apreciar con justeza y distinguir caso por caso los límites entre debilidad y bondad, entre rigor y poder, y habrá más opiniones y teorías que arena hay en el mar sobre cómo deben compaginarse bondad y poder en el hombre. Y ese tema se hace interesante incluso desde una perspectiva psicológica puesto que el hombre no puede entrar en ninguno de ambos recintos sin mutilarse, e incluso ambas tendencias, pese a su aparente contradicción, pueden en último término aunarse en algún punto logrando una profunda compenetración; como si por debajo de ambas subyaciera un anhelo básico que constantemente se ramifica en la variedad de sus tendencias sin llegar por ello al aquietamiento: el anhelo del hombre individual para lograr la totalidad de la vida que le circunda, para adentrarse en ella, para sentirse colmado.

El egoísta que almacena y pugna por asimilar para sí cuanto le sea posible, y también el altruista, que se entrega participando en todo cuanto pueda, van musitando, cada uno en su propio idioma, una oración que en el fondo es la misma plegaria al mismo Dios, y en esa plegaria se confunde en una sola cosa el amor propio con la renuncia a sí mismo; y así el «quiero tenerlo todo» y el «quiero serlo todo» recobra un único significado último, el del anhelante deseo. Pero ninguna de ellas logra lo codiciado pues ahí anida una contrariedad: el egoísta debería ser no-egoísta, y a la vez ser él mismo, mientras que el no-egoísta debería ser egoísta, y ser él mismo a la par, a fin de aprender a remontarse por encima de los propios límites de su ser. Nuestro patrimonio siempre queda encerrado en nuestros propios muros, contra los que chocamos y en los que nos dibujamos una imagen del mundo, tanto si logramos ampliarlas como si las mantenemos altas, cerradas y angostas.

Además de las relaciones sentimentales de simpatía, de hostilidad, existe una tercera categoría, las interesadas: una relación que parece ahondar sus raíces donde el hombre se representa su propia impresión del mundo partiendo de su más atávica y sombría sensualidad. En este tercer tipo de impresiones sentimentales se presentan todavía indiferenciados los componentes de las otras dos, como mezclados de una forma extraña y paradójica; y es cabalmente en esa paradoja donde radica lo nuevo, su eficacia fuera de lo común, su fecundidad, pues produce la sensación de como si el hombre se adentrara en la totalidad de la vida a través de sí mismo y a la vez por encima de sí mismo.

Y ese es el campo de las relaciones eróticas. Con frecuencia se ha notado, y con toda razón, que el amor entre los sexos es la eterna lucha, la atávica enemistad de los sexos, y si ello se aplica a los casos individuales se evidencia como cierto que en el amor se juntan dos partes extrañas, dos contrarios, dos mundos entre los cuales nunca hay ni podrá haber aquellos puentes que nos conectan con lo conocido, semejante y familiar como cuando nos acercamos a nosotros mismos, nos movemos dentro de nuestro propio recinto y nos aproximamos a lo nuestro. No es casual que en unas mismas circunstancias puedan darse odio y amor, que ambos sean genuinamente fases de una misma tormenta de pasiones. Tampoco es casual, y emana de la naturaleza de la generación sexual —esa base de la sensación erótica que de ella resulta— que esta se produzca por la unión de dos células de protoplasma lo más diferentes posible, de donde se derivan las diferencias sexuales y se fijan para siempre en su disparidad. En todo el reino animal no es casual aquella ley que en la mayoría de los casos amenaza la endogamia con la esterilidad, la degeneración y la extinción e impele instintivamente a las criaturas a evitar la cría del propio nido en el apareamiento para orientarse hacia animales extraños en la especie.

En el amor nos coge el empuje, dispar de cualquier otro, la mutua atracción justamente porque algo nuevo, extraño, algo tal vez anhelado y soñado nos da la primera ocasión e iniciativa, algo que no es de nuestro entorno conocido y familiar en el que llevamos mucho tiempo metidos y que se nos va repitiendo. Y es por eso que se teme el final de un arrebato amoroso cuando dos personas empiezan a conocerse demasiado bien y se desvanece el encanto de la novedad —y por eso también el inicio de un enamoramiento queda definido por la luz incierta y trémula en la que empieza, y no sólo para prestarle un inefable encanto sino una hechizante fuerza, fructíferamente insinuante, que sacude todo el ser y que deja al alma en plena agitación, que apenas volverán a producirse más adelante. Y es cierto que en el momento en que el objeto amado actúa sobre nosotros como algo conocido, familiar y próximo y ya no —en ningún aspecto— como un símbolo de posibilidades y de extrañas fuerzas de amor, entonces el propio enamoramiento toca a su fin.

Bien puede ser que los amantes, tras haberse mutuamente revelado de una forma tan peligrosa, sigan un período de mutua simpatía interior pero que nada tiene en común con los precedentes sentimientos con su estilo y colorido, y a menudo se caracteriza por estar plagado de muy menudos encantos pese a toda su amistad muy seria. Y es más, aquello mismo que antes nos hechizara en sus múltiples detalles, llega incluso a irritarnos en vez de dejarnos indiferentes como sería el caso entre dos cuya relación inicial fuera de amistad. Y tras todo ello se nos revela el incómodo hecho de que no fue lo homogéneo, lo similar, lo que nos suscitó el erotismo, sino que nuestros nervios temblaron ante un mundo extraño en donde no podemos sentirnos en casa como en la propia, cómoda y sólida cotidianidad.

El amante por cuanto respecta al amor se comporta de forma más parecida a la del egoísta que al altruista; es antojadizo, exigente, esta matizado por fuertes deseos egoístas a la par que carece de aquella franca y pronta buena voluntad por la que nos preocupamos por el otro, sin buscarnos a nosotros mismos, en el compartir los gozos y los dolores humanos. El egoísmo se revela en el amor, y ya no con tintes de misericordia y suavidad, sino que se afila firme y agudo como una temible arma de conquista. Pero no pretende esa arma, como hacemos al utilizar por puro egoísmo las personas y las cosas, despojar al objeto de su propia finalidad, admirarse de su propio señorío y plenitud, sino que por el contrario lo expolia cuando le otorga valor para todo, lo precia y supervalora, lo sienta sobre un trono y lo lleva sobre la mano. Y por ello en el amor erótico se cobijan todas las exageraciones tanto del egoísmo como de la bondad, ambas se han mudado en pasión, sin importarles la paradoja de haberse mezclado en un mismo y único sentimiento. Es como si se produjera en nuestra vida interior un pequeño desgarro o grieta por la que pudiéramos volcarnos como ebrios en el torbellino de la vida exterior mientras que a la vez seguimos estando marcados por el mismo egoísmo pasional.

Nos hallamos por ello en situación de hermanarnos con el ser querido con aquel amor que abraza en el otro una misma humanidad y la exalta para mantenerse así en el entorno de su propio ser; nos enaltecemos, en cambio, en nuestra propia singularidad y alteridad alejándonos precisamente del que amamos, nos creamos con extrema viveza la conciencia de la dualidad y distinción, pero en esa comprensión y profundización de nuestro más propio yo se nos perfila e intensifica justamente en la medida en que debemos rebosarnos y refocilarnos en el ser amado. En él, acosada por él, y mutuamente exprimida, desemboca, como en una corriente liberadora, nuestra común fuerza y nos salva productivamente de nosotros mismos. El amante se siente pletórico de fuerza y trasladado a otro mundo como si él hubiera conquistado todo el mundo por mor de esa interna mezcla de sí mismo con algo que le inculca el concepto interior de todas las posibilidades de belleza y de todas las extrañezas del mundo entero.

Ese sentimiento, sin embargo, no es más que el reverso psíquico del proceso físico en cuyas últimas consecuencias el hombre de veras se supera a sí mismo en cuanto se afirma y realiza de la forma más plena: en la pasión amorosa se mezcla y asume lo otro no para perderse sino para sobrepujarse, para perpetuarse en un nuevo hombre, en sus hijos.

La relación erótica es pues una forma intermedia entre el ser individual como tal, el egoísta, y del ser con sensibilidad social, el animal de rebaño, el hermano: en la honda y oscura forma esencial de lo erótico ambas corrientes, que nos mueven en su dualidad, se juntan en una corriente primitiva. Pero de ahí no puede derivarse, como se ha hecho con frecuencia, que el arrebato amoroso con su condicionante físico sea precisamente una interior forma de relación con respecto a la total hermanación de espíritus de personas con parejas inclinaciones y, finalmente, de todo con todo, de forma que únicamente constituya una etapa previa, y siempre necesaria.

En realidad lo erótico es de por sí un mundo propio, como el sentimiento social de comunidad o el del egoísta hombre individualizado; recorre todos los estadios, desde el más primigenio hasta el más complicado, dentro de su propio ámbito y cuando en las mutaciones de la vida real se adentra en el recinto de los otros dos no por ello se perfila y refuerza, sino que sencillamente renuncia a su propio ser. Todos ellos tienen el mismo origen primario, en la existencia general del ser, y los diversos mundos del sentimiento surgen de la circunstancia de que los sexos se ansían mutuamente en su erotismo, pero esa base común no tiene ya nada que ver en la evolución sucesiva, pese a lo que podría llamarse un parentesco de sangre: el impulso que mueve a los sexos a buscarse y a amarse sigue siendo por su naturaleza, y permanece así en todas sus fases, algo completamente diferente de las demás relaciones entre los seres.

Se explica, sin embargo, por qué una cualidad que en su meollo es tan paradójica como las sensaciones amorosas suele calificarse de forma tan vacilante; porque de pronto se minusvalora como algo egoísta, o de pronto se sobrevalora como altruista, cada vez según que la balanza se incline por la expresión de su dependencia física o de su exaltación anímica. Y ahí radica la segunda paradoja por la cual se hace diáfanamente manifiesto que las manifestaciones tanto físicas como espirituales mezclan y toleran las más sorprendentes paradojas. Estamos habituados a distinguir nuestras necesidades corporales y sus tendencias de nuestras exigencias espirituales, pero a la vez sabemos cuán íntima es su mutua interdependencia y cuan inexorablemente también los procesos espirituales son manifestaciones paralelas de otros impulsos físicos; sin embargo, los procesos físicos no se revelan ni expresan sus exigencias con la misma fuerza para llamar constantemente nuestra atención y reclamar nuestra conciencia. Por desapercepción, por esa falta de atención es precisamente por donde se desliza el sentimiento erótico: nos llena, como nada más podría hacerlo, toda el alma con ilusiones e idealizaciones de tipo espiritual para luego hacernos chocar brutalmente contra la fuente de tal excitación, contra los cuerpos. Ya no podemos luego ignorarlo más, ni desviar de él nuestra mirada: y con cada mirada abierta al ser de lo erótico asistimos a la vez a una atávica y primitiva teatralización, un proceso de nacimiento de lo psíquico con toda su pompa del gran y abarcante seno maternal de lo físico.

Dado que nos hemos habituado a conectar distintos significados bajo las palabras de «corporal» y «espiritual», lo mismo que para los términos «egoísta» y «altruista», espontáneamente nos vemos llevados a entender parcialmente el fenómeno del amor para poderlo abarcar bajo una concepción unitaria. Y de ahí el sorprendente dualismo en la concepción de lo erótico, y por consecuencia su representación desde dos lados completamente antagónicos, hasta que finalmente sus extremas consecuencias desembocan hacia afirmaciones plenamente contrarias a las que a la vez debe dárseles la razón. Pues razón tiene la magnífica exaltación de una pasión, como en el caso de Romeo y Julieta, y razón tiene a su modo su crítica vertida por un nervioso poeta de la actualidad que en todo ello no acierta a ver más que «fastidiosas complicaciones del amor de la pubertad»; es autentica la imagen de la pasión expresada por todos los hombres que son tocados por ella, que transidos por su herida van musitando amor, y auténtica es también la constatación, en su desnuda verdad fisiológica, en la cáustica frase del cínico francés cuando dice «l'amour n'est que le frottement de deux épidermes».

La brusquedad de ambos contrastes se ve favorecida por una circunstancia especial. Nuestra vida sexual se ha localizado en nosotros en su aspecto físico y se ha distanciado de las demás funciones, algo así como la función digestiva se ha localizado en el vientre o la respiratoria en los pulmones, pero a diferencia de estas conduce a una interna excitación de toda la persona que arrastra a todo el ser hasta una extrema pasión. Su actividad es tan central y acaparadora, como puede serlo la de la vida cerebral —el retoño más joven, tardío y tierno de la evolución— en sus íntimas exigencias espirituales, pero aquella fuerza tiene un impulso más brutal en el aparato corporal, y mucho más especial en el primer plano.

Y así lo erótico parece igualmente participar con soberana seguridad tanto de las ventajas de la diferenciación más propia de lo espiritual, que siempre reserva un recinto peculiar para su función, como de las ventajas de una excitación de las fuerzas indiferenciadas y unitarias, que sólo muestran pocas especies animales altamente organizadas. Y esa doble actividad logra imponerse con éxito en su empresa tal vez porque representa aquella fuerza que primero apareció —con los primeros destellos de energía nerviosa, de actividad psíquica— en la vida de los seres, que no sólo les acompaño en su ulterior evolución sino que se ha convertido en el paleo seno del ser desde donde surgen hasta el fin del mundo.

Incluso en la vida amorosa de los animales se produce el fenómeno humorístico de ver cómo su ardiente deseo por un lado se satisface de una forma simple y espontánea, al igual que cualquier otra necesidad vital, y por otro determina su mundo sensual hasta el éxtasis sentimental, o incluso la hipnosis pasional. En las relaciones eróticas entre personas no siempre prevalece el aspecto humorístico del ejemplo: se toman a veces de una forma tan groseramente cómica que se convierten en objetos, de lo que uno debería avergonzarse de hablar como si por ello se rozara lo vulgar, o se toma de forma casi trágica cuando las exaltaciones eróticas aparecen como ilusiones engañosas o fatales obcecaciones.

Una oscura sensación de ese aparente carácter dualista del fenómeno del amor puede incluso producirse en el amante y es quizás uno de los más firmes fundamentos de aquella vergüenza hondamente instintiva que las inocentes personas muy jóvenes sienten mutuamente de su relación corporal. Ese atavismo de vergüenza no deriva únicamente ni siempre de la educación recibida, sino que surge espontáneamente: ellos expresaron y sintieron precisamente en el amor la totalidad de sí mismos, la totalidad de su ser plenamente experimentado, y el paso de esa captación de su totalidad hacia una implicación activa de un proceso corporal, que carece del pleno acento de una actividad que realiza, es lo que produce confusión; puede tener el mismo efecto como cuando —dicho en expresión paradójica— de repente se halla presente un tercero cuya participación no se había hecho plenamente evidente hasta el momento: los cuerpos como tales, los cuerpos como parte de la persona de por sí. Y ello puede suscitar la impresión de como si en el fondo ellos se hubieran hallado más cerca antes, totalmente cerca, inmediatamente cerca —en la incondicionada orgía de su unión de almas1.

No obstante, esa aparente dualidad en el proceso amoroso tiene precisamente su raíz en el hecho de que los «cuerpos» y también las «almas», ambos, expresan ahí sin tapujos todas sus paradojas y nos impelen por su efectiva implicación en todos nuestros movimientos. Lo que ahí se produce: la unión entre dos personas en virtud de la atracción erótica no es quizás la única —ni incluso la más propia— unión que ahí se realiza, pues ante todo se produce en cada persona, propiamente por ello, una especie de embriagante y jubilosa ínter operación mutua de las más sublimes fuerzas productivas del propio cuerpo y de la más alta elevación espiritual.

Mientras que fuera de ahí nuestra conciencia de la propia corporeidad se nos antoja como un mundo bastante malo y difícilmente controlable, dentro de la que un ser debe moverse pero que en realidad malamente se tolera las más de las veces, de repente se produce e irrumpe una inervación comúnmente sentida entre los que mutuamente inflaman sus deseos y anhelos. Como la mayoría de personas casadas que a menudo pelean, pero no por ello se pierde la irrefutable sensación de la propia unidad viviente, de igual forma cuerpo y espíritu se reencuentran súbitamente ante la delicia del enlace renovado de hora en hora: entonces el gran día de fiesta y júbilo al son de trompetas y timbales, con el gozo que pulsa hasta en las puntas de los nervios, en una dicha sin fin. Y esa fiesta es la auténtica celebración del arrebato erótico en donde los cuerpos y las almas amantes se sienten uno en su íntimo abrazo que causa una vital renovación de las fuerzas, de todo lo sano, como en un baño milagroso.

Y no sin razón se dice por eso que todo amor alegra incluso al más desdichado. La certeza de ese proverbio debe entenderse sin nada de sentimentalismo, sin referencia alguna al otro amante, simplemente como el gozo del amor en sí, que en su jubilosa animación enciende miles de luces incluso en el más recóndito rincón de nuestro ser con un resplandor que ilumina a todas las cosas del exterior. Y por ello puede ocurrir que personas de una cierta fuerza espiritual y profundidad de alma sepan todo lo esencial del amor incluso antes de haber amado y —como la pobre Emily Bronte, de la que Maeterlinck habla en su último libro con demasiada admiración— fueran capaces de reflejar la felicidad del amor con sugestivo ardor y vehemencia. Lo que se recibe en la experiencia amorosa en la vida real, a través del amor y de la posesión del otro, es una especial clase de dicha, dicha a través del desdoblamiento —al igual que en los gritos del eco—, con sorpresa y gozo por ver que las cosas en el exterior reproducen nuestro grito de júbilo. Y en esa misma medida nos volvemos más receptivos y descubridores al despedir y volver a recibir todas las ternuras y reconditeces de nuestra alma, toda esa riqueza de entusiasmo, que ciertamente son ilusiones y ceguera amorosa en relación a la pura posesión personal del «otro», pero que tienen su realidad y verdad al ser expresión de nuestra emoción muda de corazones que por ello ha sido provocada, que no se limita únicamente en los adornos y esplendores festivos.

Aun cuando suspiremos por sentirnos llenados por el otro, somos únicamente nosotros quienes desde nuestra propia posición, y por el contrario, nos sentimos capaces de ocuparnos, embriagados, con la posesión de algo, lo que sea. La pasión amorosa esta desde su raíz en condiciones de una real y objetiva asunción del otro, de su entrada en él, pero es más aún nuestra más profunda entrada en nosotros mismos, en nuestra pluriforme soledad, pero de un modo como si colocara en der redor miles de espejos que reproducen nuestra soledad hasta parecer que abarca y engloba a todo el mundo. El objeto amado, sin embargo, es únicamente ahí la ocasión que procura el acceso a todo, algo así como un molesto sueño nocturno se encierra en un olor o un ruido que nos perturba el sueño y nos lleva a soñar.

Y es así como cualquier tipo de actividad espiritual y creativa puede verse influida por la ocasión erótica, y a la vez verse elevada y como electrizada, incluso en ámbitos que por su aspecto práctico o de abstracción se alejan mucho de lo personal; sobre todo pueden verse acrecentadas aquellas actividades que son mayormente diferenciadas y mayormente disgregadas gracias a esa fuerza de empuje que les brinda calor y ardor. Entonces destellan ciertas combinaciones, se forman y colorean ciertas imágenes que antes estaban muertas pues toda actividad creativa tiene sus antecedentes no ya en un estado anímico claramente desarrollado sino en la capacidad de irse vinculando, desde esa clara cota del desarrollo y en un potente enlace, con toda vida que en nosotros ansía y estruja, que en nosotros habla y susurra, hasta su más honda raíz. Y de ahí emana su fuerza generativa, de ahí brota siempre algo que por ser de por sí una totalidad viviente puede vivir con fuerza propia al lado de su genitor, algo que a la vez es su obra pero independiente, lo mismo que el proceso que se revive constantemente en la vida física cuando la madurez del cuerpo conduce a la reproducción.

Al sumirse en esa hondura de la vida, nuestro espíritu revela, a menudo gracias al estupor erótico, unas fuerzas que antes no poseía, con menoscabo de otras que hasta entonces había poseído. Y ahí en esa introspección, parece a veces como si la persona en un preciso momento adoptara la expresión de un espectador cuyos labios podrían manifestar más de cuanto él hubiera podido sospechar por el perfil de su rostro; sin embargo, al poner orden y reflexión en los hechos del día, y sobre todo con respecto al objeto amado, que nunca sabe adecuarse del todo al contexto, la expresión del rostro tal vez sea la de un niño sonriente y sorprendido. Y puede que de hecho todo eso ya esté en él más que cualquier otra cosa, centrado en un núcleo fructífero que no puede desplegarse en actividades parciales. Y entonces se parece a un niño, y de hecho se ha convertido en un niño en su atávico equilibrio entre cuerpo y alma y la ingenua conciencia de ambos, —un niño que todo lo toma en serio, al que todo es nuevo, que lleno de fe y confianza ilimitadas quisiera asomarse al mundo insospechadamente magnífico y su única inclinación ante la sabia razón es su más bonita voltereta.

Por muy asombroso que parezca, existen finos y sutiles rasgos del ser que relacionan al ser auténticamente querido, de todo corazón, con la constantemente loada niñez de las naturalezas genialmente creativas. Pues el amante toca, en un momento transitorio provocado por lo físico, y de ahí por otro camino, esa profundidad donde ahondan esos hombres excepcionales, y él sabe, como balbuceando en sueños, contar algo de las delicias que hay ahí abajo, pero de ello, ¡qué pena!, ha olvidado muchas cosas útiles y necesarias. Esa espontánea infantilidad que incluso el más sesudo y empedernido pedante puede lograr por medio del rejuvenecimiento erótico distingue claramente, insobornablemente, lo realmente erótico de aquella especie de simple codicia lasciva, bien sea más o menos refinada, pues en esta la excitación corporal siempre se halla aislada, parcial, y no incide sobre el característico estado de arrebato del hombre como totalidad.

De la conciencia de no ser el uno para el otro un objeto de apreciación objetiva, como podrían serlo las demás cosas, sino simple y llanamente una fábula original, es de donde la actitud de los amantes toma su distintiva impronta durante los primeros tiempos de su relación. Es como si cada uno de ellos se revistiera para el otro con la imagen y la postura de una benévola idealización, que se esfuerza por mantener. Sería injusto confundir esto con algún tipo de afectación o escenificación de simple vanidad; ello se produce más bien como una derivación del propio sentimiento amoroso seriamente asumido como si no se pudiera evitar el crear por la simple apariencia otro ambiente, en vez del real y diario de las cosas, otro nivel distinto de la vida de cada día. Todo eso que procura al amante una atmósfera especial, una singular luminosidad, no es plenamente auténtico ni asequible desde el punto de vista de la cotidianidad, pero se supedita a un serio anhelo de belleza al que el hombre se entrega con mayor recato que nunca, con mayor desparpajo que nunca, en busca de un enlace de seres plenamente nuevo.

Ciertas cosas no permiten, por así decirlo, vivirse más que de forma estilizada, no realista, para vivirse en su sentido pleno quizás porque su enorme plenitud poética tan solo puede captarse manteniéndolas así. La puerta de recepción por la que nos da entrada el amor se abre en su peculiarmente adornado edificio de una forma distinta a la de cualquier otra puerta ya sea de la mayor amistad y de la apreciación de valores. Y no hay otra puerta de entrada y es bien posible que no haya luego otro camino pues no nos movemos ahí en un mundo de realidad, y nosotros somos únicamente el espacio y el excitador de ese potente e irrefrenado mundo de sueños.

El amor entre dos personas llegara tan lejos como estén dispuestos a darle juntos esa posibilidad. Y esa dimensión, sea cual sea su ámbito vital, se perfila concentrándose y desplegándose por sí misma en su creatividad de una forma análoga a como puede ocurrir en el acta físico del amor entre los cuerpos: lo que internamente actúa en ellos no se puede exponer racionalmente, ni tampoco puede fundarse en la concepción de los elementos comunes de su ser pues podría arraigar en rasgos más centrales, más ocultos y oscuros de cuanto aparece en la conciencia. Así como dos cuerpos nunca se unen en toda su totalidad, sino más bien en relación con unos aspectos puntuales en su relación sexual, también ocurre ahí como si dos superficies de dos seres no se acoplaran en toda su extensión sino únicamente en un hondo punto de estímulo que suscita en ellos toda su creatividad. Para valorar una relación, a la que le debemos esa sensación de unidad, no la tasamos propiamente según la fuerza o la carencia de todo lo que fácticamente nos unifica con el «otro», sino más bien nos fiamos como criterio de los impulsos amorosos reales, de las inmediatas e irresistibles propensiones de nuestros nervios antes que de las claras valoraciones de nuestra conciencia y de cuanto esta puede percibir.

Sucede exactamente lo mismo que en el terreno artístico para los casos del proceso creativo: y de nuevo topamos con la analogía del amor con la creación artística. De las cosas que, honda y genialmente, estimulan al artista en su creatividad, este únicamente toma ciertos aspectos, determinadas facetas de su motivación mientras que deja de lado, sin atender ni explotar, toda la demás plenitud de fuerza motivadora. Si un paisaje inspira un cuadro o una poesía el artista lo tomar á como ocasión puntual, dándole un tratamiento creativo en la que todo se supedita a su idea: todo cuanto le ha impulsado parece luego concentrarse, resumirse, en el momento creativo de su arrebatada y grata sobrevaloración. En la fuerza del amor, en la que el artista ahonda, parece como si todas las cosas externas del amor se poetizaran en él como en algo hondamente conocido, como si el mundo exterior se asumiera ahí misteriosamente en su propia forma —o como si ahí perdiera su propio ser en esa oblación que constituye el auténtico proceso anímico.

Así como nosotros sentimos la vida más interesante cuando nos perdemos a nosotros mismos en la entrega física, así también en esa honda y misteriosa paradoja de toda vida la soberanía del objeto amado se nos revela con toda su fuerza cuando —al igual que hace el artista con el paisaje no- poetizado— desde nuestra pasión lo revelamos y plasmamos de forma puramente subjetiva que nace de nuestra exaltación. En realidad, a la vez que por nuestra parte nos sumergimos plenamente en él también de él lo tomamos todo para nosotros: le quitamos justamente cuanto no es preciso para salir plenamente de nosotros mismos. De ahí que amor y creación sean en su raíz una misma cosa: en la creación la obra viva surge, ante la ocasión que la incita, del amor desbordante, de la desbordante sensación de bienestar; el sentido íntimo de una acción amorosa, y por ello todo amor es acción creadora, gozo de crear ocasionado por la persona amada pero no a causa de ella sino por y a causa de sí mismo.

Por ello lo erótico debe sin duda ser considerado, por su propio ser —lo mismo que la actividad creativa del espíritu —como un estado intermitente que surge y amaina y cuya intensidad o plenitud de dicha no puede predecirse en ningún caso concreto en su probable duración. Puede garantizársele una cierta duración en cuanto que una mayor vehemencia se puede extinguir con mayor rapidez, en ciertas circunstancias. No obstante, al igual que todas las circunstancias que exceden de lo normal, el fuerte sentimiento amoroso no está en condiciones de creer en su propio fin, de formarse una imagen de su muerte, de su fenecer, y se regodea tanto de la más desenfadada seguridad de vida como de la más probada fidelidad carente de erotismo; todas esas erupciones de nosotros m ismos, ya sean gozos, dolores o pasiones carecen de conciencia del tiempo en virtud de su fuerza arrebatadora; y precisamente por su caducidad están nimbadas y cercadas por una honda eternidad, y solamente ese acento de tinte casi mítico es lo que hace el gozo tan feliz y el dolor tan trágico en nuestro tornadizo mundo.

Naturalmente que no podemos mostrar muchas exultaciones ni para el amor ni para la creación, sino que nos movemos siempre en aquella planicie banal donde todas las cosas únicamente nos hablan por sus relaciones divisas, parciales sin que en ningún punto puedan estimularnos con su unitario hechizo. Somos pues capaces de ejecuciones singulares, pero en los terrenos en donde nuestro ser pleno debe empujar con su arrojo para una actividad creativa, ahí tan solo podemos alternar en el mal uso con los momentos cumbre como el artista, por ejemplo, que se da a su trabajo con el corazón partido, que sufre impaciente en tales horas y puesto que en tales horas tan solo hasta un cierto punto puede disponer de sus expertas manos, de sus ojos, ideas o formas de talento.

Lo mismo le ocurre al ser humano anhelante, que hace funcionar su cuerpo en el amor como su utillaje de una forma consciente, sin sentirse internamente poseído y prendido por ese comportamiento. Lo que en el fondo aúna a tales casos, tan pronto como se expresan con toda su fuerza y hervor, no es esa extrañeza, exagerada o excesiva parcialmente, que le deja a uno sorprendido; es, por lo contrario, únicamente un pleno adentrarnos en el hogar de nosotros mismos, un volver a casa hacia nosotros mismos en un secreto acorde de todas las fuerzas, en un descanso y un respiro tras todas las disgregadas, individualizadas y distorsionadas peripecias y actividades de nuestra vida. Y es por eso que nos eleva tan alto y nos hace tan singularmente felices; y por eso tanto en el amor como en la creación la renuncia es mejor que la mala, la insuficiente realización.

Es mejor esperar, renunciantes, a la puerta de nosotros mismos, de nuestro hogar y casa, y aguardar allí pacientes a lo que venga cuando todo esté dispuesto para la fiesta, cuando todo se ofrece voluntariamente, que abrir y forzar esa puerta y meterse en un interior hosco como un advenedizo que llega en mala hora. Es mejor dejarnos llevar por la serena fe de que es algo natural y cabal para la naturaleza intermitente del gozo genuino y de la creación, pues siempre nos hallamos en camino hacia él con cada paso con el que nos vamos acercando a la hora fijada.

Tampoco los amantes pueden hallar ningún fondo para su áncora y sus esperanzas de que su regreso a su propia casa sea a la vez mutuo encuentro, que coincidan ambos vuelta a casa y encuentro, pues muchas veces todos nosotros nos hallamos fuera de nosotros mismos, en la calle, en un desorientado vagar. Esos tiempos de demora y esperar son frecuentemente difíciles de aguantar y mucho más cuanto no siempre coinciden necesariamente entre los dos. Incluso para el artista, el creador, que tiene que actuar solo, significan los instantes más míseros, el hoyo de la vida, el infierno de la vida y a veces pueden hacer que un espíritu de disposición nerviosa, de estados de ánimo tornadizos se abisme en el desconsuelo, en el tedio de la vida. No es una diferencia de grado lo que en el ánimo separa el placer sumo de la vaciedad del placer; es más bien, se siente más bien, como una diferencia esencial: el mundo de la creación y del amor significa hogar y cielo, mientras que en cambio la actitud improductiva y vacía de amor supone una desamparada extrañeza, desde la que no se divisa ni el más perdido sendero hacia lo desconocido, como si todo se hubiera desvanecido en la más absurda nada. Y se comprende, pues ni el entendimiento ni la voluntad bastan para reconducir la situación, porque no se puede lograr y reconvocar nada; nuestras destrezas individuales, entrenadas por la disciplina y el dominio naturales responden mejor que nuestra capacidad de dominio sobre nuestra actitud total de una vivencia intensiva. Y así ya no actúan ni responden nuestros impulsos voluntarios en el ámbito donde lo espontáneamente vital se manifiesta; eso que nos es más sublime, esa vida de nuestra vida, eso que justamente parece hacernos más activos, que nos hace ser nosotros mismos como primer factor, tan sólo lo sufrimos, únicamente lo recibimos; debe superarnos.

El carácter intermitente de toda pasión amorosa, igual que el carácter de la creación, nos llevaría a recintos menos peligrosos si no se le adosara un malentendido. El artista que dibuja un prado tiene conciencia de que el valor sólo radica en el hecho de producir, mientras que le deja indiferente si encajan o no los elogios espontáneos, si se le justiprecia o desestima, y cuanta hierba crece en el prado. El amante, en cambio, no consigue dejar de lado sus propios elogios del ser amado para darles un valor real y así situar su justo valor en un punto de equilibrio. Se confunde, pues, al querer ver en cualquier rasgo del otro el delirio que incita su excitación erótica, como un soplo que levanta burbujas en el agua para verlo confirmado y verificado a cualquier precio, y a todo ello le da una credulidad espantosamente proclive.

La consecuencia es la consabida caída desde las nubes del quinto cielo hasta la cruda realidad en la primera y definitiva decepción. Esa pobre pasión amorosa, incluso en la embriagada felicidad de una reina de oropeles de repente encandilada, se vuelve súbitamente y se degrada en una cenicienta que sólo tiene el derecho de quedarse ahí para atender a las prácticas tareas de la vida: vida y amor vienen pues a coincidir y se hacen mutuamente las concesiones precisas para seguir viviendo juntas: el amor se recinta en su reducto de oropeles y se conforma en despojarse de sus vestidos de fiesta para quedarse luego ahí en el rincón con sus ropas de faena.

Pero ese final falaz que la persona experimentada suele predecir con ardiente certeza para cualquier amante resulta de haber tornado primero los oropeles del amor demasiado en serio pero sin justipreciar el propio derecho al propio vestido de fiesta y a la propia tarea festiva. Demasiada importancia al oropel: pues incluso durante el arrebato amoroso que da nombres tan dulces al ser amado y no parece sonar en nada más que en él, no era ese, por mucho que se lo figurara, el contenido, ni la meta ni el centro de su impulso erótico, sino únicamente la ocasión; en realidad se hallaba ya de antemano en la más alejada periferia del círculo del ser que tan ardientemente amaba, estaba condenado a una acción indirecta. No puede existir ningún enlace erótico entre dos personas cuya mayor bendición no sea justamente su influencia sobre nuestro amplio y libre despliegue de la propia personalidad en el espacio que nuestras capacidades nos reservan, mientras que otros sentimientos, más impersonales pero de colores más desvaídos, como la compasión, la conciencia del deber, la consideración no logran sino reducir la personalidad de una persona por mor del otro.

Bien puede que eso parezca triste, como un sermón de aislamiento siempre más profundo para aquel que quiera salir de sí mismo por el amor. Pero es justamente eso lo que da al amor su dominio en lugar de despojarle de su fuerza tras un efímero apogeo y arrojarlo al campo de las precarias necesidades de la vida. Cuando el amor actúa como una ocasión, cuando utiliza a la persona amada como un mero encendedor en vez de como un fuego in si al que se calienta, se queda entonces como una fuerza restringida, por mucho que dure y por más que se extienda, sin llegar nunca a todos los ámbitos de la vida.

Una y otra vez puede actuar como sucede en la unión física: así como ahí la persona tocada por él engendra vida a través del contacto con el otro, despliega desde sí su fuerza creadora, también todas las obras vitales, toda la fertilidad interior y toda la belleza pueden emanar de simple contacto. Tanto si se queda para siempre como una ocasión «externa», cerrada a su vez en su interior, no por eso deja de ser para el otro, todo; su punto de unión con la vida significa su permanente conexión con el aspecto «exterior» de las cosas que no podría alcanzar de otro modo. Es el medio por el que la vida le habla y de pronto se convierte en oyente, como si hablara con lenguas de ángeles por la que halla las palabras y tonos justos.

Amar significa: saber de alguien cuyos colores las cosas deben tomar cuando lleguen a nosotros para que dejen de sernos extrañas y espantosas, o frías y hueras, sino que se acurruquen a nuestros pies como las fieras en el paraíso. En muchas canciones de amor persiste, junto con el erotismo que suspira por el amado, algo de esa sensación poderosa como si la amada no fuera sólo ella misma, sino también el mundo entero, el todo en su plenitud, como si fuera la hoja trémula en la rama, o el rayo que se espeja en el agua, la que lo transforma todo, la que se transforma en todo. Y de hecho el amor proyecta su imagen en cientos de imágenes, en un fértil reino en derredor que hace que, doquiera que ande, siempre se mueva por senderos de amor y dentro de una patria.

Y aunque eso sea así, no constituye ciertamente un peligro mayor para la pasión amorosa que cuando una persona en su alocada ceguera para el otro pretende imaginar algo más que dicha mediación, una descarga productiva en el más sublime sentido, y en vez de eso busca lo contrario: cuando quiere modelar artísticamente su propio ser al estilo del otro, y no solo en la fantasía amorosa, para volverse uno con él. Sólo quien sigue siendo fiel a sí mismo está en condiciones de ser duraderamente amado pues únicamente en su plenitud viva podrá simbolizar la vida para el otro, podrá ser visto como una autentica fuerza de la vida. Nada es tan opuesto al amor como un medroso ajuste y adaptación al otro, en un sistema de infinitas concesiones mutuas que sólo soportan aquellas personas que deben mantener por motivos prácticos relaciones de naturaleza impersonal y a la par iluminar con el raciocinio esa tal necesidad. Cuanto más plena y sutilmente se hayan desarrollado en una situación de amor a medias, parasitándose el uno al otro, en vez de ahondar cada en su propia raíz, en su terreno autónomo, para que ese se convierta también en el mundo del otro.

Y es un espectáculo que no es asaz infrecuente que, cuando tras una larga vida de aparente amor feliz la muerte separa una pareja, luego tras un período de seria y desconsolada desesperación, el sobreviviente vuelva a florecer de una manera completamente distinta. A veces ciertas mujeres maduras que con excesiva devoción se habían reducido simplemente al papel de «media naranja» de su consorte ven de nuevo florecer con sorpresa, tras su viudez, un tardío esplendor de su sometido y casi olvidado ser. De hecho esas «medias naranjas» se han sentido siempre agobiadas en su morada cuando no ha existido una plena compenetración: han seguido diciendo «nosotros» en lugar de «yo», pero ese «nosotros» ha dejado de tener un suelo firme donde edificar un pedazo de vida y el «yo» ha seguido manteniéndose; y eso no vale únicamente para algunas infelices, sino también para personalidades ricas pues también la gente de rica personalidad se agota cuando uno ingenuamente va despojando al otro de su contenido y le va metiendo el propio hasta que llega a producirse la alteración. Tal vez llegaran a ser personas con una confianza como de hermanos, antes que amantes, con los recuerdos y ansias del pleno amor, que por descuidar dos ricas y fértiles unidades llegaron a la trivial muerte. Y para tocarse vivamente se conocen todavía ambos bien, sorprendentemente bien, y así van comiendo lo necesario de la comida más hermosa. Y cuando va acercándose ese momento, el amor se siente de cada vez más harto y acaba por dejarlos vestidos con las ropas de la pobreza y con la vergüenza del hambre en solitario como dos mitades, como dos mitades que se han ido perfilando con demasiada precisión.

Dentro de la pasión no existe ningún «conocerse» a fondo; por mucho que ese conocerse crezca y se amplíe siempre pone entre ambas personas aquel fructífero contacto que no puede compararse con ningún tacto ni relación de simpatía y que los vuelve a situar de nuevo a ambos en el punto de la relación primigenia; es decir, en la fuerza de la experiencia, en su propio adentrarse en sí mismo, en su crecer propio, ante el que toda exploración objetiva siempre se queda corta. El amor llena el egoísmo de cada uno con demasiada dicha, con esplendor y basteza (sic) para pretender llegar a conocerse; y para su vergüenza, el amor debe más bien asentir. Ese conocimiento ordenado se ve confundido no sólo en el primer arrebato de los sentidos para trocarse en patraña y creerse simplemente algo totalmente maravilloso sino que luego sigue viéndose interferido y confuso una y otra vez. El amor siempre ha pertenecido y seguirá perteneciendo a las cualidades frívolas del ser humano al correr por otros senderos de los que la prudencia podría sospechar.

Es sorprendente decirlo, pero en el fondo no le interesa mucho al amante saber cómo «es el otro». Impelido por un monstruoso anhelo le basta saber que se le presenta como algo incomprensiblemente bueno. Y se queda sin saber a qué se debe eso; ambos siguen siendo un misterio final el uno para el otro.

Y así es todo lo contrario de un asunto preciso: en las diversas formas en que han podido saborear la vida fuera del amor, esa vida se les antoja como nunca cumplida pues ilusión y realidad se les confunden lo mismo que en el caso del amor; y lo mismo que en los arrebatos físicos se quedan perplejos pues también ahí el juicio se ve siempre algo sobornado, y las obras llegan siempre mucho más lejos que la causa y parece como si lo avasallaran todo, como si lo magnificaran todo. Y por esa confusión siguen idealizándose un tanto mutuamente dejando de obrar con la actitud del realmente experto. Y así ambas partes se quedan satisfechas.

¿Y al volverse viejos? Sí, me temo que entonces seguirán igual. Seguro que los arrebatos del amor, del gozo de los sentidos, se vuelven más y más espaciados, con mayor sordina, hasta que finalmente se duerme el gran sueño. Pero entonces su pasado les es tan íntimo como el calmoso presente y de ahí precisamente brota su senil amor. Como un compañero de recuerdos, les está ahí cerca y familiar como si todavía vivieran juntos y serenos en la morada de su amor. Como el primer rincón que les cobijo antes de seguir y seguir construyendo: salones altos, familiar taller de trabajo, amplios balcones. Y ahora sigue siempre ahí, si bien un tanto envejecido y descuidado y cobija aún todas las cosas del ajetreo de antes que suscita la sonrisa de los viejos. « ¿Recuerdas?», se dicen al verlo, y se aposentan y sueñan. Y es entonces como un recuerdo de niños. De pronto tan lejano como la infancia, pero igualmente inocente e inconmensurablemente hondo. Un recuerdo lleno de locuras, pero esa locura con toda su euforia de juegos se les antoja ahí como la fuente de donde bebieron su vida.

«Soñamos uno del otro en nuestra feliz locura pero siempre para vivirnos más plenamente; no nos entregamos el uno al otro, tan sólo nos incitamos mutuamente. Y así nuestros días fueron ricos y nos transmitimos en florecientes hijos y engendramos vida en todas nuestras obras». Y así sentados van hablando y exagerando visiblemente su amor. Y es que también hoy exageran; deben hacerlo porque no saben explicarlo de otro modo —no son su fuerte las explicaciones— pues resulta que uno es más egoísta cuanto más ama, y dos siguen siendo uno únicamente cuando permanecen como dos.

Raramente los amantes persisten como «dos», pues muy frecuentemente unidad significa mutilación y de ahí nace la insatisfacción al dejarse prender
con demasiada fuerza por la pasión amorosa. Uno teme verse reducido, quedarse en algún modo sin las manos libres, dejar de disponer ya de posibilidades para el desarrollo y el intercambio y se miran con creciente desconfianza «los amores eternos» con su tradicional fidelidad. Hoy en día ya no nos consideramos tanto seres compactos, de una sola pieza, incambiables, como antes cuando nos dejábamos atribuir una firme concepción de nuestro ser, un carácter racional de nuestro existir para confirmarlo fehacientemente con nuestro obrar. Y por ello, una concordancia con otra persona ya no nos parece una garantía tan duradera ni fundada. Y es fácil tener la impresión de que el amor se resuelve en efímeros recorridos, en juegos y fatigas. Es más, parece ser como si los hombres de antes entendieran mejor el amor al complicarlo menos, o al menos al no tener una conciencia tan nerviosa de su complicación, y así podían estar más seguros de su amor interno. No es difícil ver, sin embargo, que uno se equivoca pues justamente de esas aparentes carencias e impedimentos deriva mucho bien para el amor.

El amor esta hondamente vinculado con la plena autorrealización de la persona, y esencialmente en sus subidas y bajadas. En comparación con otros tiempos existen hoy día nuevos ámbitos, a centenares, en los que los hombres se mueven, cientos de distintivos, cientos de mutuos saludos e invitaciones que multiplican la fuerte diferenciación del individuo y asimismo para los amantes se configuran muchos mundos dentro de los cuales pueden contactar. En la fidelidad primitiva se albergaba la primitiva suficiencia en relación al sentimiento amoroso realmente vivo: la necesidad de sentirlo vibrante y latente en cada experiencia era tan escasa que casi se podrían montar unos tenderetes de fiesta para las ocasiones que lo propiciaban. Bastaba con haberlo sentido una vez por todas, para que se convirtiera en «propiedad» con todas sus formalidades. El hombre de hoy sabe mejor que las personas nunca se «poseen», que se ganan o se pierden en cada instante de la vida y que el amor solo existe en su efectiva acción espontánea. Por ese motivo se hace hoy en día más difícil distinguir entre frivolidad o juego y enamoramiento real aunque no estén tan fuertemente mezclados como entonces: importa mucho menos que entonces saber cuándo se ama y cómo se ama.

Mientras que antes, en cambio, incluso una relación insignificante y mezquina, una relación harto estéril, podía considerarse a lo largo de toda una vida como una atribuida gracia de Dios, hoy en día una relación amorosa relativamente rica y honda no puede otorgarse un plazo mayor de tiempo que otrora un «juego» pues existe la conciencia de que ningún huero pretexto puede mantener ese amor y que, por tanto, es mejor seguir separados. Ciertamente hay cierta crueldad en esa opinión pero no es algo distinto de la crueldad que nos empuja a superar la sabida carencia y responde a menudo a la seriedad de la vida; nace también de la conciencia de que nuestra fuerza amorosa cae irremisiblemente en la muerte cuando no se evidencia como fructífera para nuestra vida interior. Es consciente de que cuando el amor puede ser más que un pasatiempo sensual o ardoroso, debe cultivarse en la misma tarea del vivir como una parte de nuestras más sublimes metas y más sagradas esperanzas y que desde su ámbito debe irse conquistando la vida pedazo tras otro. La plenitud del amor será siempre la que logre su objetivo en la mayoría de puntos y ámbitos hasta que una persona lo haya vivido todo por mediación de otro, más aún, hasta que ellos estén en condiciones de serlo todo: amantes, esposos, hermanos, amigos, padres, camaradas, niños que juegan juntos, severos jueces, ángeles de compasión.

La concepción del amor va cambiando con relación a las distintas etapas de su lenta evolución. Si echamos una ojeada al mundo de la vida inferior vemos como las pequeñas amebas se juntan y reproducen al enquistarse en pareja en una unión que da nueva vida y que origina nuevas amebas. Nos parece natural, cuando nos faltan otros ejemplos en la vida física, que nuestros cuerpos se conformen con darse unas pequeñas partículas en la copula participando ahí solo con una función limitada que deja intacto e independiente todo lo demás. Pero en cuanto a lo psíquico rara vez nos ocurrirá que la situación de la ameba nos sea extraña si se nos impone como deber, por así decirlo, disolverse mutuamente uno en otro y así desaparecer. Es precisamente como si con este criterio nos hubiéramos quedado más retrasados en nuestra diferenciación de almas que en la de los cuerpos. Y en cambio debería iluminarlos para saber que de la pasión amorosa pretendemos lo mismo en el sentido psíquico que en el corporal: nada de disolverse en el otro sino, en cambio, volverse más fructíferos por medio del contacto, en un robustecimiento hasta un desborde de fertilidad. Nuestra fertilidad es, en cambio, como en el caso de la ameba, una disgregación en partes, y a la vez una función parcial —un elevado grado de especialización, un estado de saturación.

En el mismo sentido se despliega el artista pues él, ya más parecido a una ameba, ha producido su obra desde sí mismo, de su propia fantasía, sin quedarse por ello incorporado a su obra. Esa analogía de formas de manifestación corporal y anímica en la recepción y expresión del sentimiento amoroso nunca puede ser lo bastante matizada pues ahí se configuran las dos caras del mismo proceso. Así como la inspiración artística arraiga en los procesos de la fantasía que implican en su «compasión» todo el ser del artista, también la excitación erótica en la vida sexual, no puede derivar de otro sitio como no sea de la fantasía como su centro de fertilidad por mucho que luego vaya implicando otras cosas, sea lo que sea, incluso al mundo entero y ese proceso erótico tampoco sale luego del ámbito de lo sexual aunque arrastre diversas fuerzas psíquicas que luego prolonguen su alcance hacia el exterior. Es una sinrazón reducirlo y limitarlos a los burdos límites de la actividad física y no atribuirle todo lo demás, el conjunto de los sentimientos y fuerzas; pero también es una sinrazón cuando en un afán moralizante o estetizante se pretende falsificar su auténtica naturaleza.

Lo erótico es justamente cuanto es gracias a la fuerza elemental por la que toda la aparente separación y extrañeza entre manifestaciones corporales y espirituales se ve superada, aquella que nos permite señalar el momento físico en lo espiritual, y viceversa. En su mundo físico se encierra ya todo lo demás, incluido y comprendido todo el impulso espiritual, al igual que las nubes preñadas de tormenta lo mismo sacuden que rugen o mojan en su descarga eléctrica con rayo, trueno y agua. Sería igualmente posible y relevante pretender trazar el juego de nuestro espíritu en la constitución corporal del arrebato amoroso que, viceversa, investigar el estallido de los sentidos en su supraterrena divinización. Ambos elementos pueden mezclarse ahí con una fuerza y modalidad desiguales, pero lo esencial sigue siendo que se trata de un mismo fenómeno único. Justamente eso hace posible que lo erótico se halle presente tanto en el ciego anhelo sensible, como entre el contacto de dos personas en el ámbito espiritual de la vida: si se quieren, saltan las mismas chispas eróticas del uno al otro y lo erótico anima sus pensamientos, lo mismo que su cuerpo.

En su soberana autonomía que constituye el mundo de lo erótico tanto en todas sus manifestaciones físicas como espirituales, se presentan numerosos conflictos con otros mundos de sentimientos y con la fluctuante forma de juzgar de los hombres. Y hay un ejemplo de ello en una expresión que encierra un degradante desdén: que a la vez se puede amar y despreciar. Me fijo muy especialmente en el frecuente caso en el que nuestro «desprecio» tan solo es fruto de la educación y el amor en realidad viene a concordar con nuestra valoración individual de las cosas. Es de hecho bien posible amar a alguien, es decir sentir por medio de él la influencia vivificante y creativa que de ahí emana y a la vez rechazarlo con todas nuestras alertas y conscientes fuerzas del espíritu. Lo mismo que existen hombres que no sienten en absoluto, o casi nada lo erótico, también puede suceder que alguien nos atraiga eróticamente en el oscuro fondo de nuestro ser sin que ese atractivo logre, tenga la suficiente fuerza para poner en agitación los demás reductos de nuestro ser. Se queda como un fuerte impulso, un impulso de nuestro ser total, pero tan solo actuante en determinados puntos mientras que en otros deja lugar a la frialdad, al desencanto.

Y si ello ocurre en lugares muy sensibles, si le son contrarias en nuestra orientación personal fuertes tendencias y valores, entonces le damos el nombre de lucha entre el amor y el desprecio y pocas veces esperamos de un hombre firme que sin más venza a su pasión; si bien nadie, ni siquiera él mismo, llega a saber en el fondo qué dioses luchan en su corazón y de qué lado se caerá el peso, por dónde se producirá la escisión. Es cierto, pues, que el hombre no vive solo de sus impulsos elementales, pero no lo es menos que tampoco vive únicamente de su razón.

En términos generales la pregunta podría plantearse así: ¿por qué si el objeto amado tan frecuentemente se nos compagina en tan pocas cosas, menos que tantos otros hombres con nuestras propias inclinaciones, porque entonces todo debe venirnos de él? Casi en todas las relaciones con otros hay algo que nos lleva a preguntárnoslo, pero en muchos otros casos incluso el mismo sujeto se lo pregunta sin hallar una respuesta. Y así sucede a menudo que una persona siente inclinación y pasión por otra cuya fisis habla un lenguaje completamente distinto, es decir, que simboliza algo m uy diferente de cuanto confirma su psique en una más íntima familiaridad. Es como si su aspecto, su porte, su sonrisa, el tono de su voz, todo en resumen incluso sus más pequeños rasgos, hablaran de alguien distinto del que en realidad él es. Y no cambia mucho el caso aun cuando se trate de una pasión ligera, pues ella sigue amando, como cualquier auténtica pasión, al cuerpo humano, si bien como forma y signo del hombre interior, y su conflicto no es menor, por tanto del que pueda haber entre amor y desprecio, incluso si su intensidad fuera la mayor. Nunca y para nada se equivoca en su impresión física: su instinto nunca puede equivocarse, eso es bien cierto. Pero puede bien suceder que cuanto ve y capta tan solo se produzca corporalmente en ese individuo, tal vez desde antiguo, como fruto de antecedentes y rasgos familiares, tal vez desde la infancia, por lo cual las cualidades adquiridas después hayan borrado lo exterior; o que, dicho brevemente, ya no exista.

El cuerpo es la fuerza más conservadora y muchas cosas tan solo lentamente llegan a expresarse en él, lo mismo que lentamente desaparecen. Creo que en un acento extraño, que luego impregna todo el cuerpo en lo erótico si no se tienen oídos sordos para ello —ese acento que puede lograr que una línea de cuello nos enamore para siempre o que un tono de voz nos decepcione de una vez por todas — hace que el cuerpo pueda desempeñar un papel extraordinariamente trágico. Y así el cuerpo muestra la instintiva sabiduría de lo erótico que con razón radica en el inconfundible uno y todo, para lo que no hay otra línea definida; pero lo que nos interpela y realmente se expresa no radica en una realidad inmediata, ni tampoco se halla a menudo en concordancia con la forma de ser y condición del hombre interior y —en el peor de los casos— nos habla únicamente de una vida interior que ya no existe, que solo se mantiene en los rasgos del cuerpo. En tales casos nos pasa lo mismo con aquel al que amamos que con la luz de aquellas estrellas, tan alejadas de nosotros, que únicamente nos llega cuando precisamente ya están extinguidas. Entonces amamos algo que es, pero a la vez ya no existe, pero incluso entonces no amamos en vano, pues justamente entonces el rayo todavía visible de esa luz tal vez llegue a encender todo el fuego de nuestro ser de una forma que ni siquiera la otra realidad habría podido inflamar.

Y algo de ese aspecto trágico, por el que en tal singular caso nos jugamos el esplendor de nuestra alma, anida singularmente en cada amor erótico debido a una vinculación corporal. Tan solo amamos eróticamente lo que, en un sentido general, se expresa físicamente, lo que se ha simbolizado corporalmente y eso significa un camino muy indirecto de una persona a otra. Significa que nosotros nunca nos compenetramos en realidad, sino que a la vez solo quedamos marcados corporalmente mientras que entretanto, en virtud de esa ocasión física, se nos forma en nosotros la brillante imagen del otro que así anima, revive y desata todas nuestras fuerzas. Ese es también el motivo por el que se puede amar y seguir amando a una persona mutilada o desprovista, pero únicamente porque antes, dotada y entera, nos dio acogida física junto a sí; sería difícil, por lo contrario inclinarnos hacia su amor de antemano por una carencia física de su cuerpo. Ese amor, ya sea el más físico como el más aparentemente espiritualizado, que es tan crédulo, es lo que nos trasguea; el amor vive enteramente en los cuerpos, pero ahí únicamente como símbolo, como imagen del hombre total, para despertar cuanto anida en nuestra alma metiéndose por la puerta de los sentidos.

Cualquier amor tiene una característica primigenia, y nunca la pierde: la de permanecer extraños viviendo eternamente en una eterna proximidad. Y no solo en aquel caso extremo citado, y no solo en el desprecio o en el amor no retornado, sino en cualquier momento y caso en que las personas se quieran, uno se acerca al otro tan solo superficialmente y luego le deja siendo uno mismo. Es siempre una estrella inasequible lo que nosotros amamos y en lo hondo todo amor es siempre una secreta tragedia pero que, por ser precisamente lo que es, puede exteriorizar la eficacia de sus frutos. Uno no puede adentrarse tan hondo en sí mismo, no se puede hurgar en el fondo de la vida donde todas las fuerzas se enredan, y todos los extremos se quedan sin perfilar… sin sentir a la vez dicha y tormento en una misteriosa relación. Cuanto ahí sucede al hombre se queda más allá de cualquier parcialidad y definición entre egoísmo y desinterés, entre corporal y espiritual, se queda incluso más allá de cualquier anhelante, esforzada e insatisfecha sensación de bienestar por las que a lo largo de nuestra vida procuramos defendernos del dolor como de nuestro acérrimo enemigo. Hay únicamente uno que sabe que dicha y tormento son lo mismo en las más intensas y creativas experiencias de nuestra vida: el hombre que crea. Pero mucho antes que él, ha habido ya un ser humano, que amaba, juntando sus manos en súplica y alargándolas hacia una estrella sin preguntar.

Lou Andreas Salomé, «Reflexiones sobre el problema del amor», en Affectio Societatis, número 8, junio, Departamento de psicoanálisis, Universidad de Antioquía, 2008.


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