El ensayo filosófico

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Henri Bergson contribuyó en la misma medida que Nietzsche (fallecido en 1900), a la rebelión contra la razón o contra el positivismo científico que caracterizó al Zeitgeist del periodo que va de 1885 a 1914, la «era de la sinrazón».

Bergson, cuya primera obra significativa se publicó en 1899, cuando tenía treinta años, ejerció una influencia tan poderosa que en la primera década del veinte fue, sin duda, la fuerza más sobresaliente del pensamiento francés, comparándoselo a menudo con Descartes, Rousseau y Comte. Sus conferencias en la Universidad de París fueron semejantes a las de Abelardo en el medievo por la sensación que causaron y su fama también se difundió ampliamente por el extranjero1.

Casi todos le reconocen un papel destacado en el pensamiento del siglo XX. Su estilo le aseguró un público. A semejanza de Nietzsche, Bergson apeló a las metáforas y a las imágenes poéticas porque estaba convencido de que el pensamiento conceptual no es el que mejor comunica la naturaleza de la realidad. Al igual que el alemán, se presentó ante sus contemporáneos como un liberador que abrió nuevos horizontes y apeló a la creatividad, expresándola en una prosa exquisita.

Desde una perspectiva romántica, Bergson distinguía claramente entre el intelecto racional y conceptualizador y la comprensión intuitiva. El primero, la función científica y analizadora, es una herramienta práctica que se ocupa de los conocimientos útiles, pero no expresa la verdad porque es imposible dividir y conceptualizar la realidad. Es posible que, en este punto, el lector recuerde a Kant. La realidad es un continuum que se capta a través de la intuición. Fluye a través de la experiencia inmediata en tanto que «fuerza vital» presente en todas las cosas. La intuición, que significa instinto que se ha vuelto autoconsciente y reflexivo, nos lleva al «interior mismo de la vida» mientras que, en este sentido, el intelecto no está en contacto con la realidad.

Bergson comentó que inició sus especulaciones filosóficas al evaluar qué significa el tiempo, y que se vio obligado a llegar a la conclusión de que el tiempo horario de la vida cotidiana o el del físico es una convención muy distinta al tiempo real de la existencia. Cuando captamos la experiencia inmediata a través de medios intuitivos, nos encontramos con un continuum indivisible, una «duración» que apenas podemos descubrir, salvo con imágenes poéticas; esto representa una realidad fundamental. Lo mismo ocurre con otras cosas. Aunque la ciencia nos dice que el sonido de la campana es una serie de vibraciones, lo experimentamos como una totalidad. La melodía no es una serie de notas, no puede describirse: la intuimos. Como escribió Wordsworth, la ciencia «asesina para examinar detenidamente».

La realidad es indivisible y, por ende, imposible de analizar; en la medida en que la analizamos como nos vemos obligados a hacer por comodidad, la falsificamos. No se trata de un ataque a la ciencia dentro de sus límites, sino de una deflación bastante tajante de las pretensiones de la ciencia para ofrecer conocimientos complejos, pretensiones que en la época prevalecían. «La ciencia sólo se compone de convenciones, y debe su certidumbre aparente, exclusivamente, a esa circunstancia; los hechos de la ciencia y, a fortiori, sus leyes son obra artificial del científico; por consiguiente, la ciencia nada puede enseñarnos acerca de la verdad; sólo sirve como regla para la acción»2. Nietzsche también había considerado los sistemas científicos básicamente como mitos.

Como era de esperar, no faltaron críticos de las condenas pragmáticas y bergsonianas al proceso «conceptualizador», considerado como algo convencional, y a menudo pusieron de relieve que estos filósofos dejar de emplear un lenguaje conceptual o intelectual. Arreglárselas sin tal lenguaje equivaldría a abolir el pensamiento. Seguir a Bergson hasta las últimas consecuencias en su intuicionismo equivaldría a destruir todo análisis y a caer en el caos. En líneas generales, se coincidía en que conceptos y realidad no son lo mismo y que el conocimiento conceptual no agota la realidad ni constituye el único modo de abordarla. Sin embargo, se rechazaba la deducción de que ambas esferas estén totalmente divorciadas; de que la ciencia no diga nada sobre la realidad, sino acerca de sus propios símbolos y señales arbitrarios.

La convincente organización de la ofensiva de Bergson contra la ciencia dejó sentir su impacto en la filosofía coetánea: como principal consecuencia, la reivindicación y rehabilitación de formas de la «experiencia inmediata» como la literatura, la religión y diversas experiencias místicas o no racionales. Bergson rebate el mecanismo evolutivo darwinista —la vida contiene en su seno fuerzas deliberadas sin las que es posible explicar la evolución— con una teoría evolutiva vitalista.

En La evolución creadora (1908) plantea la teoría de la «evolución emergente», que contaría con el apoyo de varios filósofos de la época y, sobre todo de Samuel Alexander. Los postulados: en vez de existir desde la eternidad, la realidad se crea gradualmente a sí misma; la vida desarrolla formas siempre nuevas e imprevisibles. Participamos en un universo que no está terminado y contribuimos a su elaboración-[destrucción]. El propio Bergson recalcó el carácter novedoso de esta idea en la tradición occidental: la «evolución creadora» convierte el sombrío ateísmo mecánico de los darwinistas en la sensibilidad hacia la maravillosa libertad de un mundo en crecimiento.

Las líneas generales del pensamiento de Bergson recalcaban la importancia de la espontaneidad, de la intuición y de la experiencia inmediata, en contra de esos «tentáculos de pensamiento frío y entrometido» (Nietzsche) que el pensamiento conceptualista proponía como conocimientos útiles a costa de aislarnos de la realidad. Al igual, en cierta forma, que los pragmáticos norteamericanos, el mundo es rico, inagotable, vital.

Aunque su insistencia en la espontaneidad, la intuición y la experiencia inmediata influyó en los existencialistas, en conjunto Bergson no fue un filósofo trágico, sino gozoso. Su antiintelectualismo y antirracionalismo se desarrollaron en un registro «débil», desde la perspectiva de un hombre profundamente religioso: roza el disparate las relaciones que puedan establecerse entre su pensamiento e ideologías posteriores como el fascismo o el nazismo. Pocos filósofos asignaron una importancia tan primordial a la libertad. Entre sus seguidores coetáneos en Francia, cabe destacar a Charles Péguy, enmarcado en las fronteras entre la democracia cristiana y el socialismo. De hecho, su actitud merece ser calificada de acentuadamente individualista. Como otros pragmáticos, fomentó la libertad sin las limitaciones del dogma y procuró no crear «escuela» alguna. Un crítico francés detectó en los discípulos de Bergson una especie de locura lírica que celebraba el caos de las cosas en «orgías de subjetivismo», citando a Albert Bazailles y Alphonse Childe, lo que también podría argüirse para ciertas actitudes de Péguy.

Con la profundización en el subjetivismo que tiene sus raíces en Kant y en el Romanticismo, Bergson fomenta el que los intelectuales fueran más conscientes de que: 1) la verdad la crea la mente humana libre y no se encuentra como algo que existe objetivamente justo cuando la mente incorpora; y 2) el mito y la intuición son los mejores medios para esta creación, mejores que la razón y el pensamiento conceptual.

Más que Freud u otros autores, es Bergson quien proporcionó a los novelistas del Modernismo la idea de presentar un «flujo de conciencia» sin corregir. George Bernard Shaw asimila la idea de la «fuerza vital», que supo combinar y divulgar en conjunción con las ideas de Marx y Nietzsche, entre un público británico bastante sorprendido. Colin Wilson ha comentado que las obras de Shaw «tratan todas el mismo tema: el oscuro impulso creador de la “fuerza vital” y el modo en que logra que las personas hagan cosas que les resulta difícil comprender en función de la lógica cotidiana». Maurice Barrès escribía: «Nuestro intelecto… ¡esa cosa tan pequeña que cubre la superficie de nosotros mismos!». Era el tema del momento.

Bergson y los pragmáticos coincidían en su ataque al conocimiento intelectual o conceptual, y, con ello, la creencia de que la experiencia inmediata es más profunda y constituye la matriz en cuyo interior tiene lugar el conocimiento individual. Como dijo John Dewey, existe una «experiencia en la que se sustenta el conocimiento y su objeto, y cuya parte esquematizada o estructural es». Sólo hallamos la «realidad» en la experiencia intuitiva inmediata, diferenciada del raciocinio intelectual. Ya Nietzsche preconizó el rechazo de la percepción inmaculada: si queremos conocer la música, no la analizamos por notas o vibraciones, nos limitamos a oírla. Podemos llevar últimamente a cabo esta última función, pero debemos reconocerla por lo que es: una función secundaria y derivada.

Es en este sentido en el que Bergson y los pragmáticos coincidieron con los objetivos de Edmund Husserl, actualmente considerado el fundador de la fenomenología, que también filosofó a finales de siglo, aunque por entonces fuera menos conocido que Bergson. Husserl utiliza el marbete «fenomenología» en 1900 para referirse al estudio sistemático del modo en que las cosas y los conceptos son directamente dados a la mente, al nivel más profundo y más «real», exactamente como ocurre y no como se formaliza a través del pensamiento conceptual.

El inglés Ferdinand C. S. Schiller y los italianos Giovanni Papini y Giuseppe Prezzolini representaron el pragmatismo en Europa, mucho menos relevante que en los usa, representado por William James, hermano del novelista Henry James, y hombre de fama internacional que conoció tanto a Bergson como a Schiller y Papini. El pragmatismo en Europa tuvo afinidades con los mensajes de la revuelta y la liberación: negaba la existencia de una verdad abstracta y definitiva y sostenía que la verdad la hacemos a medida que actuamos. La vida es un experimento abierto en el que constantemente contrastamos nuestras hipótesis con la realidad y utilizamos nuestro intelecto como herramienta.

Hacia 1900, el pragmatismo fue popular en Italia, pero se disuelve en virtud de su imprecisión: estaba a favor de «la libertad, la creatividad y la originalidad», y, con ello, atrajo la voluntad de los poetas. Posteriormente, Papini se hizo fascista, lo que quizá es una muestra más del carácter camaleónico del pragmatismo y de su disposición a aferrarse a todo credo activo que pareciera dotado de vitalidad, hecho que por extensión se ha achacado al bergsonismo.

Bergson extendió su influencia a corrientes de pensamiento más amplias de su época. El énfasis en el valor de la experiencia religiosa, qua experiencia, es visible en William James y sus conferencias sobre Las variedades de la experiencia religiosa. Está visible en el interés riguroso por los fenómenos psíquicos paranormales, a los que C. D. Broad, prof. de filosofía en Cambridge, prestó su nombre. O en el interés de George Santayana por el «espléndido error» de la fe católica, un gran mito: aunque es obvio que las religiones no son literalmente verdaderas, sólo una persona superficial se cree libre de ellas en cuanto se puntualiza este hecho. También estuvo presente en la renovación católica entre las mujeres y los hombres de letras, no sólo entre los intelectuales de uk y los de Francia, pues abarcó una mayor extensión: existía una propensión y debilidad acentuadas hacia el hecho de tratar la religión no como verídica, sino como útil o algo grato en lo que creer. Más adelante, Simone Weill se quejaría de que Bergson planteaba la fe religiosa «como una píldora rosa de categoría superior, que comunica una cantidad prodigiosa de vitalidad». El vuelco a la religión de una forma autoconsciente, su tratamiento como poesía o como mito agradable, fue un rasgo característico de la vanguardia fin-de-siècle. Carl Jung consideró a la religión como una buena psicoterapia.

En Alemania, se hablaba del renacimiento de la metafísica y se citaba a Eduard von Hartmann, Rudolf Hermann Lotze y Rudolph Christoph Eucken. Max Scheler se presentaba como un buen complemento de Bergson o de Santayana: un filósofo no dogmático, introspectivo, estético y sensible. En uk, el idealismo hegeliano tomó el rumbo de un mayor personalismo y la conciencia de la naturaleza de estructuras múltiples de la realidad (Francis Herbert Bradley, J. M. E. McTaggart). — la influencia más notoria de Bergson se produjo en el ámbito de la literatura.

Aunque Bergson contribuyó a la renovación de la religión y la metafísica y a un subjetivismo no doctrinario que ponía el énfasis en la experiencia por sí misma —participando en el gran flujo de la vida— , se le reconoce como el filósofo de los poetas y novelistas. Inspira directamente a los poetas de la imaginación, y a los novelistas del «fluir de la conciencia». Su influencia es innegable en algunos de los movimientos literarios, desde el simbolismo al expresionismo.

Bergson estimuló la imaginación artística para que sondeara sus niveles más profundos, rompiendo con el pensamiento racional a la búsqueda de la experiencia espontánea… para encontrar, suponía, la realidad suprema.

Es necesario comparar el mensaje bergsoniano —como el de Nietzsche y el de William James— con el virtual monopolio del conocimiento por parte de la ciencia. Bergson acabó con las prescripciones positivistas sobre las especulaciones religiosas o metafísicas.

Entre sus recuerdos sobre los que Bergson significó para su generación, Étienne Gilson escribió: «Por primera vez desde los tiempos de Comte y de Kant la metafísica libró, en su propio terreno, una lucha contra el determinismo científico y la ganó». Charles de Gaulle dijo de él que «renovó la espiritualidad francesa».

Los acontecimientos posteriores pusieron de manifiesto los riesgos de esta «filosofía alegremente afirmativa»: su aprobación de todo lo activo y dinámico desembocaron en la aceptación de la guerra y el fascismo.

Bergson sobrevivió a los conflictos de las primeras décadas del siglo xx, y alumbró su obra más lograda, Las dos fuentes de la moral y de la religión (1932). Es un texto denso, cuyo tema general se ajusta a su visión primordial de que la humanidad necesita superar la razón científica práctica con las ideas creadoras de la religión y la poesía. A mitad de camino entre Nietzsche y Freud, Bergson estudió el interior de la mente humana, de la dimensión subjetiva, del yo desconocido.

Roland N. Stromberg, Historia intelectual europea desde 1789, Madrid, Debate, 1990, pp. 278-283.


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