La literatura ensayística: Freud

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NAVEGACIÓN: Monografía independiente de la línea secuencial principal. Para salir utilice «TODAS las SECCIONES»

Material complementario disponible:
Secuencia cinematográfica: Pasión secreta/J. Huston - ACCEDER
Lectura complementaria: La interpretación de los sueños. Cap. I./S. Freud - ACCEDER



N. E. CENTURIA XX: El texto de Pietro Citati que sigue, lo ubica el autor como epílogo de los estudios sobre la novela del siglo XIX, El mal absoluto. En el corazón de la novela del siglo XIX, (2000), al estimar que ofrece la lectura más integral, en su relación con las circunstancias sociales y personales que conformaron el humus de su gestación y desarrollo; y, a la vez, con una singular técnica de narración narrativo-memorialística, se adentra en una interpretación hermenéutica, apegada al propio texto, de La interpretación de los sueños. Acompaña al texto de Citati algunas inserciones muy significativos de la película que rodó, con grandes dificultades, John Huston sobre Freud. Película irregular y quebradiza en general, pero que, en su interior encierra «joyas», en las que Huston logra «visualizar» un sistema de pensamiento. Jean-Paul Sartre colaboró en el guion.

Toda la vida de Freud estuvo dominada por el sentido de una falta o una oscura herida. Cuando nació los dioses no posaron sobre él su mirada benévola; la naturaleza lo había excluido de sus más generosos dones, sustrayéndole la capacidad de vivir gozosamente, de participar en el mundo y ser feliz. Se sentía anguloso, tosco, falto de armonía, privado de gracia y naturalidad, enredado en una especie de triste desmaña.

Si pensaba en el padre, tan amado y odiado, recordaba con un deseo doloroso aquella «mezcla de profunda sabiduría y fantástica desvergüenza», que él no conocía. Si pensaba en los amigos a los que estuvo más profundamente unido (Breuer, Fliess y Jung), en los amigos que él abandonó o en los que lo abandonaron, advertía en ellos un genio, una gracia, una espontaneidad, una ligereza brillante que a él, serio y complicado, alguien le había dificultado. La felicidad no estaba hecha para él, sino para ellos. Aquello que los otros poseían sólo con nacer —la alegría, el secreto de la vida, la benignidad de la naturaleza— él tenía que ganársela con tenacidad, violencia y dureza inflexible; con su pasión devoradora y tiránica, su espíritu de conquistador y gran guerrero que, como Aníbal y Napoleón, partía con pocas tropas al asalto del universo.

En los años de la juventud y la madurez no conoció jamás el don de la amistad viril entre personas que saben que son diferentes y aman en el otro esa diferencia. ¡Qué desesperadas, románticas y desgarradoras fueron sus amistades! Experimentaba un exacerbado complejo de inferioridad frente a aquellas personas brillantes y felices; le invadía un sentimiento de suavidad y estática perdición, e inmediatamente después, o algún tiempo después, surgía en él una agresividad sin límites, un odio y un rencor que a menudo desembocaban en las fantasías del fratricidio y el parricidio. Para él, el «gran amigo» sólo podía ser el fuego donde se concentraba su pasión: todo el amor y el odio que llevaba en su corazón.

Con inteligencia muy lúcida, trató de descubrir las causas de esta tendencia: las descubrió en la relación infantil con un sobrino un año mayor que él; todavía más atrás en el tiempo, estaba el amor ambivalente hacia el padre, de modo que todos los amigos de la madurez no eran más que pálidas reencarnaciones de su afecto primario. ¿Tenía toda la razón al atribuir su agresividad a su complejo de Edipo? ¿O su amor-odio nacía también de su temperamento melancólico, con sus incesantes ciclos y retornos? ¿O tal vez cualquier gran amor se nutre en lo más íntimo del fuego negro y abrasador del odio?

En los primeros tiempos, la amistad con Wilhelm Fliess carece de sombras. Nos es posible imaginar un afecto más delicado, femenino y efusivo. Quería la amistad de Fliess: le quería, le admiraba de modo casi servil; sólo creía en él; necesitaba tenerlo cerca y vivir a su lado; creía que su cuerpo experimentaba por él «una secreta simpatía biológica»; y con devoción de novia temía que el otro le abandonase o muriese. Fliess le proporcionaba consuelo, comprensión, confianza, ánimo, aprobación: era su único público. Anhelaba sus encuentros, que con lenguaje académico llamaba «congresos», los esperaba con impaciencia, «como se espera calmar la sed y el hambre», y le dejaban una felicidad, una euforia, un fermento juvenil de ideas, que le permitían trabajar unos meses. Nunca se había abandonado de tal modo a su necesidad de ternura; nunca había desvelado de tal modo sus sentimientos, con tanto candor, tanto arrebato, tanta volubilidad y suavidad que todavía hoy encogen el corazón. A pesar del afecto, sabía con exactitud lo que Fliess representaba para él. Era su doble, que debía concordar con él y completarlo, como la figura y su reflejo en el espejo. Era el médico total del alma y del cuerpo, mientras que él era sólo el médico de las histerias; la luz, quieta en el cielo o fugaz como un meteoro; en cambio, él era la oscuridad; el señor de los espíritus, el maestro de los sortilegios, en tanto que él tenía la sensación de no haber salido del reino de los demonios.

Hoy las ideas de Fleiss nos parecen ridículas y poco serias: como alguno ha dicho, el sueño de un paranoico. Su ambición no podía ser mayor. Aunque se expresaba en los términos de la biología positivista, trataba de construir una ciencia unitaria del universo, como los astrólogos y los alquimistas renacentistas habían indagado las misteriosas correspondencias entre el microcosmos y el macrocosmos, entre las estrellas, los animales y las piedras. Pensó que había descubierto las secretas cifras periódicas a las que obedecen los estadios de la evolución humana, nuestras enfermedades, la fecha de nuestra muerte, la vida orgánica, el reino animal, el movimiento elíptico de la Tierra en torno al Sol y los lejanos movimientos de los astros. Había revelado la bisexualidad de todos los seres humanos, la correspondencia entre el último estertor de la madre y el periodo menstrual de la hija, la presencia de un órgano sexual en el cerebro, la relación entre la nariz y los órganos sexuales. De todo esto deducía una práctica médica. Si todo estaba ligado a los números, si una cadena armónica descendía desde los astros a nuestra psique, podía sanar el alma curando el cuerpo y curar los trastornos del sistema nervioso con una pequeña operación en la nariz.

En estos años, Freud Proclamó su fe absoluta en los descubrimientos de Fliess, vio en él al «Kepler de la biología» y pensó fundir los descubrimientos de ambos en una sola ciencia. No podemos pensar que cedía solamente al afecto. El sueño de Fliess era sólo una prolongación de su sueño: Fliess era el hombre que se había atrevido a imaginar lo que él, por su mediocridad y timidez, no tenía el coraje de pensar e interpretar. Cuando afirmaba que el origen de la neurosis es el coitus interruptus y que la melancolía nace de la masturbación, buscaba la «llave que abre todas las puertas». Como el más atrevido de los magos, quería empuñar la varita mágica de Fausto, descender hasta las Madres, descubrir la ciencia global del ser. Bajo el lenguaje de Helmholtz y de Brücke, que retorna al Proyecto de una psicología para neurólogos y otros escritos, también él era un astrólogo y un alquimista que experimentaba el «presentimiento simbólico de realidades desconocidas». El psicoanálisis no se formó en el laboratorio experimental de un científico que estudiaba las «neuronas» como se podían estudiar los neutrones y los electrones, sino en el diletante sueño cósmico de un brujo moderno que, sin saberlo, se vestía con las ropas de un brujo antiguo.

Esta alianza entre dos brujos condujo a una especie de sacrificio ritual: el de Emma Eckstein, una paciente de Freud, inmolada en el altar de la correspondencia entre alma y cuerpo. La mujer era una histérica: tenía dolores de estómago, dificultades para caminar, irregularidades menstruales. Freud lo atribuía al hecho de que se masturbaba, mientras que Fleiss pensaba que era posible curarla con una operación. En febrero de 1896, fue a Viena y le extirpó fragmentos óseos de la nariz. Unos días después, Emma Eckstein sufrió violentos dolores, hemorragias y secreciones fétidas. Un médico descubrió que Fliess le había dejado medio metro de gasa en la nariz. Lo extrajo, pero la enferma perdió mucha sangre, su rostro se volvió blanco, los ojos se le salían de las órbitas, el pulso se detuvo. Delante de aquel rostro pálido y moribundo, Freud se sintió mal, corrió a la sala contigua y bebió una copa de coñac; después regresó a la habitación de la enferma, que lo acogió diciéndole: «Aquí está el sexo fuerte». Después de cierto tiempo, Freud recuperó la confianza en el amigo y llegó a atribuir las hemorragias de Eckstein a la histeria de ésta. Pero el gran sueño de curar el alma a través del cuerpo había muerto dentro de él. Ya no podría comprender, con una única «llave», la totalidad de las cosas: aquel irónico medio metro de gasa lo expulsaba para siempre del mundo de los cuerpos.

… … … … …

Pasó años oscuros. Sufría ataques de taquicardia con violentas arritmias, dolores en el pecho y en brazo, y disnea. Max Schur, le médico de su vejez, pensaba que había sufrido una trombosis coronaria; Ernest Jones, su biógrafo, creía que se trataba de una psiconeurosis muy grave. Tenía atroces ataques de angustia y la certeza de estar condenado a morir prematuramente. Como todo melancólico, su humor sufría constantes saltos, flujos y reflujos, euforia y abatimiento, alegría, exuberancia, confianza en sí mismo y dudas, inhibiciones, pensamientos velados y crepusculares, apatía. Cuando la depresión le atacaba, perdía el placer de vivir y escribir, ya no podía pensar ni trabajar, todo en él quedaba bloqueado y quieto —«como en el castillo de la Bella Durmiente, cuando se produce la catalepsia— y el sentimiento de opresión generaba incesante imágenes de muerte.

En octubre de 1897 murió su anciano padre. Aquella pérdida, «la más desgarradora en la vida de un hombre», lo hirió profundamente, en una zona del alma oculta a la conciencia; el pasado que llevaba en él, sellado tras mil defensas, lo asaltó con violencia y, del mismo modo que Eneas bajó al Hades para buscar a Anquises, también el bajó a los infiernos a buscar al padre. Comenzó a analizar sus sueños. Vivía dentro de sí mismo, como dentro de una fosa oscura, con los apagados vueltos a la tiniebla, perdido en su propio inconsciente. Retornaba al pasado con rápidas asociaciones de pensamientos, rastreaba algunos tristes secretos de su vida hasta sus primeras raíces, sus estados de ánimo variaban como los paisajes delante de los ojos de los que viajan en tren. Había días en que destellos de luz le iluminaban el ánimo y el pasado se revelaba como una preparación del presente; días en que permanecía estupefacto y aturdido por los sueños; otros en los que tenía la aguda sensación de dedicarse a una actividad prohibida, sufría ansiedad y angustia, encontraba terribles resistencias, como si su camino tuviera que conducirlo al descubrimiento de secretos vedados, y renunciaba porque no comprendía sus fantasías inconscientes. Pero nunca abandonó su autoanálisis. Tras las grandes desilusiones que había sufrido, después de haber renunciado a encontrar en el mundo de los cuerpos la curación de las enfermedades de la psique, aquel interrogar, subdividir, desmenuzar los sueños era la única cosa sólida que le quedaba, la roca a la que podía aferrarse en la soledad y la desolación. Admiraba la «belleza intelectual» de su empresa, sabía que allí encontraría la verdad y el camino de la curación, si es que para él había curación posible. No estaba totalmente solo. Escribía a Berlín, donde vivía Fliess, con una ingenuidad y un coraje que hacen de estas cartas las más bellas de su epistolario: el amigo era el demonio feliz que lo acompañaba de lejos en su descenso al Hades.

Comenzó a escribir La interpretación de los sueños con una pasión, un arrebato y un furor poético como un científico no había sentido nunca. Para escribir no necesitaba estar feliz o aplastado por la desventura; para que el estilo bajase a las profundidades y, al mismo tiempo, brillase y resonase en la superficie, necesitaba «sentirse un poco abatido». Trabajaba diez horas al día. Después, en las horas nocturnas, de once a dos, permanecía en su estudio de la planta baja fantaseando, conjeturando e interpretando. A veces las ideas le rehuían y no acudía ninguna nueva idea a visitarlo; y conocía días de terrible aridez, con todas las fuentes secas dentro de él, en el silencio y la soledad, casi pasmado, con la impresión de estar paralizado ante un muro. A veces notaba que algo comenzaba a aflorar, tenía bruscos presentimientos; después, lo asaltaban las ideas, como las olas del mar o una improvisada marea o una devastadora inundación, y él dejaba que irrumpieran tumultuosamente, retirando de la puerta a los vigilantes del intelecto. Entonces conocía esa iluminación intelectual para la que un tiempo se creyó negado. Todos los velos se levantaban y le parecía que tocaba con sus manos un fragmento de lo invisible.

Siguió escribiendo. Con la pasión devoradora y tiránica, la curiosidad, la osadía y la tenacidad del conquistador, se lanzó a su empresa: a veces le parecía que un carcinoma lo devoraba y no dejaba en él nada de humano. Su espíritu trágico —que no conocía momentos de libertad, tranquilidad y juego— le imponía rastrear la misma necesidad que llevaba en su interior a las formaciones del sueño y del alma, y en todas partes, incluso en signos mínimos, en las menores eflorescencias, descubrió una espesa selva de significados que abolía en todas partes el caprichoso reino de la casualidad. Estaba habitado por una extrema polaridad de tendencias. Por un lado, era igual que el antiguo filósofo de la naturaleza y un físico-matemático: buscaba un principio unitario, un único fundamento, una única ley con la que dominar el mundo de los sueños. No existía nadie más monista que él; a veces tenía la impresión de que tenía algo de maníaco en esta tendencia, pero inmediatamente después intuía que sin aquel primum se sentiría perdido. Por otra parte, mientras montaba y desmontaba los mecanismos de la psique, ¡qué ágil era, cambiante, proteico, polimorfo, aterciopelado, capaz de captar las más sutiles metamorfosis del alma!

En el verano de 1899, alquiló una granja en Berchtesgaden. Escribía en una amplia y tranquila sala de la planta baja con vistas a la montaña, protegido por sus «sucios y viejos dioses»; escribía deprisa, con furia, como un sonámbulo, entre ocho y diez páginas al día. Más que un tratado, construyó un gran laboratorio científico, una obra todavía in fieri, que se discute y pone en tela de juicio a sí misma, avanza y retrocede sin cesar. Borró la oscura incertidumbre de la que había nacido el libro. Todo en él es alegre, activo, febril, habitado por el placer de tener ideas y de navegar con lucidez por el mar del inconsciente.

La interpretación de los sueños está repleta de una abundante serie de citas y alusiones literarias —Sófocles, Virgilio, Shakespeare, Goethe— que demuestran hasta qué punto la inmersión onírica despertaba el fuerte sentido mítico de Freud. Estas citas —no los discursos y las definiciones intelectuales— tienen el deber de expresar su intuición del inconsciente. Quizás había combatido con Dios, como Jacob había combatido con el ángel; había tratado de descubrir los secretos de los dioses del Olimpo, de los astros, de la uz, de la conciencia y de la totalidad de la vida. Pero había fracasado, Fliess lo había traicionado en su lucha con la luz y la existencia. No le había quedado más remedio que descender a las tinieblas, al abismo, a los infiernos, al reino del Aqueronte. Allí habitaban los reinos de la noche: los Titones, que soportaban desde tiempos inmemoriales las rocas que giran sobre ello y que, de vez en cuando, se sobresaltan con el estremecimiento de sus miembros; los demonios, las Furias, que llevan el luto y siembran el odio; las Madres, a las que Fausto había visitado en las profundidades de la Tierra. Éstos eran los únicos dioses a los que él podía conocer. Allí vivía el numinoso, el tremendum, el inolvidable e indestructible, por el cual sentía una infinita veneración y un infinito terror. Su camino estaba trazado. Como el arqueólogo, tenía que descender estrato por estrato, desenterrando la ciudad sepultada, hasta la última Troya; como el minero, debía excavar constantemente nuevos pozos en los que encontrar los pensamientos del sueño.

Lo paradójico es que esta intuición míco-sagrada del inconsciente, entretejida con tanta sutileza y elegancia, queda confinada a las alusiones literarias de La interpretación de los sueños. En los sueños que Freud cuenta, y que en gran parte extrae de sus noches, falta todo rastro de mito y de lo numinoso. Como observa Marthe Roberts, los enamorados de las grandes fantasías oníricas románticas tendrán que buscarse otros textos, Jean Paul o Jung. La razón es doble. En primer lugar, porque al escribir su libro, Freud censuró violentamente sus propios sueños por pudor, discreción, temor, deseo de respetabilidad del ego. Todos los sueños sexuales, especialmente aquellos en los que afloraba la atracción edípica hacia la madre, no llegaron al libro. Era la culpa suprema sobre la que no podía escribir en público, Los pecados que confesó al analizar su actividad onírica o que reveló sin quererlo son, sobre todo, pecados del ego: odio al padre, rencor hacia los hermanos y los amigos, envidia, hostilidad hacia los colegas, deseo de éxito (renegando incluso de la propia raza), culpas hacia los enfermos… pecados incluso más vergonzosos quizá, pero que no violaban el recinto sagrado de la psique.

La segunda razón es más significativa. El inconsciente freudiano, como se nos muestra a partir de los sueños no es ese mar tenebroso y continuo, ese Aqueronte perezoso y convulso, ese flujo indivisible del que nos han hablado Dostoieski y Proust. El sueño está compuesto de microscópicos fragmentos, de unidades imperceptibles de mínimas tarjetas que después el inconsciente encaja entre ellas hasta lograr un conglomerado ingenioso. Y así, al leer La interpretación de los sueños, el escalofrío oscuro que nos había dejado el dios de la noche desaparece o resulta modificado. El dios del inconsciente no parece un Titán o una Furia ni, mucho menos, las Madres. Se asemeja mucho más a una figura que encontramos continuamente en la vida diurna: un tejedor ante su telar, un artesano que hace mosaicos o taracea, un jugador de ajedrez que calcula los movimientos de sus piezas e, incluso, un cínico embaucador, hasta tal extremo miente, se enmascara y está privado de espíritu. Su actividad es formal y combinatoria: mientras Freud lo espía, el inconsciente, lúcida, geométricante, con una regularidad y una precisión de reloj, oculta, omite, condena, traduce, transforma, mueve… El gran descubrimiento que Freud mostró al siglo que comenzaba fue que el tremendo dios del Aqueronte actuaba como un meticuloso artesano.

No sabemos cómo reaccionó el espíritu profundo de Freud ante tal descubrimiento. Por una parte, la percepción de esta actividad formal y combinatoria, que en cierto modo se asemeja a una actividad racional, podía calmar su inquietud y terror ante las tinieblas. Pero por otra parte, si el inconsciente también posee las cualidades que habitualmente atribuimos a la consciencia ¿no será una fuerza terrible, capaz de vencer cualquier resistencia de nuestras fuerzas conscientes?

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Aquel largo adentrarse en los sueños, aquel incesante buscar entre la sombras y los espectros del propio pasado, aquel doloroso neuroanálisis, concluyó a la vez que el libro. Freud había expuesto algo que nunca se había atrevido a esperar: el nacimiento de una nueva ciencia, la conquista de un nuevo territorio en el que atrevido aventurero se apresuró a situar sus banderas y sus tropas. Pero no estaba curado. Aunque se hiciese «más normal, controlando ciertos síntomas neuróticos, como la fobia a los viajes, las cefaleas y el miedo a morir pronto, el complejos de Edipo continuó vivo en él, implacable. No venció su sentimiento de amor-odio hacia los amigos, hacia el otro, su violencia y sus agresivos furores, como su relación con Jung volvió a sacar a la luz. Reforzó su superego y no tenía necesidad de ello. Unos años después, Kafka escribió que el autoanálisis es el reino del Maligno: «Obsérvate es la palabra de la serpiente». A pesar de lo que Freud pensaba, el reconocimiento intelectual de los propios traumas y pecados no ha asegurado nunca nadie la purificación y la curación del alma. En una estupenda carta de 1900, Freud anunció a Fliess su próxima separación de él: «Todo me hace pensar que te evitaré». Se despidió como se despide la parte más dolorosas e insoportable de la propia alma. No sólo apartaba a un amigo.

Con el mismo gesto brusco, apartó de él las sombras del pasado, surgidas de «la fosa oscura de los sueños», donde —confuso, soñador y estático— estuvo a punto de perderse durante unos años. Mató la parte suave y femenina de él; se envaró y confió a los guardianes de la conciencia. A partir de entonces contemplaría el inconsciente desde la roca de la conciencia, sin mezclarse más con las sombras sedientas de sangre, perdiendo aquel contacto inmediato con la tiniebla. ¿Quiso demasiada luz? ¿O es que cualquier descenso sistemático a las tinieblas, cualquier voluntad de aclarar completamente lo oscuro se expone a matar el inconsciente y su alimento? ¿Tenemos que mantenerlo en nosotros, custodiarlo en su secreto, evitando su exploración y recogiendo sólo los vespertinos vislumbres que envía a la luz?

Pese a su deseo, Freud no consiguió apartar a Fliess de su memoria. Su recuerdo siguió torturándolo: no podía regresar a las ciudades en donde habían estado juntos y, diez años después, continuaba soñando con él todos los noches, como si su consciente intentase recuperar el tiempo pasado o tratase de comprender —en vano, míseramente, como hace el inconsciente— por qué se habían separado.

Pietro Citati, «Epílogo. La interpretación de los sueños», en El mal absoluto. En el corazón de la novela del siglo XIX, trad. Pilar González Rodríguez,
Barcelona, Círculo de Lectores / Galaxia Gutenberg, 2006, pp. 515-518.


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