Literatura autobiográfica. Diarios: Lou Andreas Salomé

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Lectura complementaria: Retrato de filósofo con bigote/Lou Andreas Salome - ACCEDER



Stéphane Michaud, «En Russie avec Rainer 1900. Journal inédit», Lou Andreas-Salomé. La aliada de la vida, 2001. (Paratexto)
Este diario de viaje, iniciado en Moscú en abril de 1900 y finalizado en Finlandia en el mes de agosto del mismo año, constituye un documento literario de primera importancia. El diario esclarece informaciones esenciales sobre la compleja evolución de su autora, Lou Andreas-Salome. Lou, a quien Nietzsche denominaba como la «joven rusa», se reeencuentra con los vastos territorios del país de su infancia. En el umbral de su madurez, su propio destino se descifra delante de ella, de una forma que presagia una plenitud completa. El diario se ofrece también como oportunidad para una reevalución, de una atalaya desde la que descubrirse a sí misma. La cultura es para la autora, ante todo, un arte de la existencia y un itinerario-peregrinación hacia completar todas las posibilidades que se le ofrecen para un cumplimiento, para el logro, de sí misma. La Rusia que nos evoca en el diario es la misma Rusia en la que Tolstoi es idolatrado (a quien como pareja de viajeros, Lou y el poeta Rainer Maria Rilke van a visitar a su hacienda rural). Y es la Rusia de los movimientos revolucionarios que precederán, en primer lugar, el fracasado intento de alzamiento de 1905, y, años después, la Revolución Bolchevique de 1917. El diario testimonia, a la vez, las tensiones internas que, en gran medida, impiden a Andreas-Salome conciliar una tradición y una herencia secular, el alma rusa, con las tendencias necesarias hacia la modernidad occidental. Stéphane Michaud no utiliza en vano el término «naïveté».

Tula. Chernígov

Ayer por la noche, Storozhenko trajo a la mesa de té una carta escrita por Tolstói a una tía suya, que ya es bastante mayor. Empezó a leérnosla y recuerdo que a la mitad venía a decir más o menos lo siguiente: «Como es natural, el dolor y la muerte del cuerpo nos horrorizan, y no puedo comprender cómo una persona adulta, que haya madurado y superado la infancia, puede vivir feliz con esta perspectiva, aunque su vida sea vano disfrute. De ello se sigue que la búsqueda del placer y de la felicidad no puede ser el verdadero camino de la vida, pues no evita que nuestra existencia se envenene con el hecho cierto de nuestra muerte física entre atroces sufrimientos. En cambio, si sólo vivimos para cumplir la voluntad del Padre, seremos inmunes a ese veneno -Storozhenko intercala una observación: "¡Nada de eso, el veneno seguirá estando ahí!"-, y encontraremos fortaleza y consuelo. No estoy diciendo que sea mi caso, pero me esfuerzo a diario por alcanzar este ideal. Usted debería hacer lo mismo. No puedo desearle nada mejor. Contemplemos nuestra vida como una tarea que ha de cumplirse y nuestra existencia se verá libre de preocupaciones. De este modo disfrutaremos de una paz que ni siquiera la muerte puede perturbar, una paz inconmovible, que buscamos en vano en los placeres terrenales».

La misma noche Storozhenko contó cosas muy hermosas de los russkie neudachnie, rusos infortunados, es decir, los criminales.

El diecinueve de mayo, según el calendario ruso, estuvimos en Yasnaia Polaina. De madrugada el cielo estaba gris, pero poco a poco se tiñó de un azul radiante, que fue apagándose a lo largo del día hasta que al final de la tarde cayó una ligera llovizna. Un paisaje ruso dulce, fascinante, una llanura sinuosa y, sin embargo, rotunda, con amplios pastos en los que se abrían los lirios de los valles, una cantidad formidable, que contrastaban con el tono azul de los nomeolvides de grandes yemas y mil formas diferentes. Los troncos de los abedules eran blancos como la nieve. Aunque predominan sobre cualquier otro árbol, también hay robles muy antiguos entre ellos, cubiertos de tierno follaje.

En el parque de Yasnaia Poliana hay una gran avenida de abedules en la que comienzan a abrirse claros a medida que los árboles centenarios van desapareciendo. «También los abedules acaban por morir, incluso antes que el resto de los árboles», comentó el hijo mayor de Tolstói [al margen: Lev Luovich] mientras nos guiaba a través de los jardines.

Luego, cuando volvimos a recorrer el camino con el propio Tolstói, ya no nos fijábamos en lo que había a nuestro alrededor, sino en él y en cómo percibía este paisaje: se inclinaba de vez en cuando para coger flores, primero centaureas amarillas, luego nomeolvides. Las cortaba con un movimiento rápido de la mano, que arqueaba ahuecándola como si se tratase de una hoz, como quien sorprende a una mariposa, como si quisiera llevarse consigo el torrente aromático que desprendía el tallo herido. Aspiraba su aroma intensamente, manteniendo la florecilla pegada a su cara hasta agotarla, y luego la dejaba resbalar al suelo.

Desde el principio, en cuanto apareció detrás de la puerta de cristal del recibidor -nosotros acabábamos de entrar en el porche en cuya barandilla se han tallado todo tipo de figuras: muñecas, gallos, caballos-, nos causó una profunda emoción, quedamos conmovidos por aquel hombre excepcional, completamente espiritualizado, como si ya no perteneciese a este mundo. Una figura enjuta, encorvada, con un chaleco de punto de color amarillo y una gorra alta por debajo de la cual sobresalía el cabello blanco, unos ojos claros, un rostro lleno de sensibilidad y también de pesadumbre, con una indudable distinción, como si estuviera por encima de todo o de vuelta de todo. Un humilde campesino, un ser mágico… eso es lo que parecía.

El viento nos acompañó durante todo el camino. Soplaba violentamente de costado. En esos instantes no se me habría ocurrido ningún lugar donde aquella figura encajase mejor: azotada por los elementos, atrapada en la tormenta, desvalida y, al mismo tiempo, plantando cara al temporal con una fuerza misteriosa, sublime. Vive como un extraño en su propia casa, solo, apartado, distante, totalmente ajeno al mundo. Tiene un comedor amplio y alargado en el que se pueden ver retratos de sus abuelos colgados en las paredes y dos bustos suyos (obra de Trubetskói y de Repin) en las esquinas, pero él nunca ocupa su sitio en la mesa, es como si aquella habitación no tuviera nada que ver con su persona [anotación en el margen de la hoja: Y no sólo porque comiera avena en lugar de asado como los demás].

Voy a ir anotando poco a poco lo que dijo, tal y como me va viniendo a la cabeza, no lo puedo hacer de otro modo. Su figura animaba aquel cuadro doméstico envuelto en una paz que tratamos de respetar tanto como pudimos. Le dejamos en su círculo familiar y pasamos largas horas paseando por Yasnaiahasta llegar a Koslovska- Yasenka. Hoy tendremos que partir, pero aún nos queda medio día que disfrutar. En la mesa siguen estando las nomeolvides que arrancamos ayer.

Mientras pasábamos por delante de las dachas diseminadas alrededor de la estación de ferrocarril, entre el follaje verde de los abedules, pensando que tal vez había sido la última vez que íbamos a ver a aquella figura tan conmovedora, tan amada, me vinieron a la mente algunos recuerdos de la infancia, meras impresiones sin relación entre sí. Las dachas que estaba viendo, con sus jardines verdes, húmedos, las ventanas sin cortinas, las verandas recién pintadas, me hicieron comprender de repente el motivo de la melancolía que experimentaba cada vez que nos trasladábamos al campo.

Era como si desembalásemos la primavera, igual que acabábamos de embalar los muebles y los enseres de la vivienda que ocupábamos en la ciudad. Eran momentos de incertidumbre dominados por lo imperfecto, por lo provisional, incluso en la casa: olor a pintura, sábanas húmedas, aire frío, áspero, mezclado con un olor especiado a abedul y a lilas, pájaros que trinaban jubilosos… Poco a poco iban despertando todas las imágenes de los veranos anteriores, llenas de aromas, calidez y alegría, como si surgieran de un pasado remoto, pálido, igual que cuando uno visita unas ruinas, como si aquel lugar se hubiera transformado durante el invierno, separándose de la realidad. De ahí la melancolía, la inquietud y la nostalgia que se mezclaban en mi alma. Tal vez hubiera también un componente puramente fisiológico.

Parece que el alma infantil intuye de alguna manera que uno ya está a punto de dejar de ser ese niño inocente que disfruta de las cosas sencillas. Cada año le cuesta más trabajo integrarse en esta naturaleza, donde la vida siempre es alegre, cada año es más consciente de que, para disfrutar de la primavera, debe desembalarla primero y hacerle un sitio en el mundo de lo prosaico, sabe que los pájaros y las florecillas ya no son suficientes para que se opere el cambio. Cada nuevo traslado es la señal de algo que ya se empieza a perder, una mirada atrás, un lapso de tiempo. Resulta inquietante. Por un lado, uno se siente orgulloso, pero, por otro, intuye que ser adulto traerá novedades terribles y supondrá la muerte de infinidad de cosas que jamás recuperará.

La primavera rusa hace resurgir en mí algo de todo aquello. No conozco nada más melancólico ni más conmovedor que sentir cómo se aproxima y ver estas casas aún medio vacías.

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