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Secuencia cidematográgica: La roja insignia del valor/J. Huston - ACCEDER
N. E. CENTURIA XX. En Roja insignia del valor, quizás por primera vez, la guerra deja de ser un escenario romántico para convertirse en un infierno de fango, desesperación y miedo. La novela se convirtió en un éxito que sedujoa a todo tipo de lectores. Crane conjuga la descripción expresionista del campo de batalla con las dudas que siente el individuo hacia su valor en una situación extrema. Ambientada durante la Guerra Civil Americana, un joven se alista voluntario ingenuamente para defender unos ideales que irán siendo destruidos con el fragor de los cañonazos.
La principal contribución de Stephen Crane a la literatura americana sigue siendo su novela sobre la Guerra de Secesión, La insignia roja del valor. Pero su talento era variado: un puñado de poemas experimentales todavía son capaces de hacernos vibrar y sus tres relatos mejores siguen dando satisfacciones a los amantes del género.
Corresponsal de guerra por vocación entusiasta, Stephen Crane fue el Hemingway de su época, siempre en persecución de material que convertir en arte narrativo. «El bote abierto» está basado directamente en la propia experiencia de Crane, mientras que «El hotel azul» y «La novia llega a Yellow Sky» reflejan sus viajes por el Oeste americano. La muerte de Crane por tuberculosis a los veintiocho años supuso una pérdida extraordinaria para las letras americanas y sus tres magníficos relatos se pueden considerar sus obras más prometedoras.
«El bote abierto» fue concebido para ser, como dijo Crane, fiel a los hechos, pero es muy diferente de la «La historia de Stephen Crane contada por él mismo», su relato periodístico de cómo logró sobrevivir al hundimiento del Commodore, carguero que transportaba armas para los rebeldes cubanos sublevados contra España, en enero de 1897. Muy admirado por Joseph Conrad, «El bote abierto» manipula la realidad hasta el punto de convertirla en fantasmagórica. Los cuatro supervivientes del Commodore aparecen flotando frente a una costa que, sin saber por qué, se niega siquiera a observarlos. Incluso cuando la gente de la orilla los observaba era incapaz de darse cuenta del aprieto en el que los supervivientes se encontraban. Sin otra opción que encontrar por los medios y sin ayuda dirigirse a tierra, el bote se hunde en el agua helada y Crane nada hasta la orilla con una increíble facultad. «El bote abierto» concluye con una oración que refleja la compleja naturaleza de tan terrible existencia:
«Cuando se hizo de noche las blancas olas avanzaban y retrocedían a la luz de la luna, y el viento llevaba a los hombres de la orilla el sonido de la enorme voz del mar, y ellos creyeron que podían entonces interpretarlo».
Uno piensa en Melville y en Conrad como intérpretes del espejo del mar; si Stephen Crane es su equivalente visionario, sólo puede serlo a modo de alguien un tanto ajeno. Lo que Crane transmite es la inconmensurabilidad del mar cuando es contemplado desde la tierra. Cuando pienso en «El bote abierto», lo que primero me viene a la mente es la frustración y el total desamparo de los supervivientes en el bote, incapaces de comunicarles a los de la orilla la precariedad y desesperación del naufragio. Crane, que no fue un moralista como Conrad ni un gnóstico rebelde como Melville, apenas puede revelarnos cuál es su interpretación.
«La novia llega a Yellow Sky» es una comedia genial, aunque también incide en el absurdo de la incapacidad de reconocer. Scratchy Wilson, el pistolero lunático y alcoholizado del relato, no puede aceptar el enorme cambio que le propone Jack Potter, el jefe de la policía local, desarmado y además acompañado de su nueva novia:
— Bien —dijo Wilson al fin, lentamente—. Supongo que el asunto está ya terminado.
— Está terminado si tú lo dices, Scratchy. Bien sabes que yo no empecé el lío.
Potter alzó la valija.
— Bueno, digo que está terminado, Jack —dijo Wilson. Miraba al suelo— ¡Casado!
Scratchy no era un estudioso de la caballerosidad; ocurría simplemente que, frente a esta situación desconocida, era como un niño de las antiguas llanuras.
Recogió su revólver de estribor y, colocando ambas armas en las cartucheras, se alejó. Sus pies dibujaban, al caminar, huellas en forma de embudo sobre la gruesa arena.
Al igual que en «El bote abierto», Crane se basa en la oposición total de incongruencias. Mar y tierra están tan lejos entre sí como lo están el matrimonio y Scratchy Wilson, quien sólo sabe que una parte de su mundo ha terminado para siempre. Crane actúa como intérprete y, sin embargo, se mantiene a cierta distancia de ese absurdo que está a un tris de escapar a la interpretación.
Crane trabajó mucho en la escritura de «El hotel azul», su obra maestra narrativa. El personaje del sueco es una especie de culminación de Crane: un personaje verdaderamente desagradable y cuya realidad es tan convincente que llega a ser opresiva. Seducido por el mito del lejano oeste, el sueco intenta adoptar sus códigos, pero lo único que consigue en cambio es convertirse en un bravucón y un intruso. Su pelea con el joven Scully resulta ser una victoria pírrica, pues queda totalmente aislado hasta provocar que el jugador lo mate. Lo demás es ironía:
El cadáver del sueco, que había quedado solo en la cantina, tenía los ojos fijos en un terrible letrero colocado en la parte superior de la caja registradora: «Esto registra el importe de su compra».
Pero ¿ha comprado el sueco su muerte o le han llevado hasta Ella? La ironía final de Crane consiste en revelar que el joven Scully ha estado haciendo trampas con las cartas y de esta forma provocar al sueco para que pelee con todo derecho. ¿Está en lo cierto el hombre del este cuando termina la historia afirmando que cinco hombres, él incluido, colaboraron en el asesinato del sueco? Yo creo que el lector lo interpreta de otra forma. El sueco y el mito del oeste son los únicos culpables.
Harold Bloom, «Stephen Crane (1879-1900)», Cuentos y cuentistas. El canon del cuento, trad. Tomás Cuadrado, edición a cargo de Francisco Javier Jiménez Rubio, Madrid, Páginas de Espuma, 2009, pp. 161-164
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