La danza de la muerte. Strindberg

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Escrita en 1901 –tanto la primera como la segunda parte–, La danza macabra de Augusto Strindberg adquiere en sus escenificaciones actuales dimensiones insospechadas.

Para nosotros, gente de teatro, la obra dramática en su forma literaria es sólo una fuerza en potencia, una fuerza latente en espera constante del motor escénico que revelará plenamente sus cualidades dentro del marco cultural del momento. Es por eso que digo, que La danza macabra muestra hoy día dimensiones insospechadas. He releído la obra y me he dado cuenta de eso. Tal vez no la habría leído si a un director no se le ocurriese ponerla en escena y no habría descubierto entonces las dimensiones que adquiere la obra dramática de Strindberg en nuestro movimiento teatral contemporáneo.

Ya Eugene O'Neill en los años veinte se había hecho consciente de la tremenda importancia que la obra de Strindberg tenía como generadora casi absoluta del teatro moderno. En 1924 O'Neill escribe: «Strindberg era el precursor de todo lo moderno en nuestro teatro actual… Todavía permanece Strindberg como el más moderno de los modernos, el intérprete más grande en el teatro de los conflictos espirituales característicos que constituyen el drama –la sangre– de nuestras vidas hoy en día».

O'Neill cree recibir directamente la herencia de Strindberg. Y cree recibirla más por el lado de la supuesta obra naturalista que por el lado de la obra expresionista del dramaturgo sueco, cuando precisamente casi ocurre al revés. O'Neill puede ver la realidad de una manera mucho más objetiva que Strindberg –aunque no lo suficientemente como para colocarlo dentro del realismo– cuando se lo propone. En cambio, cuando O'Neill escribe obras como El gran dios Brown sí se acerca, en todo caso, mucho más a los principios sobre los que descansa la obra expresionista de Strindberg.

O'Neill comete el mismo error de apreciación de la obra de Strindberg que cometen una gran cantidad de críticos literarios al considerarlo naturalista. Y sin embargo O'Neill lo llama en los años veinte «el más moderno de los modernos» y en eso no se equivoca. El dramaturgo sueco –curiosamente el único de renombre internacional– va más allá de la época teatral que le tocó vivir a Eugene O'Neill; llega realmente hasta nuestros días. Y todavía quién sabe si hoy nos quedemos cortos en su apreciación.

Hoy por hoy la nueva lectura de La danza macabra me da de golpe la misma sensación que tuvo O'Neill en su momento: la sensación de que Strindberg sigue siendo el más moderno de los modernos.

Es explicable el error tanto tiempo cometido de considerar naturalista una buena parte de la obra dramática de Strindberg. Históricamente era justa la clasificación. Strindberg convive en Francia con el movimiento naturalista; lee el tratado de Louis Desprez sobre el naturalismo; elogia a Zola… Strindberg hace, en suma, enormes esfuerzos por incorporarse a la corriente naturalista del momento y hace, como ensayista, importaciones importantes. Pero la práctica resulta otra.

Strindberg confía en su percepción como lo hace todo naturalista; pero no cuenta con que su peculiar estructura mental lo llevará a la creación de otra cosa muy diferente. Strindberg desea el cambio, sabe que está intentando aportar más de lo que se ha logrado hasta el momento; quiere ser personal, distinto; pero distinto sólo dentro del marco de posibilidades que le da el momento y esas posibilidades eran el naturalismo. Strindberg quiere moverse dentro de ese estilo para ensanchar sus límites y no se da cuenta él mismo de que los rompe. Siente, claro está, el cambio total de forma utilizado en sus obras fantásticas y acaba por declarar que la fantasía más extremada es para él más real que la realidad misma por ser más esencial.

Esto, sin embargo, el hecho de considerar la fantasía como la verdadera realidad, lo ha sentido siempre de una manera inconsciente en sus momentos más naturalistas. Así pues, su conformación mental le resulta más poderosa que su voluntad.

Sus piezas fantásticas no presentan mayor problema. Strindberg no se impone limitación alguna. Crea simplemente y refleja sin cortapisa la esencia más abstracta de su vida interior. Sus piezas pretendidamente naturalistas en cambio ofrecen más de un problema.

La danza macabra, para tomar un ejemplo de esta pretensión naturalista, es todavía una pieza sin clasificación estilística. Así como en su momento, 1901, y todavía en el momento de O´Neill, se le considera naturalista por desconocimiento de la posibilidad de otro tipo de clasificación; en nuestros días se le sigue llamando naturalista por desconocimiento del nombre que ha de delimitar el nuevo estilo al que debería pertenecer por razones lógicas. Quiero decir que el estilo al que pertenece La danza macabra —así como otras obras de Strindberg, naturalmente—, no nos es hoy ya desconocido, pero sigue careciendo de nombre.

Este estilo es, como cualquier otro estilo dramático, una manera de exponer la realidad observada. Habrá que ver lo que ocurre en el proceso en el caso de Strindberg. Al hacer la declaración de que la fantasía más extrema es la realidad más esencial, Strindberg nos muestra el ámbito de su existencia más sincera. Al decir tal cosa está reconociendo la distancia que existe entre su percepción y la realidad objetiva que lo rodea. Reconoce, acepta que la realidad objetiva carece para él de significado y que la esencia, el verdadero sentido de las cosas, se encuentra en el producto de su distorsión mental más extrema. En esa posición, cuando se ha acabado por aceptar que la realidad escueta carece de importancia, escribir obras fantásticas no es más que su consecuencia lógica. Sin embargo este funcionamiento operó desde siempre en la mente de Strindberg y su lucha por ajustarse al naturalismo resulta desgarradora. Este intento de interpretar la realidad utilizando banales incidentes de la existencia cotidiana, lo llevará finalmente a la creación de este estilo que hoy ya no nos es desconocido, pues lo encontramos claramente en Pinter, en algo de Genet, en Henry Livings.

A través de las obras «naturalistas» de Strindberg el espectador presencia una realidad que le es tan familiar como extraña. Advierte aquí y allá ligeras alteraciones que al irse sumando resultan fundamentales para el retrato de una existencia subcutánea reveladora de secretos conocidos pero jamás escuchados anteriormente.

«Reconocemos», más que conocemos, una realidad que ha estado viviendo con nosotros sin que fuéramos perfectamente conscientes de su presencia. El «reconocimiento» de esta realidad nos convierte en extraña, de pronto, la realidad que antes de tal reconocimiento nos era familiar. De esta manera que [sic] nos reímos de lo que antes nos conmovía hasta las lágrimas y nos aterra lo que habíamos tomado por inofensivo. Conocemos, reconocemos un mundo que ha vivido con nosotros pero que se había mantenido respetuosamente mudo para no perturbarnos en nuestro paso inconsciente por el mundo.

Si nos ponemos a analizar detenidamente cada una de las escenas que componen el total de la situación dramática en La danza macabra, nos encontraremos con que la tradición escénica que ha pretendido servirla hasta ahora no le corresponde. La seriedad incuestionable que se le ha supuesto se desmorona al examinar los extremos a que se permiten llegar los personajes a cada momento. De la noche a la mañana los personajes encanecen –y luego se sabe que sólo han dejado de teñirse el pelo–; el Capitán y su mujer inventan intrigas sin fin para desmentirlas acto seguido sin otro propósito aparente que el de exterminarse el uno al otro; ambos bailan en los momentos solemnes y se lamentan de las cosas más baladíes. La realidad está alterada apenas, pero en sus goznes más esenciales. La realidad aparente no tiene importancia; es la otra, la subcutánea, la que cuenta en definitiva destruyendo y revelando al mismo tiempo el sentido de las apariencias inútiles, de los actos gratuitos y torpes que acaban por adquirir una dimensión grosera y dolorosa en el conjunto total de la existencia.

El procedimiento dramático de las obras «naturalistas» de Strindberg está todavía por recibir un nombre adecuado.

Héctor Mendoza, «El naturalismo en la obra de Strindberg», en Diorama de la Cultura, supl. de Excélsior, 15 junio 1969, p. 7


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