Heroínas particulares

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Ninguna época quiere prescindir de sus héroes y heroínas. Tampoco la Guerra del 14. De este modo, al señalar la excepcionalidad del personaje se minimiza el reconocimiento del trabajo anónimo de la mayoría. Sin duda hubo mujeres muy llamativas por sus acciones militares en la primera guerra mundial, si bien lo importante para esta historia no son sus hazañas sino –como se verá más adelante- recabar la información sobre las normas de los estados a propósito de la militarización de las mujeres en el esfuerzo de la guerra.

De entre los nombres de mujeres que participaron directamente en la guerra, y por mencionar los diferentes países de procedencia, pueden recordarse los de la aviadora rusa, Eugenie Mikhailovna Shakhovskaya, la primera mujer piloto, que voló en misiones de reconocimiento en el ejército del Zar en 1914. Ya en 1917, el Gobierno Provisional de Rusia creó una formación de quince batallones solo de mujeres, que incluiría el Primer Batallón de la Muerte constituido por mujeres y comandado por María Bochkareva. Ellas fueron llamadas a luchar en la Ofensiva Kerensky contra los alemanes.

En los Estados Unidos, Loretta Perfectus Walsh en 1917 fue una chica a la que se permitió servir en las fuerzas armadas estadounidenses (en la US Navy Reserve) en puestos no sanitarios. Loretta llegaría a ser oficial de la Marina, ejército en el que más de once mil jóvenes llegaron a tener idéntico status al de los hombres al final de la guerra.

El caso de la británica Flora Sandes es uno de los más conocidos. Joven alistada voluntaria en el cuerpo de ambulancias de St John, vivió la crisis humanitaria de Serbia, donde se unió a la Cruz Roja. Pero, habiendo sido separada de su unidad durante la retirada a Albania, se incorporó a las filas de un regimiento serbio para así sobrevivir. A partir de ese momento, Flora se convierte en la primera mujer comisionada como oficial británica en el ejército serbio, y la única mujer que formaría parte de un listado de soldados durante la primera guerra mundial. Llegaría a capitán, condecorada con la estrella del Rey George, la más alta condecoración Serbia. Esta inglesa traspasa claramente los cánones establecidos pues era enfermera, formada y preparada a su vez para formar a otras, en la Women's First Aid Yeomanry Corps y en el servicio de ambulancias. Pero, a pesar de su destino en la retaguardia, Flora se empeñó en actuar en el frente, como un soldado más, en medio del fuego cruzado, preparando los fusiles o atendiendo a los heridos en plena acción militar. No se trataba solo de actuar como un soldado sino de ser tratada y reconocida como tal, insistiría Flora a la prensa cuando se le preguntaba al respecto. Disfrutaba –como ella reconocería en las entrevistas de que fue objeto antes de fallecer a mediados de los años cincuenta- del fragor de la batalla, entre otros motivos porque la guerra le había dado ocasión de tomar contacto de una serie de formas de libertad insospechadas en épocas de paz.

She-Soldiers: europeas de uniforme
En la Guerra del 14 las mujeres británicas tomaron nota a propósito de su relación con la guerra, con la paz y con las ventajas que la nueva situación les proporcionaba pues como he indicado, de modo paulatino, estaban adquiriendo ciertas libertades y, lo que es más importante, algunas responsabilidades sociales. Los géneros de la escritura de mujeres eran tan diversos como ellas mismas. Había diarios, historias cortas o novelas, memorias, o ensayos, etc. Virginia Woolf, tal vez la más popular e internacional, mostró su discurso pacifista en contestación a la propaganda masculina. En 1929 en A Room of One's Own, Virginia Woolf escribiría que las mujeres eran un magnífico espejo en el que los hombres se miraban porque su figura se agrandaba duplicando su tamaño, por lo que toda la gloria y heroicidad adquirida por ellos en las guerras habría quedado en nada de no haber sido por el peculiar espejo que la reflejaba. Desde esta perspectiva, el poder de las mujeres podía parecer grande, si bien lo decisivo era que ellas no sabían gestionarlo en su beneficio.

En 1914 las mujeres de uniforme, she-soldiers, aún en calidad de no combatientes, fueron toda una novedad. No habían sido las primeras en participar en las guerras, pues fue habitual su participación directa en las luchas contemporáneas, ligadas por lo general a las revoluciones o a la defensa de las poblaciones frente a los invasores. Piénsese, ya en el siglo XX, en las jóvenes milicianas españolas, muchas de ellas apenas adolescentes que en el verano del 36 visten ilusionadas el uniforme republicano y empuñan un fusil, pero que son retiradas del frente al poco tiempo, pese a estar cuando menos tan preparadas como la mayoría de los jóvenes españoles que hubieron de combatir en el frente republicano.

Aunque los datos no son precisos, algunos estudios apuntan a que fueron unas ochenta mil las mujeres que sirvieron uniformadas en los ejércitos de los distintos países en la guerra de 1914. Si bien no todas fueron combatientes, no es menos cierto que ello no las apartaba ni del campo de batalla ni de los peligros de la guerra, al igual que hubiera sucedido con cualquier soldado varón cuyo puesto no hubiera estado en primera línea del frente. Ya se ha dicho que algunas de las jóvenes que más se implicaron en la guerra tenían, como los chicos, auténticas ansias de aventura, de una vida excitante, alejada de los lugares privados en que las mujeres vivían –según la tradición decimonónica- aún confinadas. Y puesto que habían pasado a realizar tareas físicas muy duras, también ellas gustaban de desahogarse en los bares o pubs locales, bebiendo más alcohol del que acostumbraban con anterioridad. Los periódicos ingleses de la época recogían las quejas a propósito del tema, mostrándose escandalizados por el libertinaje de los hábitos de ellas, en especial porque al parecer las mujeres no dejaban suficientes reservas de licor a los hombres. Pese a la hostil campaña de prensa, en muchas ciudades británicas tanto en los pubs como en privado las mujeres seguirían consumiendo todo el alcohol que sus maridos y hermanos no iban a poder beberse.

En Europa las trabas normativas para la participación directas de las mujeres en los combates eran generalizadas. La percepción social acompañaba pues era obviamente contraria a que las mujeres fuesen a luchar al frente. Incluso en América, la mayoría de la gente las veía en las labores de enfermería o defendiendo movimientos pacifistas, pero no arrastrándose por el barro de las trincheras o matando soldados enemigos. Según un opúsculo muy popular, firmado por una tal A Little Mother y publicado en 1916, del que se vendieron nada menos que unas setenta y cinco mil copias en una sola semana, las mujeres eran personas capacitadas para dar la vida, en tanto que los hombres eran los más indicados para arrebatarla. Campañas de esta índole buscaban reforzar las líneas ideológicas habituales y acallar las inquietudes de las chicas, que iban demandando protagonismo público sobre todo en las sociedades europeas materialmente más avanzadas. Por eso, se insistía en la delicadeza natural con que las chicas preservaban la vida y cuidaban a los heridos, propios y enemigos, tal como escribía en su ensayo Golden Lads (1916), el británico Arthur Gleeson. Calmadas y pacientes, sensibles y entregadas, las jóvenes, de acuerdo a lo que sostendría este autor, eran sobre todo inmunes al interés por el peligro, el ruido de las armas y el afán de lucha física.

Tampoco las feministas europeas, especialmente allí donde el movimiento sufragista estaba más desarrollado, véase en Gran Bretaña, querían que las jóvenes tomaran las armas. La extraña alianza de las feministas y los conservadores producía un tipo de discurso en el que la implicación militar de las mujeres era una peligrosa incógnita y quizá el desencadenamiento de situaciones incontrolables. Por aquellos días, muchas de las más afamadas feministas anglosajonas eran mujeres de clase media, jóvenes con algunos recursos familiares que les permitían sobrevivir dedicadas a la tarea del activismo y, en cierto sentido, ajenas al mundo real en el que la gente, hombres y mujeres, batallaban por la consecución de los recursos necesarios con los que sobrevivir especialmente en época de crisis. Una cosa era solicitar el voto femenino y otra bien distinta hacerlo además en un viaje pleno: hacia la consecución de la libertad que arrostraba la responsabilidad plena de la que ya gozaban los varones.

El argumento de la mayoría de las feministas era la equiparación del esfuerzo de los varones en la guerra con el de la maternidad. Este –en correspondencia con aquel- merecía la cesión del derecho al voto. Este argumento ha sido habitual en el siglo XX, especialmente en aquellas naciones en las que las mujeres no hacían el servicio militar, pues ellas tenían que ocuparse de parir a los hijos, futuros soldados de la patria. Se trataba de un argumento acomodaticio y complaciente con los intereses de unos y de otras, de los más hostiles a la incorporación de las mujeres en la tropa y de las feministas antimilitaristas, que no solicitaban la igualdad por la equiparación con los varones en el esfuerzo de la defensa de la patria, sino en el ejercicio de la maternidad. El anti belicismo de este tipo de feministas demandaba la abolición de los ejércitos de reemplazo surgidos en la Francia napoleónica en 1793.

Pero a pesar de todas las trabas impuestas a la acción directa de las mujeres en los combates de la Gran Guerra, las que se empeñaron tuvieron ocasión de lucirse en los trabajos más diversos, al margen de la maternidad y la enfermería. Pese a la obcecación social en negar a las mujeres la cercanía física al combate, las necesidades del conflicto, su prolongación en el tiempo, requirieron que ellas tuvieran más actividad de la deseada en un principio. Pronto se comprobó la falacia de muchos tabúes, pues las mujeres aprendieron con rapidez a afrontar trabajos nunca imaginados, manejando por ejemplo maquinaria pesada, distribuyendo carbón, bajando a las galerías de las minas, al frente de los equipos de comunicaciones, a los mandos de un tranvía, un tren o un autobús, también manejando herramientas de maquinaria pesada, en las industrias de guerra, como bomberas… y todo ello sin apartarse de sus ocupaciones clásicas: en la familia, las granjas, los comercios, las industrias, etc… Manejaban las municiones, un trabajo muy peligroso cuyo desempeño les causaba heridas o la muerte.

En Silvertown, Londres, enero de 1917, una explosión mató a sesenta y nueve trabajadoras e hirió a otras cuatrocientas, si bien los datos reales son desconocidos, habida cuenta de la acción de la censura. En muchos países en guerra, las mujeres constituyeron el núcleo del Home Front. Ahora podían usar pantalones y hasta trabajaban cien horas a la semana, en muchos casos lejos de los refugios a los que la población acudía en momentos de razias aéreas. La suma de las horas de trabajo de las mujeres durante aquellos años es incalculable, al igual que resulta impactante su capacidad para aprender de la noche a la mañana oficios y tareas que antes ninguna había realizado. Podían pasar de coser uniformes a ensamblar piezas para los tanques en un tiempo record, a disposición de las necesidades de última hora.

En Gran Bretaña, a comienzos de 1917, se creó el Women’s Auxiliary Army Corps, con 12,000 mujeres desplazadas para el servicio, y a finales de aquel mismo año, el Women’s Royal Navy Service, cuyas actividades no obstante eran solo en tierra. Finalmente, en 1918, se creó la Women’s Royal Air Force en apoyo a la recientemente formada Royal Air Force.

En sus nuevas actividades para el esfuerzo de la guerra, las mujeres eran entrenadas generalmente por soldados en la reserva, y además cobraban menos que los hombres, algo que no debe olvidarse. Aun así se sentían satisfechas por su acceso a la actividad pública. En el ejército británico hubo además miles de alistamientos de mujeres que sirvieron en fuerzas de mujeres denominadas como no combatientes, lo cual no dice mucho de su tarea real, pues estas mujeres portaban armas en ocasiones y se entrenaban para el combate. Muchas resultaban ser buenas tiradoras –las proliferaban Asociaciones del Rifle de Mujeres- y desde luego capaces a su vez de adiestrar a los hombres en el manejo de armas. Algunas mujeres, no alistadas directamente en la tropa, obtuvieron el permiso de uso de armas para la defensa de sus hogares y familias en caso de ataque, constituyendo el germen del Frente Doméstico, una estructura luego desarrollada en la II Guerra Mundial.

Piénsese que la revolución tecnológica durante la guerra, y con ella los bombardeos, trasladaban el campo de batalla a los hogares, en las ciudades y las granjas… donde ya solo quedaban mujeres, ancianos y niños. Dos prohombres de la época, Kitchener and Lord Roberts, habían creado The Women's Defence Relief Corps, cuerpo compuesto por dos divisiones, la Sección Civil, orientada a sustituir a los hombres en los empleos que iban abandonando para incorporarse a filas, y la Semi-Military or good-citizen Section, ahora sí una unidad en la que las mujeres eran reclutadas para las fuerzas armadas, y seguían adiestramiento militar, con el fin de la autodefensa y la del entorno inmediato en el área civil. Pero como, y pese a los bombardeos directos sobre las poblaciones, Gran Bretaña no fue objeto de invasión alemana finalmente, no hubo lugar a la autodefensa. Se estima que al final de la guerra aproximadamente cien mil mujeres británicas habían participado, bien como voluntarias civiles, bien como enfermeras o en unidades militares.

Bajo la influencia del modelo británico, al otro lado del mundo, australianas y neozelandesas no estuvieron directamente involucradas durante la Guerra, a pesar de lo cual muchas quisieron servir en la Australian Army Nursing Service, acompañando a las tropas a los escenarios del conflicto, en Gallipoli, Egipto, Salónica, Francia, Bélgica, Italia, La India, Borneo, Palestina, el Golfo Pérsico, Vladivostok o Abisinia. Países o regiones del mundo a las que accedieron casi dos mil doscientas.

Cerca de cuatrocientas jóvenes fueron condecoradas y veinticinco murieron en la guerra. Además, como las chicas de tantos otros países, también tomaron parte de las actividades de la Cruz Roja y del Missing Enquiry Bureau, que procuraba información a los familiares a propósito de los desaparecidos, los heridos, los muertos, etc.

Gran Bretaña fue sin duda alguna un país pionero, pese a las restricciones, en la integración de las mujeres en el esfuerzo de la guerra, algo que no cabe decir de los Imperios Centrales. Durante la Primera Guerra Mundial Alemania –joven país con grandes recursos humanos- llegarían a luchar en varios frentes simultáneamente por lo que, pese a su holgada capacidad demográfica, tuvo dificultades para cubrir el frente y necesitaba hasta el último de los soldados en primera línea de combate. Incluso bajo esta dificultad imperó el criterio de que las mujeres no se implicasen directamente ni se acercasen en lo posible a la guerra. En la mentalidad prusiana y junkers de la época, la guerra era una tarea varonil. A las jóvenes alemanas se les permitieron actividades relacionadas con la guerra, si bien en aspectos de la vida estrictamente civiles, no como soldados. De manera que no fueron uniformadas, y tampoco se les permitió llevar armas, de modo que nunca se les reconocería ningún estatus de combatiente. Solo en 1975 se admitiría a la primera mujer como miembro de la Bundeswehr. Hindenburg opinaba sin embargo que las mujeres debían al menos participar en las actividades ligadas a la producción industrial. Opinión que no sirvió de gran cosa a las más insistentes, pues el Reichstag se opuso, y ratificó una ley sobre actividad en las industrias solo para varones de entre 17 y 60 años. Sí fueron creados no obstante, ya al final de la guerra y por necesidades imperiosas, los Centros de Trabajo de Mujeres (Frauenarbeitstellen), dedicados a la actividad en el sector armamentístico. En él trabajarían unas setecientas mil mujeres.

En la primavera de 1917 el Estado Mayor Alemán tomó lo que para él sería una drástica medida: solicitar a las mujeres que aceptaran trabajos pagados en las zonas de retaguardia con el fin de que los hombres pudieran desplazarse a luchar en el frente. Nació un Programa de Mujeres Auxiliares en la Retaguardia, que contó con cientos de voluntarias provenientes de la clase trabajadora y que eran empleadas en labores diversas, como en el cuidado y mantenimiento de los depósitos de armas, de hospitales veterinarios, y hasta para proporcionar servicios espirituales a la tropa. Por su parte, las enfermeras alemanas, unas cien mil, entre la Cruz Roja y las diversas organizaciones religiosas, seguían siendo civiles, a diferencia de otros países como Estados Unidos, en las que se les dio status militar. A finales de la guerra, aproximadamente unas quinientas mujeres alemanas, tomaron parte del servicio de telecomunicaciones en sustitución de los especialistas hombres, que se necesitaban en el frente. Ahora bien, en el caso de Alemania, figuras como la mítica Clara Zetkin expresaron que, pese al estigma social, muchas mujeres alejadas formalmente del campo de batalla, usaron la contienda como un vehículo para el acceso a la escena pública, pues salieron a la calle con talante belicoso, contribuyendo a la revolución social de los años 1917 y 1918.

Las francesas no fueron uniformadas en los términos de las inglesas, aunque sostuvieron un enorme trabajo en el frente doméstico. Precisamente por esta razón, protagonizaron también importantes protestas y huelgas, por ejemplo en las fábricas de municiones a comienzos del verano de 1916. A partir de entonces las huelgas se repitieron mediatizando la sostenibilidad del esfuerzo de guerra. En París en 1917 se autorizó a las mujeres a servir como guardias o policía en los centros de población, si bien a finales del año siguiente, comenzó a desmovilizarse a mujeres francesas que trabajan en las fábricas.

De las Hello-Girl a las Minute Women estadounidenses
Para los servicios de propaganda y comunicación, el principal trabajo bélico de las mujeres seguiría siendo el de ayudar a quienes regresaban del frente a adaptarse a las condiciones de la paz a causa de los violentos traumas físicos y psíquicos sufridos en la guerra. Pero en los Estados Unidos en 1917, unas trece mil jóvenes se sumaron directamente al esfuerzo de Guerra vistiendo el uniforme. Técnicamente no estaban alistadas como los soldados varones, sino bajo la condición de contratadas y en calidad de voluntarias. Como fuere la mayoría de ellas quedó vincula a las funciones militares alejadas del combate: administrativas, de avituallamiento, enfermería. Algunas conocían el entorno militar, pues habían servido ya en el Cuerpo de Guarda Costas del país y hubo organizaciones como la Cruz Roja, el Ejército de Salvación y la YMCA que enviaron directamente a sus mujeres a Europa con la misión de asistir a los soldados americanos y a las poblaciones civiles europeas afectadas por los combates. En la Cruz Roja hubo unas seis mil, y cerca de cuatro mil en la YMCA.

La situación de las mujeres estadounidenses era en cierto modo similar a la de las británicas, con la diferencia de que en los Estados Unidos existía ya en aquella época un nutrido número de mujeres profesionales: médicos, traductoras, mecanógrafas, farmacéuticas…, que se enrolaron voluntariamente, dando utilidad a su cualificación en la vida civil ahora dentro de una estructura militar. Las que se apuntaban directamente al servicio en el ejército eran conocidas como las Yeomanettes. Si realizaban trabajos de oficina para la Marina se las denominaba Marinettes, y embarcaron en los buques de guerra a pesar de que las leyes navales impedían que las mujeres se enrolaran en barcos. Se alistaron muchos miles de jóvenes, más de veinte dos mil por ejemplo en las fuerzas auxiliares o casi nueve mil paramilitares –médicos o traductores- contratadas por el ejército. Son frecuentes los testimonios particulares de algunas de ellas en diarios y memorias, en los que la referencia a largas hospitalizaciones da fe de cuan cerca del peligro vivieron durante la guerra. A las doctoras y a las enfermeras en el frente se les quemaban los pulmones a causa de los gases, igual que a los soldados que luchaban en las trincheras o aquellos que se quedaban en la retaguardia, trabajando en labores de intendencia. Como los soldados, hubo mujeres afectadas por gases y heridas graves que quedaron incapacitadas de por vida.

Capítulo especial merece el recordatorio de las Hello Girls, consideradas las primeras americanas combatientes en la Primera Guerra Mundial. Cientos de ellas arribaron en barcos a Gran Bretaña y Francia como parte del Cuerpo de Señales de la Armada y telefonistas de la fuerza Expedicionaria Americana. La tarea fundamental por la que pasaron a los registros de la guerra fue la de comunicar a las tropas del General Pershing con las de los aliados en los campos de batalla de Francia. Por primera vez en la historia, el trabajo de estas teleoperadoras permitía la conexión directa de las tropas con el General al Mando. El General Pershing había solicitado específicamente que fuesen mujeres quienes se ocupasen del trabajo, alegando que ellas eran mucho más pacientes, esforzadas, trabajadoras y fiables que los hombres en una tarea considerada crucial. Un pequeño grupo de seis operadoras (Esther Fresnel, Helen Hill, Berthe Hunt, Marie Large and Suzanne Prevot), supervisadas por la Operadora en Jefe, Grace Banker, fue enviado al frente y asignado a los cuarteles del Primer Ejército Americano. En septiembre de aquel año tomaron parte de la Batalla de St. Mihiel. Durante la semana larga que duró ellas mantuvieron las comunicaciones con ocho líneas abiertas. A finales de septiembre volvió a reasignarse a las seis operadoras a la nueva ofensiva, esta vez al noroeste de Verdum. Al igual que los soldados, las operadoras se refugiaban en barracones que resultaban en ocasiones incendiados durante los bombardeos, por lo que ellas también resultaban heridas o muertas.

Fueron en total unas setecientas jóvenes voluntaria, trabajadoras de la Compañía Telefónica Bell, por lo que tenían conocimientos iniciales en las tareas asignadas. Además, algunas de estas mujeres eran bilingües ya que procedían de la frontera con Canadá. Llegaron a Francia muy avanzada la guerra, en marzo de 1918, en principio un pequeño contingente, de treinta y tres jóvenes que, como las siguientes, fueron distribuidas por el país y trasladadas durante la guerra. Entre las más conocidas, los nombres de Grace Banker (instructora en AT&T), Oleda Christides y Merle Egan Anderson. Antes de partir para Europa habían recibido entrenamiento militar en los mismos campamentos que los soldados, en Nueva York, Chicago, San Francisco, Filadelfia, etc., y una graduación relativa a conocimientos específicos como radio operadoras. En el día a día, se sometían a los mismos protocolos, disciplina, y normas que los soldados estadounidenses, incluida la revista de tropas que realizaba Pershing en algunos casos y documentada en fotografías.

Las Hello Girls recibían igual salario o paga que los soldados de su misma posición en el ejército. Así las operadoras ganaban 60$ mensuales, las operadoras jefe 125 $. Pero cada recluta tenía que aportar entre 300 y 500$ por los uniformes que iba a llevar, incluidos una especie de pantalones bombachos debajo de la falda del vestido. Su uniforme fue en principio azul, propio de la Marina, fue más tarde de color verde oliva. Constaba de sombreros de campaña y en el traje llevaba insignias y galones pues, como el resto de los componentes de la marina, las Hello Girls promocionaban en sus puestos. En el número de Barras y Estrellas, «Stars and Stripes», de 29 de marzo de 1918, se hacía referencia a los rasgos identificativos de este cuerpo de Hello Girls: «Their ranks were identified by white Armbands. An Operator First Class wore the white armband with an outlined blue Telephone mouthpiece. A Supervisor, who rates as a platoon sergeant, wears the same armband with a wreath around the mouthpiece. A Chief Operator or "Top" had the emblem with the mouthpiece, the wreath and blue lighting flashes shooting out above the receiver».

Pese a todo tras la guerra, y aunque las Yeomates sí obtuvieron status de veteranas, se privó de él a las Hello Girls. A lo largo de las décadas siguientes las supervivientes –en los años setenta aún quedaban con vida setenta Hello Girls- y los descendientes de las fallecidas pelearon por conseguir el status mencionado, que obtuvieron finalmente en 1976, sesenta años después del armisticio. Incluso habiendo sufrido penurias la mayoría de las jóvenes quiso permanecer en su puesto, trabajando en Francia largo tiempo después del Armisticio.

Estas mujeres, pese a proceder de un moderno en el que las mujeres tenían mayor libertad que en otros países occidentales, también fueron objeto de una enorme presión de ciertos sectores sociales contrarios a su actividad en el frente, a través de periódicos. Pero el gobierno americano impulsó su incorporación al frente, entre otras razones para poder desplazar al personal masculino encargado de las comunicaciones al campo la batalla.

Una vez terminada la guerra, no pocas mujeres estadounidenses quisieron prolongan su implicación en el esfuerzo militar alentando la atención a los soldados que regresaban y fomentando el recuerdo de los que habían luchado y fallecieron. Surgieron así en todo el país los llamados grupos de The Minute Women, muy populares en Washington, para recibir a los soldados y preservar la memoria de los caídos en los campos de Europa. Estas organizaciones se instalaron en la paz como agentes muy activos dispuestos a promover –decían- la americanización de la sociedad y el bienestar. Durante la década de los años veinte se ocuparon de que, en plena prosperidad económica, América no olvidase a los soldados y enfermeras, veteranos en ocasiones sometidos a difíciles condiciones materiales. The Minute Women amplió sus compromisos en el trabajo social, demandando acciones públicas correctoras ante la desigualdad y la pobreza, en especial de los niños del país.

La excepcionalidad del caso ruso
Hemos visto cómo en los países de Europa occidental y especialmente en Gran Bretaña y los Estados Unidos, las mujeres accedieron a cierta forma de integración – uniformada- en los ejércitos, situándose incluso en zonas de peligro. Cierro ahora este repaso –incompleto y sesgado- por los cambios generales y particulares que situaron a las mujeres en escenarios bélicos, rescatando el caso de las mujeres rusas. En un país imperial, como fue la Rusia prerrevolucionaria, la implicación de las mujeres directamente en combate fue extraordinaria, incluso a pesar de la creencia social de que las mujeres no debían de ningún modo tomar parte en la lucha armada.

El caso más conocido fue el de María Bochkareva, al frente de una unidad de infantería durante el Gobierno Provisional de 1917. Su unidad, el llamado Batallón de Mujeres de la Muerte, combatió en las líneas del frente con indudable éxito militar, en la Batalla de Smorgon por ejemplo. Bochkareva había organizado una unidad de combate tan solo en seis semanas, las imprescindibles para reclutar y adiestrar a las mujeres antes de acceder al frente. A diferencia de los hombres, estas reclutas carecían de práctica de combate, lo que –según testimonios de la época- no les impedía salían con arrojo de las trincheras para atacar a los alemanes. El Batallón de la Muerte se adentraba en la zona de fuego y alcanzaba las líneas alemanas capturando prisioneros. Muchas de aquellas jóvenes fueron condecoradas por su valor. Bochkareva fue herida en más de una ocasión pero se reintegró siempre a las líneas del frente de batalla, destacando en su capacidad de oratoria y liderazgo militar.

Cien años después, el Batallón de la Muerte sigue siendo objeto de admiración y de estudio en todas las academias militares. En su momento fue ensalzado en su eficacia y valor de las soldados por la sufragista británica Emmeline Pankhurst, para quien Bochkareva fue la mujer más importante del siglo. Emmeline Pankhurst llegó a Rusia en representación de Lloyd George, el premier británico. Durante su estancia de varios meses se proponía apoyar al Gobierno Provisional frente a los grupos y partidos extremistas, como los bolcheviques. De modo que tuvo ocasión de visitar reiteradamente el Batallón de Boschkareva, en cuyo logro identificaba la expresión del avance para la causa del sufragio de las mujeres. El argumento de la sufragista era tan simple como a su juicio incontestable: las naciones no podían negar el voto a las mujeres que cogían las armas para defender a la patria en el frente.

El éxito del Batallón movió a Kerensky a organizar unidades de combate compuestas solo por mujeres. Curiosamente, y a pesar de cuánto contribuyó Kerensky a la hora de ceder un espacio a las mujeres en el ejército ruso, no las mencionaría en sus memorias1.

Con todo, se estima que entre cinco mil y seis mil mujeres rusas tomaron parte en los combates de la Primera Guerra Mundial bajo el Gobierno Provisional. Defenderían al Gobierno Provisional en el Palacio de Invierno de Petrogrado durante la toma de los bolcheviques en noviembre de 1917. Al retirarse las tropas rusas de la guerra en 1917, los bolcheviques desbarataron las unidades militares de mujeres existentes para crear otras propias. La estructura pretendía ser nueva, en el marco de también nuevo Ejército Rojo. Durante la Guerra Civil, 1918-1920, casi cien mil mujeres sirvieron como soldados en el Ejército Rojo contra el Ejército Blanco.

De cuantas mujeres participaron en los combates durante la Guerra del 14, las rusas (más tarde las soviéticas) encarnaron quizá las imágenes más heroicas en el sentido militar del heroísmo. Su organización dentro del ejército era impecable, al igual que singular la lucha cuerpo a cuerpo en igual plano que los hombres. De su acción se elogiaba el coraje y la determinación. Conviene no perder de vista que estas mujeres carecían de experiencia previa sobre las condiciones de vida en la tropa y en constante peligro. Sus experiencias fueron fuente de conocimiento para los ejércitos de todo el mundo que muchas décadas después empezaron a incorporar mujeres a la tropa. Las memorias de Bochkareva (1919) ayudaban a entender el tránsito entre las fases iniciales de adecuación a la vida en los campamentos des hombres y mujeres y la plena convivencia. Hubieron de crearse protocolos de respeto mutuo, para una adaptación que en general fue visto, en el caso ruso, muy buena.

Referiré para terminar una imagen literaria muy apropiada al caso de las combatientes de Boschkareva es Natasha Alexandrovna, la bella campesina rusa, un tanto andrógina y muy vigorosa, divorciada y pragmática, pero sobre todo de una consciencia vehemente con su protagonismo en la historia rusa. Tal es la imagen que proporciona al lector Joseph Roth2, en su relato Fuga sin fin, (1927). La imponente Natascha guarda una innegable identidad epocal, hecha de guerra y heroísmo. Sobre la joven leemos: «No quería saber nada de su belleza, se rebelaba contra sí misma y consideraba su feminidad como una regresión a la visión burguesa del mundo, y a todo el género femenino como un residuo absurdo de un mundo caduco y agonizante. Ella era más valiente que todo el grupo de hombres con quienes luchaba. No sabía que el valor es virtud de mujeres y el miedo la cordura de los hombres».

Con esta semblanza de la combatiente rusa, Roth nos introduce en la confusión íntima de las primeras mujeres soldado de nuestro tiempo, que se debatían entre una identidad transmitida durante generaciones en el hogar y el sentido moderno del deber patriótico. Natasha se entrega a sus rutinas personales con el mismo ardor que a la guerra: Natascha elevaba el amor casi a la categoría de un deber revolucionario […]. Tunda (el protagonista de la novela) se había imaginado siempre así a las mujeres soldado. Aquella mujer era como si hubiese surgido de un libro, y él se asió a su tangible existencia literaria con la admiración y la sumisa fidelidad de un hombre que, siguiendo falsas tradiciones, ve en una mujer de carácter la excepción y no la regla.

Pero en la paz, tras la guerra europea y la guerra civil, toda la construcción vital de las mujeres soldado, al igual que la de los hombres, cambia de repente. La adaptación es difícil y hasta penosa, especialmente por la pérdida de las condiciones que alientan la libertad y producen la adrenalina de los soldados. Pero las mujeres se adaptan mejor que los hombres, opina Roth en su libro, pues –pragmáticas- pasarán pronto página y evitarán la nostalgia de la gloria pasada. Mirarán al futuro en ciernes pensando que los métodos militares aprendidos en un tiempo convulso y de excepción van a serles útiles ahora en la ordenada vida civil. Por eso Natasha pasará a dirigir un hospital, con la determinación y el arrojo con que ha matado soldados enemigos, procurando mantener con sus colegas varones los mismos vínculos de compañerismo que aprendió en el ejército.

Montserrat Huguet, «Batallar fuera de casa. Mujeres de uniforme en la Primera Guerra Mundial», Ponencia en el marco del curso: Las guerras en Europa desde una perspectiva de género. En homenaje a Valentina Fernández Vargas, UAM, IEEE, IUEM, CSIC, IPP, Facultad de Filosofía y Letras, UAM, 28 de enero al 3 de febrero de 2014.


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