Rachmaninov: Concierto para piano nº 2. Do menor

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Audio: Concierto para piano n.º 2, en do menor, opus 18/S. Rachmáninov - ESCUCHAR


Formado en la tradición musical compositiva de Nikolai Rimski-Korsakov y Piotr Ilich Chaikovski, de los que reconoció siempre su manifiesta influencia, Rachmaninov tuvo que luchar contra el obstinado acoso de muchos musicólogos que rastreaban en sus temas buscando su origen en la música tradicional rusa. El compositor lo negó siempre categóricamente. En una carta dirigida a Joseph Yasser, musicólogo que aseguró haber encontrado los orígenes de una de sus melodías en los antiguos cantos religiosos rusos, reivindicó la absoluta originalidad del bellísimo y delicado tema que abre el primer movimiento del Tercer concierto: «El primer tema no se inspira ni en el canto popular ni en la música de iglesia: ¡Ha sido, simplemente, compuesto por mí mismo! Yo quería cantar la melodía al piano… y encontrar un acompañamiento adecuado. Nada más».

La técnica prodigiosa, la sensibilidad lírica, el carisma volcánico de su escritura pianística y el irresistible poder emocional de su música convirtieron al compositor ruso Sergei Rachmaninov (Semionovo, 1873 — Beverly Hills, California, 1943) en una leyenda, en una de las máximas referencias del pianismo virtuoso del siglo XX.

Adorado por el público, desdeñado por las vanguardias, que nunca soportaron el apasionamiento expresivo, la intensidad melódica y la elocuente musicalidad de sus obras, a las que negaron cualquier atisbo de modernidad, Rachmaninov desafía el paso del tiempo con una personalidad que, sesenta años después de su muerte, sigue convocando y deslumbrando a grandes audiencias. Todos los grandes pianistas virtuosos del siglo XX han estado marcados por la arrolladora personalidad de dos gigantes rusos, Rachmaninov y Vladimir Horowitz (1904-1989), cuyas carreras se cruzaron a menudo. Irónicamente, Rachmaninov nunca quiso ser considerado principalmente un intérprete.

Desde los 12 años, cuando estudiaba en el Conservatorio de Moscú, donde conoció a Antón Rubinstein, Arenski, Tanaiev y Chaikovski, se sentía, por encima de todo, compositor. Su temprana incursión en el género lírico a los 19 años con la ópera en un acto Aleko —uno de los trabajos presentados al examen final del conservatorio moscovita, que le otorgó la medalla de honor—, parecía encaminar sus pasos al mundo de la creación, pero desde muy pronto el mayor desafío de su carrera fue encontrar el equilibrio entre su actividad de compositor y de intérprete.

Sus debuts prometedores en la composición fueron dramáticamente frenados por el desastroso estreno de su Primera sinfonía en re menor, op. 13, en 1897; la ejecución, a cargo del compositor Alexander Glazunov —para disculpar su negligencia se dijo que dirigió la obra en un penoso estado de embriaguez— fue tan espantosa que el joven Rachmaninov quedó bloqueado en sus aspiraciones creativas durante los tres años que siguieron a tan funesto estreno.

Tras el fracaso, el joven músico desarrolló su formidable talento como director de orquesta y no volvió a la composició hasta 1900, con su Segundo Concierto para piano, en do menor, opus 18. El éxito de esta bellísima partitura no sólo le devolvió la fe en su talento creador: sentó las bases de una triple y sólida carrera como compositor, pianista y director de orquesta en una fructífera etapa interrumpida por el estallido de la Primera Guerra Mundial.

Los accesos constantes de depresión marcaron su vida. De hecho, su Segundo Concierto para piano, estrenado en 1901, nació tras una profunda depresión, a raíz del ya comentado fracaso de su Primera sinfonía, que logró superar con el tratamiento de psiquiatría hipnótica que le dispensó el doctor Nikolai Dahl, a quien dedicó la partitura. Tras la cura regresó a la casa de campo de sus primos en Ivanovka, a casi cuatrocientos km. de Mocú, lugar predilecto en el que siempre encontró paz e inspiración para componer. La estancia en Ivanovka ayudó a su recuperación y el periodo de reposo se prolongó durante el verano de 1900 con una estancia en Italia, en Varazze, junto al legendario bajo Feodor Chaliapine. Allí comenzó su nuevo concierto para piano. En diciembre de 1900 tocó los dos últimos movimientos en Moscú, y completó el primero en la primavera de 1901.

Envió la partitura a su amigo Nikita Morozov, antiguo compañero en el Conservatorio de Moscú, que emitió algunas críticas sobre el primer movimiento: «Estoy simplemente desesperado», aseguraba Rachmaninov en una carta enviada a Morozov en otoño de 1901: «Tú tienes razón, Nikita: acabo de tocar entero el primer movimiento y ahora me doy cuenta de que la transición del primer al segundo tema es imposible; ajo esta forma, el primer tema no es un primer tema, sino una introducción. Y cuando comience a tocar el segundo tema, ni un idiota lo reconocerá. Todo el mundo lo tomará por el comienzo del concierto. En mi opinión, todo el movimiento está mal hecho, lo considero verdaderamente malo… ¿Por qué diablos me han enviado tu análisis cinco días antes del estreno?».

Reacción exagerada, pero comprensible en un creador que acababa de salir de una profunda depresión, al que asaltaban aún dudas sobre la calidad de su música. Afortunadamente, ese largo tema que abre el concierto, el mismo al que califica de simple «introducción» en la carta a Morozov, seduce al instante por su apasionada intensidad.

La primera ejecución completa tuvo lugar el 27 de octubre, con un éxito arrollador. La fuerza expresiva, la asombrosa inventiva melódica y el deslumbrante virtuosismo causaron un tremendo impacto en el público y aseguraron la rápida difusión de una soberbia partitura que han tocado los más grandes pianistas.

La filosofía musical de Rachmaninov fue la sincera expresión de emociones. Ricas texturas sutilmente coloreadas al estilo ruso, melodías elocuentes que van directamente al corazón del intérprete y del público. Música para desnudar sentimientos.

Javier Pérez Senz, «Sergei Rachmaninov, una leyenda del pianismo virtuoso», prólogo a Sergei Rachmaninov, Conciertos para piano Madrid, El País, 2004. pp. 34-48.


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