NAVEGACIÓN: Monografía independiente de la línea secuencial principal. Para salir utilice «TODAS las SECCIONES»
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Llegamos a Milán por la mañana, muy temprano, y nos apearon en la estación de mercancías. Una ambulancia me llevó al hospital americano. Tendido en una camilla, dentro del coche, no podía enterarme por dónde pasábamos, pero cuando bajaron mi camilla vi un mercado y una taberna abierta, en la que una mujer estaba barriendo. Los camilleros pusieron mi camilla delante de la puerta y entraron. El conserje salió con ellos. Llevaba bigotes grises y una gorra de portero. Iba en mangas de camisa. La camilla no cabía en el ascensor y discutieron qué era mejor, si sacarme de la camilla y subirme en el ascensor o dejarme en ella y subirme por las escaleras.
-Despacio -dije-. Tengan cuidado.
En el ascensor cabíamos justos y mis piernas, dobladas, me dolían mucho.
-Extiéndanme las piernas -pedí.
-No podemos, signor teniente. No hay sitio. El hombre que decía esto me rodeaba la cintura con su brazo y yo me cogía a su cuello. Su aliento, cargado de ajo y de vino tinto, me daba en la cara.
-Ten mucho cuidado -dijo el otro hombre.
-Pero ¿te crees que soy un marrano?
-Te digo que tengas cuidado -repitió el hombre que me sostenía los pies.
Vi cómo el conserje cerraba las puertas del ascensor; luego, la reja. Apretó el botón del cuarto piso. El conserje parecía preocupado. El ascensor subía lentamente.
-¿Peso mucho? -pregunté al hombre que olía a ajo.
-No mucho -contestó.
Tenía la cara cubierta de sudor y gemía. El ascensor subió sin dar sacudidas y se paró. El hombre que me sostenía los pies abrió la puerta y salió. Nos hallábamos en una galería. Había varias puertas que tenían la empuñadura de bronce. El hombre de los pies tocó un botón que hizo sonar un timbre. No vino nadie. Entonces apareció el conserje por la escalera.
-¿No hay nadie aquí? -preguntaron los camilleros.
-No lo sé. Todos duermen abajo.
-Avise a alguien.
El conserje apretó el timbre, después golpeó la puerta, la abrió y entró. Volvió con una mujer ya entrada en años y que usaba lentes. Sus cabellos, mal sujetos, se le caían. Llevaba el uniforme de enfermera.
-No comprendo -dijo-. No comprendo el italiano.
-Yo hablo inglés -dije-. Preguntan dónde me pueden colocar.
Las habitaciones no están preparadas. No esperábamos heridos. Se sujetó el cabello y me miró con sus ojos miopes.
-Dígales a qué habitación me pueden llevar.
-No lo sé -dijo-. No esperábamos heridos, por lo tanto no sé dónde ponerle.
-En cualquier sitio me es igual -dije.
Después me dirigí al conserje, en italiano. -Búsqueme una habitación vacía.
-Están todas vacías -dijo el conserje-. Usted es el primer herido. Tenía la gorra en la mano y miraba fijamente a la vieja enfermera.
-Por el amor de Dios, llévenme a cualquier sitio.
En mis piernas dobladas el dolor iba aumentando. Los pinchazos me llegaban hasta el hueso. El conserje salió, con la mujer del cabello gris, volvió rápidamente.
-Síganme -dijo.
Me transportaron por un largo corredor hasta una habitación que tenía las persianas cerradas. Tenía una gran cama y un armario con espejo. Me pusieron sobre la cama.
-No puedo poner las sábanas. Están bajo llave. No le contesté.
-Tengo dinero en el bolsillo -dije al conserje-, en el bolsillo abotonado.
El conserje tomó el dinero. Los dos camilleros permanecían de pie, junto a la cama, con sus gorras en la mano.
-Déles cinco liras a cada uno y quédese usted con otras cinco. Mis papeles están en el otro bolsillo. Entrégueselos a la enfermera.
Los camilleros dieron las gracias y saludaron.
-Adiós -les dije-, y muchas gracias. Saludaron nuevamente y partieron.
-Estos papeles -dije a la enfermera-, dan todas las indicaciones referentes a mi herida y el tratamiento que me han dado.
La mujer tomó los papeles y los examinó a través de sus lentes. Eran tres hojas dobladas.
-No sé qué hacer. No entiendo italiano. Sin orden del doctor no puedo hacer nada. - Se puso a llorar y guardó los papeles en el bolsillo de su delantal. Sin dejar de llorar, preguntó-: ¿Es usted americano?
-Si. Le ruego que ponga mis papeles en la mesilla de noche.
La habitación estaba oscura y hacía fresco. Tendido en la cama podía ver el gran espejo que había al otro lado de la habitación, pero no distinguía lo que reflejaba. El conserje permanecía de pie junto a la cama. Era de rostro agradable y muy amable.
-Puede irse -le dije-. Usted también puede retirarse -dije a la enfermera-. ¿Cómo se llama usted?
-Señora Walker.
-Puede irse, señora Walker. Creo que podré dormir.
Me quedé solo en la habitación. Estaba fresca y no olía a hospital. El colchón era fuerte y confortable. Tendido, apenas sin respirar, estaba contento al notar que el dolor iba disminuyendo. Luego tuve ganas de beber un vaso de agua. Encontré el cordón de un timbre junto a la cama. Llamé, pero no vino nadie. Me dormí. Cuando desperté, miré a mi alrededor. El sol se filtraba a través de las persianas. Vi el gran armario, las paredes desnudas y las dos sillas. Mis piernas, con las vendas sucias, colgaban fuera de la cama, muy rígidas. Ponía todo el cuidado en no moverlas. Tenía sed. Cogí el timbre y pulsé el botón. Oí como se abría una puerta. Miré. Era una enfermera. Era joven y bonita.
-Buenos días -le dije.
-Buenos días -contestó, acercándose a la cama-. No hemos podido encontrar al doctor. Ha ido al lago de cómo. Nadie sabía que iban a traer heridos tan pronto. A propósito. ¿Qué es lo que tiene?
-Estoy herido. En las piernas y en los pies. Mi cabeza también ha sido alcanzada.
-¿Cómo se llama?
-Henry. Frederic Henry.
-Voy a lavarlo. Pero no podemos tocarle los vendajes hasta que llegue el doctor.
-¿Está aquí miss Barkley?
-No, no hay nadie que se llame así.
-¿Quién es esta mujer que se ha puesto a llorar cuando me han traído? La enfermera se rio.
-Es la señora Walker. Esta noche estaba de guardia y se durmió. No esperaba que llegara nadie.
Mientras hablábamos me iba sacando la ropa, y cuando estuve desnudo, a excepción de las vendas, me lavó suave y delicadamente. Estas abluciones me hicieron mucho bien. Mi cabeza estaba vendada, pero ella la lavó por todas las partes que no cubrían las vendas.
-¿Dónde fue herido?
-En el Isonzo, al norte de Plava.
-¿Dónde está eso?
-Tocando a Goritzia.
Noté que todos estos nombres no le decían nada.
-¿Le duele mucho?
-No, ahora no.
Me puso un termómetro en la boca.
-Los italianos lo ponen debajo del brazo -dije.
-No diga nada.
Sacó el termómetro, lo miró y lo sacudió.
-¿Qué temperatura tengo?
-No está bien que se lo diga.
-De todas maneras, dígamelo.
-Casi la normal.
-Nunca tengo fiebre. Pero mis piernas están llenas de chatarra.
-¿Qué quiere decir?
-Que están llenas de trozos de granada, tornillos viejos, muelles de somier… un montón de hierro viejo.
Movió la cabeza y sonrió.
-Si tuviera cuerpos extraños en las piernas, tendría inflamación y fiebre.
-Bueno, bueno -dije-, ya veremos qué pasa.
Salió de la habitación y regresó con la vieja enfermera. Entre las dos me hicieron la cama sin sacarme de ella. Para mí esto representaba una novedad y lo encontré admirable.
-¿Quién dirige este hospital?
-Miss Van Campen.
-¿Cuántas enfermeras hay?
-Solamente dos.
-¿No vendrán más?
-Si, las esperamos.
-¿Cuándo llegarán?
-No lo sé. Hace usted muchas preguntas para ser un enfermo.
-No estoy enfermo -dije-, estoy herido. Habían acabado de hacer la cama y me encontraba acostado sobre una sábana limpia y suave, mientras otra me cubría.
La señora Walker sonrió y trajo una chaqueta de pijama. Me la pusieron y me sentí limpio y bien arreglado.
-Se portan ustedes muy bien conmigo -dije. La enfermera llamada miss Gage rió burlonamente.
-¿Podrían darme un vaso de agua? -pregunté.
-Naturalmente, y luego podrá desayunarse.
-No quiero desayunar. ¿Quieren abrirme los postigos?
Al abrir los postigos, la habitación, que hasta entonces estaba sumida en la penumbra, se llenó de una brillante luz. Miré por la ventana y vi un balcón, y más lejos, chimeneas y los tejados de las casas. Más allá de éstos vi unas nubes blancas y el azul del cielo.
-¿No saben ustedes cuándo llegarán las otras enfermeras?
-¿Por qué? ¿Es que no le cuidamos bien?
-Sí. Son ustedes muy buenas.
-¿Quiere que le pase el orinal?
-Sí, probaré.
Me sostuvieron entre las dos, pero fue en vano. Luego, acostado de nuevo, contemplé el balcón por la ventana abierta.
-¿Cuando vendrá el doctor?
-Tan pronto como regrese. Hemos tratado de telefonearle al lago de Como.
-¿No hay otros doctores?
-Al es el que pertenece al hospital.
Miss Gage trajo una botella de agua y un vaso. Bebí tres vasos, y me dejaron solo; después de mirar un momento por la ventana me dormí.
Me desayuné, y, al mediodía, la directora, miss Van Campen, vino a verme. No le gusté y ella a mí tampoco. Era bajita, cortésmente suspicaz, y se daba más importancia de la que tenía. Me hizo muchas preguntas y pareció que encontraba algo deshonroso el servir en el ejército italiano.
-¿Podré tomar vino en las comidas? -pregunté.
-Sólo si el doctor se lo receta.
-¿No habrá manera de dármelo antes de que llegue?
-Es absolutamente imposible.
-¿Tiene usted la intención de avisarle algún día?
-Le hemos telefoneado al lago de Como. Se marchó y miss Gage regresó.
-¿Por qué ha sido usted tan grosero con miss Van Campen? -me preguntó, después de arreglarme con destreza.
-No tuve la intención de ser grosero. Es ella la que se hace la presuntuosa.
-Me ha dicho que se había portado groseramente y con altanería.
-Nada de eso. Pero ¿puede uno imaginarse un hospital sin doctor?
-Va a venir. Le han telefoneado al lago de Como.
-¿Qué es lo que hace allí? ¿Nadar?
-No, es el director de una clínica.
-¿Por qué no toman otro doctor?
-Vamos, vamos, sea bueno. Ya vendrá.
Hice avisar al conserje, y cuando llegó lo mandé a la bodega a comprarme una botella de Cinzano, una botella de chianti y los periódicos de la tarde. Salió y regresó con las botellas envueltas en un periódico. Desenvolvió el paquete y le pedí que descorchara las botellas y las dejara debajo de la cama. Me dejaron solo y así me quedé, acostado. Leí los periódicos un rato, las noticias del frente y la lista de los oficiales muertos, con sus condecoraciones. Luego busqué la botella de Cinzano, la coloqué sobre mi vientre, sintiendo el frío del vidrio, y bebí a pequeños sorbos, mientras en mi vientre dejaba pequeños círculos cada vez que ponía la botella sobre él, y observé cómo la noche iba cayendo sobre los tejados de la ciudad. Las golondrinas describían círculos y los gavilanes planeaban sobre los tejados mientras yo bebía Cinzano. Miss Gage me trajo una pequeña bandeja. Cuando ella entró escondí rápidamente la botella al otro lado de la cama.
-Miss Van Campen le ha hecho poner jerez -dijo-. Usted no debe ser grosero con ella. Ya no es joven y este hospital representa una gran responsabilidad para ella. No es ninguna ayuda para ella y además ya es mayor.
-Es una mujer admirable -dije-. Déle usted las gracias.
-Voy a subir su cena inmediatamente.
-Bueno -dije-, no tengo apetito.
Trajo la bandeja y la dejó sobre la cama. Le di las gracias y comí un poco. Había oscurecido completamente y veía que los rayos de los reflectores escrutaban el cielo. Por un momento me divertí mirándolos, y más tarde me dormí. Dormí profundamente; no obstante, me desperté una vez, sobresaltado y cubierto de sudor, pero volví a dormirme, esforzándome para escapar a mi sueño. Me desperté, tranquilo, mucho antes de ser de día; oí cantar los gallos y permanecí desvelado hasta el alba. Estaba cansado, y cuando fue de día volví a dormirme.
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