
NAVEGACIÓN: Monografía independiente de la línea secuencial principal. Para salir utilice «TODAS las SECCIONES»
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Cuando empezaba a subir la escalera, la portera golpeó con los nudillos en el cristal de la puerta de su garita; me detuve y ella salió. Tenía unas cuantas cartas y un telegrama.
-Aquí está el correo. Vino a verle una señora.
-¿Dejó tarjeta?
-No. Iba con un caballero. Era la que estuvo aquí la noche pasada. En resumidas cuentas, la encuentro muy simpática.
-¿Iba con un amigo mío?
-No lo sé. No había estado nunca aquí anteriormente. Era muy alto; muy, pero que muy alto. Ella estuvo muy simpática; muy, muy simpática. La noche pasada estaba tal vez un poco… -apoyó la cabeza en una mano, balanceándola de un lado a otro-. Voy a hablarle con toda franqueza, señor Barnes. La noche pasada no la encontré tan gentille; me formé otra idea de ella. Pero, se lo digo yo: es muy, muy gentille, y de muy buena familia; es algo que una puede ver.
-¿No dijeron nada?
-Sí. Dijeron que volverían dentro de una hora.
-Hágales subir cuando lleguen.
-Sí, señor Barnes. Esta dama, la dama en cuestión, es alguien. Tal vez una excéntrica, pero… quelqu'un, quelqu'un.
La portera, antes de convertirse en portera, había tenido una concesión de venta de bebidas en las carreras de caballos de París. Aunque realizaba su trabajo en la pelouse, no perdía de vista a la gente del pesage. Se enorgullecía de poder decirme cuáles de mis invitados eran bien educados, cuáles procedían de una buena familia y cuáles eran sportsmen, palabra que pronunciaba con el acento en el men. El único problema era que la gente que no encajaba en ninguna de esas tres categorías estaba muy expuesta a que se le dijera que en chez Barnes no había nadie. Uno de mis amigos, un pintor con un extraordinario aspecto de desnutrición y que, como es obvio, no era para madame Duzinell ni bien educado, ni de buena familia, ni deportista, me escribió una carta preguntándome si podía conseguirle un pase para la portera, a fin de poder subir a verme de vez en cuando por la noche.
Subí al piso preguntándome qué le había hecho Brett a la portera. El cable era de Bill Gorton y decía que llegaba en el France. Puse la correspondencia sobre la mesa, entré en el dormitorio, me desnudé y me duché. Mientras me secaba, oí sonar el timbre de la puerta. Me puse el albornoz y las zapatillas y me dirigí hacia la puerta. Era Brett. Detrás de ella estaba el conde, con un gran ramo de rosas.
-Hola, querido -dijo Brett-. ¿Es que no nos vas a dejar pasar?
-Entrad. Me estaba bañando.
-¡Qué hombre tan afortunado! Estaba bañándose.
-Sólo una ducha. Siéntese, conde Mippipopolous. ¿Qué quiere usted beber?
-No sé si le gustan las flores, señor -dijo el conde-, pero me tomé la libertad de traer estas rosas.
-Démelas a mí -dijo Brett cogiéndolas-. Ponme agua ahí dentro, Jake.
En la cocina llené de agua el gran jarro de loza; Brett metió dentro de él las rosas y las puso en el centro de la mesa del comedor.
-¡Caramba! ¡Qué día hemos pasado!
-¿No recuerdas nada de una cita conmigo, en el Crillon?
-No. ¿Teníamos una? Debía de estar en las nubes.
-Estaba usted bastante borracha, querida -dijo el conde.
-¿Verdad que sí? El conde se ha portado de una forma verdaderamente fenomenal.
-Te has metido a la portera en el bolsillo.
-No es para menos. Le di doscientos francos.
-¡Estás loca!
-Eran suyos -dijo señalando al conde con un ademán de cabeza.
-Creí que debíamos darle alguna cosilla por lo de anoche. Era muy tarde.
-Es maravilloso -dijo Brett refiriéndose al conde-. Recuerda todo lo que ocurrió.
-Usted también, querida.
-¿Ah, sí? -dijo Brett-. ¿Y para qué querría acordarme? Oye, Jake, ¿sería posible tomar un trago?
-Tomadlo mientras voy a vestirme. Ya sabes dónde están las cosas.
-Más o menos.
Mientras me vestía oí que Brett colocaba los vasos; luego oí un sifón y a ellos que hablaban. Me vestía lentamente, sentado en la cama. Me sentía cansado y hecho un asco. Brett entró en la habitación con un vaso en la mano y se sentó en la cama.
-¿Qué te ocurre, querido? ¿Te sientes mareado? Me besó serenamente en la frente.
-¡Oh, Brett, te quiero tanto!
-¡Querido! -contestó ella. Y añadió luego-: ¿Quieres que lo despida?
-No. Es simpático.
-Lo voy a despedir.
-No, no lo hagas.
-Sí, lo voy a despedir.
-No puedes hacerlo así, por las buenas.
-¿Que no puedo? Quédate aquí. Está loco por mí, te lo digo yo. Salió de la habitación. Me eché en la cama, boca abajo. Estaba pasando un mal momento. Les oí hablar, pero no escuché. Brett entró y se sentó en la cama.
-Pobre querido mío -dijo acariciándome la cabeza. -¿Qué le has dicho? Estaba echado con la cabeza vuelta. No quería verla.
-Le envié a por champán. Le encanta ir a buscar champán. -Luego añadió-: ¿Te sientes mejor, querido? ¿Está un poco mejor tu cabeza?
-Sí, está mejor.
-Descansa. Ha ido al otro lado de la ciudad.
-¿No podríamos vivir juntos, Brett? Sólo eso, vivir juntos.
-Creo que no. Te tendría que romper con todo el mundo, y no podrías soportarlo.
-Ahora lo soporto.
-Sería distinto. Es culpa mía, Jake. Estoy hecha así.
-¿No podríamos largarnos al campo por un tiempo?
-No serviría de nada. Iré, si tú quieres. Pero no podría vivir sosegadamente en el campo con el hombre al que quiero de verdad.
-Lo sé.
-¿No es un asco? No sirve de nada que te diga que te quiero.
-Tú sabes que te quiero.
-No hablemos. No decimos más que tonterías. Voy a irme lejos de ti y, además, Michael vuelve ya.
-¿Por qué te marchas?
-Es mejor para ti. Y para mí.
-¿Cuándo te vas?
-Tan pronto como pueda.
-¿Adonde?
-A San Sebastián.
-¿No podemos ir juntos?
-No. Sería una idea infernal, después de la conversación que acabamos de tener.
-Nunca estamos de acuerdo.
-Lo entiendes tan bien como yo. No seas obstinado, querido.
-Oh, claro que lo entiendo -dije-. Ya sé que tienes razón. Lo que pasa es que estoy abatido, y cuando me encuentro así digo estupideces.
Me senté en la cama y me incliné para buscar los zapatos. Me los puse y me levanté.
-No pongas esa cara, querido.
-¿Qué cara quieres que ponga?
-Oh, no seas imbécil. Voy a irme mañana.
-¿Mañana?
-Sí. ¿No lo dije así? Mañana.
-Tomemos un trago, pues. El conde está por regresar.
-Sí. Tendría que estar de vuelta. Oye, es algo extraordinario comprando champán. El champán tiene una importancia bárbara para él.
Entramos en el comedor. Tomé la botella de brandy y preparé un trago para Brett y otro para mí. Sonó el timbre y acudí a la puerta: era el conde. Detrás de él, con una canasta de botellas de champán, estaba el chofer.
-¿Dónde puedo decir que lo ponga, señor? -preguntó el conde.
-En la cocina -contestó Brett.
-Póngalo allí, Henry -dijo el conde indicándole el sitio-. Ahora baje y traiga el hielo. Se quedó velando por la canasta, que estaba en la cocina:
-Me parece que opinará usted que es un buen vino. Ya sé que en los Estados Unidos no tenemos ahora demasiadas oportunidades para juzgar un buen vino, pero éste lo conseguí por medio de un amigo que está metido en el negocio.
-Usted conoce siempre a alguien en el mundo del comercio -dijo Brett.
-Este amigo se dedica al cultivo de la vid. Tiene miles de acres de viñedos.
-¿Cuál es su nombre? -preguntó Brett-. ¿Veuve Cliquot?
-No -respondió el conde-. Mumms. Es un barón.
-¿No es algo maravilloso? -dijo Brett-. Todos nosotros tenemos títulos. ¿Cómo es que no tienes tú ninguno, Jake?
-Le aseguro a usted, señor -dijo el conde, poniéndome la mano en el brazo-, que eso nunca reporta ningún beneficio. En la mayoría de los casos le cuesta dinero a uno.
-Oh, no lo sé… A veces es tremendamente útil -dijo Brett.
-Yo no he observado que nunca me proporcionara el menor beneficio.
-Porque no lo ha empleado de forma adecuada. Con el mío yo he obtenido un prestigio fabuloso.
-Siéntese, conde -dije yo-. Permítame que le coja su bastón.
El conde estaba mirando a Brett, que se hallaba al otro lado de la mesa, bajo la luz, fumando un cigarrillo y arrojando la ceniza sobre la alfombra. Vio que yo me daba cuenta de ello:
-Oye, Jake, no quiero echar a perder tus alfombras. ¿No puedes proporcionarme un cenicero?
Hallé algunos ceniceros y los distribuí por allí. Apareció el chofer con un cubo lleno de hielo con sal.
-Ponga dos botellas dentro, Henry -dijo el conde.
-¿Algo más, señor?
-No. Aguarde en el coche. Se dirigió a Brett y a mí:
-¿Qué tal si fuéramos a cenar al Bois?
-Si usted quiere… -contestó Brett-. Yo no sería capaz de comer nada.
-A mí siempre me gusta una buena comida -dijo el conde.
-¿Puedo traer el vino, señor? -preguntó el chofer.
-Sí, tráigalo, Henry -contestó el conde. Sacó una gran petaca de piel de cerdo y me la acercó:
-¿Quiere usted probar un auténtico puro americano?
-Gracias -contesté-. Voy a terminar mi cigarrillo.
Cortó la punta de su cigarro con el artefacto que llevaba colgado de uno de los extremos de su cadena de reloj.
-Me gusta que un cigarro tire de verdad -dijo el conde-. La mitad de puros que uno fuma no tiran.
Encendió el cigarro y dio unas chupadas mirando a Brett que estaba al otro lado de la mesa:
-Y cuando esté divorciada, lady Ashley, ya no tendrá título.
-No. Es una lástima.
-No -contestó el conde-. Usted no necesita título. Respira clase por todos sus poros.
-Gracias. Muy amable de su parte.
-No me burlo de usted -dijo el conde arrojando una nube de humo-. Es usted la persona con más clase de todas cuantas he conocido. La tiene, eso es todo.
-Es usted muy amable -dijo Brett-. Mamá estaría complacida. ¿Por qué no lo escribe? Se lo mandaría por carta.
-También se lo diría a ella -dijo el conde-. No me burlo de usted; nunca me burlo de la gente. Búrlate de la gente y te harás enemigos: eso es lo que yo digo siempre.
-Tiene usted razón -dijo Brett-. Tiene usted muchísima razón. Yo me burlo siempre de la gente y no tengo ni un amigo en todo el mundo. Excepto Jake.
-Porque no se burla usted de él.
-Eso es.
-¿Y ahora? -preguntó el conde-. ¿Se está burlando de él? Brett me miró y se le marcaron arrugas en las comisuras de los ojos:
-No -dijo-. No podría burlarme de él.
-¿Lo ve? -dijo el conde-. De él no se burla.
-¡Qué conversación más aburrida, demonios! -dijo Brett-. ¿Qué pasaría si tomáramos un poco de ese champán? El conde se inclinó hasta alcanzar el cubo resplandeciente e hizo girar las botellas:
-Todavía no está frío. Está usted siempre bebiendo, querida. ¿Por qué no se contenta sólo con hablar?
-Ya he hablado demasiado. Me he quedado totalmente vacía después de hablar con Jake.
-Me gustaría oírla hablar realmente, querida. Cuando habla conmigo jamás termina del todo las frases.
-Dejo para usted el trabajo de terminarlas. Dejo que cada cual las termine como quiera.
-Es un sistema muy interesante -el conde alcanzó las botellas y les dio la vuelta-. Sin embargo, me gustaría oírla hablar alguna vez.
-¿Verdad que parece tonto? -preguntó Brett.
-Creo que ahora está ya frío -dijo el conde sacando una botella. Traje una toalla y él secó la botella y la levantó en alto:
-Me gusta beber champán de botellas de dos litros. El vino es mejor, pero habría sido demasiado difícil enfriarlo.
Sostenía la botella, contemplándola. Yo coloqué las copas.
-¡Venga! ¡Ya podría usted abrirla! -sugirió Brett.
-Sí, querida. Ahora le abriré. Era un champán fuera de serie.
-¡Caramba! ¡Eso sí que es vino! -dijo Brett levantando en alto su copa-. Debemos brindar por algo. ¡Un brindis por la realeza!
-Este vino es demasiado bueno para brindar con él, querida. No hay que mezclar las emociones con un vino como ése: uno se pierde su sabor.
El vaso de Brett estaba vacío.
-Debería usted escribir un libro sobre vinos, conde -dije yo.
-Señor Barnes -repuso el conde-, lo único que quiero de los vinos es saborearlos.
-Saboreemos un poco más de éste -dijo Brett presentando su copa. El conde lo vertió con mucho cuidado:
-Tome, querida. Saboréelo lentamente; luego ya puede emborracharse.
-¿Emborracharme? ¿Emborracharme?
-Querida, es usted encantadora cuando está borracha.
-Oigan a ese hombre.
-Señor Barnes -dijo el conde llenándome la copa-, es la única de las damas que he conocido que resulta tan encantadora cuando está bebida como cuando está serena.
-Pues no debe de haber visto mucho mundo, ¿verdad?
-Sí, querida. He dado muchas vueltas, muchísimas.
-Bébase su champán -dijo Brett-. Todos hemos dado vueltas. Me atrevo a decir que Jake ha visto tantas cosas como usted.
-Querida, estoy seguro de que ha visto un montón. No piense que no me lo creo, señor. Yo también he visto muchísimas.
-Claro que sí, querido -dijo Brett-. Sólo quería hacerle rabiar.
-He estado en siete guerras y en cuatro revoluciones -dijo el conde.
-¿Como soldado? -preguntó Brett.
-A veces sí, querida. Y tengo heridas de flecha. ¿Han visto alguna vez heridas de flecha?
-Déjenos echar una mirada.
El conde se levantó; se desabrochó chaleco y camisa y se levantó la camiseta, mostrando el negro pecho y los fuertes músculos de su estómago, que se combaban bajo la luz.
-¿Las ven?
Bajo la línea en que terminaban las costillas había dos costurones de tono blanco.
-Miren en la espalda, por donde salieron.
Encima de los riñones había otras dos cicatrices iguales, del grosor de un dedo.
-¡Caramba! ¡Ahí es nada!
-Pasaron limpiamente de parte a parte.
Mientras el conde se ponía bien la camisa le pregunté:
-¿Dónde se las hicieron?
-En Abisinia, cuando tenía veintiún años.
-¿Qué hacía usted? -preguntó Brett-. ¿Estaba en el ejército?
-Hacía un viaje de negocios, querida.
-Ya te dije que era de los nuestros, ¿verdad? -dijo Brett dirigiéndose hacia mí-. Le quiero, conde; es usted un encanto.
-Me hace muy dichoso, querida. Pero no es verdad.
-No sea asno.
-Mire, señor Barnes, es precisamente porque he vivido mucho por lo que ahora disfruto tanto de todo. ¿No lo ve usted así?
-Sí, exactamente igual.
-Lo sé. Ése es el secreto -dijo el conde-. Uno debe llegar a conocer los valores.
-¿No les puede ocurrir nada a sus valores alguna vez? -preguntó Brett.
-No, ya no.
-¿No se ha enamorado nunca?
-Siempre -contestó el conde-. Siempre estoy enamorado.
-¿Y qué significa eso para sus valores?
-Eso tiene también un buen lugar entre mis valores.
-Usted no tiene valores; está muerto, eso es todo.
-No, querida, no tiene usted razón. Yo no estoy muerto en absoluto.
Bebimos tres botellas de champán y el conde dejó la canasta en mi cocina. Cenamos en un restaurante del Bois. Fue una buena cena. La comida ocupaba un lugar de excelencia en la escala de valores del conde, al igual que el vino. Durante la cena el conde se mantuvo en perfecta forma, y Brett también. Fue una buena velada.
-¿Adónde les gustaría ir? -preguntó el conde después de la cena.
Éramos los únicos que quedábamos en el restaurante. Los dos camareros estaban de pie frente a la puerta: querían irse a casa.
-Podemos subir a la colina -propuso Brett-. ¿Verdad que hemos pasado una espléndida velada?
El conde resplandecía de dicha.
-Son ustedes realmente encantadores -dijo fumando otro cigarro-. ¿Por qué no se casan los dos?
-Queremos ser dueños de nuestras propias vidas -dije yo.
-Tenemos nuestras carreras -dijo Brett-. Vamos; salgamos de aquí.
-Tomemos otro coñac -propuso el conde.
-Tomémoslo en la colina.
-No, tomémoslo aquí: hay tranquilidad.
-¡Ustedes y su tranquilidad! -dijo Brett-. ¿Qué es lo que sienten los hombres por la tranquilidad?
-Nos gusta -contestó el conde-. Nos gusta; lo mismo que a usted le gusta el ruido, querida.
-Está bien -accedió Brett-. Tomemos uno.
-¡Sommelier! -dijo el conde.
-Sí, señor.
-¿Cuál es el coñac más viejo que tienen?
-Mil ochocientos once, señor.
-Tráiganos una botella.
-Vaya, no haga ahora un alarde. Hazle cambiar de idea, Jake.
-Escúcheme querida: para gastarme el dinero, doy más valor al coñac añejo que a cualquier otra antigüedad.
-¿Tiene muchas antigüedades?
-Una casa llena.
Al fin subimos a Montmartre. El Zelli estaba abarrotado y lleno de humo y ruido; la música, al entrar, le causaba a uno un sobresalto. Brett y yo bailamos. La gente estaba tan apiñada que casi no podíamos movernos. El negro de la batería saludó a Brett con la mano; estrujados por la multitud, bailábamos frente a él.
-¿Qué tal?
-Perfectamente.
-Eso está bien.
Era todo labios y dientes.
-Es un gran amigo mío -dijo Brett-; y un batería formidable.
La música paró y nos dirigimos hacia la mesa en que se hallaba sentado el conde. La música empezó otra vez y bailamos. Miré al conde; estaba sentado y fumaba un cigarro. La música paró de nuevo.
-Volvamos -dijo Brett dirigiéndose hacia la mesa.
La música empezó de nuevo y volvimos a bailar apretujados entre la multitud.
-Eres un asco bailando, Jake. Michael es el mejor bailarín que conozco.
-Es un chico magnífico.
-Tiene sus buenas cualidades.
-Me gusta mucho -dije-. Le aprecio terriblemente.
-Voy a casarme con él -dijo Brett-. Es curioso, no he pensado en él en una semana.
-¿No le escribes?
-No, yo no. Nunca escribo cartas.
-Apuesto a que él te escribe.
-Sí, un poco más que yo. Y cartas realmente buenas.
-¿Cuándo vais a casaros?
-¿Cómo voy a saberlo? Tan pronto como podamos obtener el divorcio. Michael está intentando conseguir que su madre ponga el dinero.
-¿No te podría ayudar yo?
-No seas necio. La familia de Michael tiene carretadas de dinero.
La música paró y nos dirigimos hacia la mesa. El conde se puso en pie.
-Encantadores -dijo el conde-. Estaban ustedes realmente deliciosos.
-¿Usted no baila, conde? -pregunté.
-No. Soy demasiado viejo.
-¡Oh!, déjese de tonterías -dijo Brett.
-Querida, lo haría si me divirtiera. Pero lo que me divierte es verla bailar a usted.
-Estupendo -dijo Brett-. Volveré a bailar para usted alguna vez. Oiga, ¿qué sabe de su amiguito Zizi?
-Permítame que le diga una cosa: soporto a ese muchacho, pero no quiero tenerlo a mi lado.
-Es un poco pesado.
-Mire usted, creo que es un chico con porvenir. Pero, personalmente, no lo quiero a mi alrededor.
-Jake piensa más o menos lo mismo.
-Me crispa los nervios.
-En fin -dijo el conde encogiéndose de hombros-, acerca de su futuro uno no puede decir nada. De todas formas, su padre era un gran amigo del mío.
-Venga, vamos a bailar -dijo Brett.
Bailamos. Estaba abarrotado y el ambiente era sofocante.
-Querido -dijo Brett-, ¡soy tan desgraciada!
Tuve la sensación de repetir una escena que ya había tenido lugar en otra ocasión.
-Hace un minuto resplandecías de felicidad. El batería voceaba:
-No puedes dos veces…
-Pues se me ha ido como por encanto.
-¿Qué te ocurre?
-No lo sé. Sólo sé que me siento horriblemente.
-… -cantaba el batería. Luego volvió a sus palillos.
-¿Quieres irte?
Como en una pesadilla, tenía la sensación de que todo se repetía, de que era algo por lo que ya había pasado y por lo que ahora tenía que volver a pasar.
-… -cantó suavemente el batería.
-Vámonos -dijo Brett-. No te parece mal, ¿verdad?
-… -cantó a gritos el batería, sonriendo a Brett.
-Está bien -dije. Salimos de entre el gentío y Brett fue al tocador.
-Brett quiere irse -dije al conde. Éste inclinó la cabeza en señal de asentimiento:
-¿Ah, sí? Muy bien, cojan el coche. Yo voy a quedarme aquí un rato, señor Barnes. Nos dimos un apretón de manos.
-Ha sido una velada maravillosa -dije-. Desearía que me dejara pagar esto.
-Señor Barnes, no sea usted ridículo -dijo el conde.
Brett se acercó con su abrigo puesto. Besó al conde y le puso la mano en el hombro para impedir que se levantara. Al salir me volví: había tres chicas a su mesa. Subimos al imponente coche y Brett dio al chofer la dirección de su hotel.
-No, no subas -dijo al llegar al hotel. Había tocado el timbre y la puerta estaba con el cerrojo descorrido.
-¿De veras?
-No, por favor.
-Buenas noches, Brett -dije-. Me disgusta que te sientas deprimida.
-Buenas noches, Jake. Buenas noches, querido. No quiero volver a verte. De pie ante la puerta, nos besamos. Me rechazó y volvimos a besarnos.
-¡Oh, no lo hagas! -dijo Brett.
Se volvió rápidamente y entró en el hotel. El chofer me llevó a mi piso. Le di veinte francos.
-Gracias, señor -dijo él, tocándose la gorra, y se marchó. La puerta se abrió; subí por la escalera y me metí en la cama.
IMPORTANTE: Acerca de la bibliografía.
Toda referencia no detallada en el texto o en nota a pie, se encuentra desarrollada en su integridad en la Bibliografía General.

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