Memorias de un europeo

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El mundo de la seguridad

Educados en el silencio, la tranquilidad y la austeridad, de repente se nos arroja al mundo; cien mil olas nos envuelven, todo nos seduce, muchas cosas nos atraen, otras muchas nos enojan, y de hora en hora titubea un ligero sentimiento de inquietud; sentimos y lo que sentimos lo enjuaga la abigarrada confusión del mundo.
GOETHE

Si busco una fórmula práctica para definir la época de antes de la Primera Guerra Mundial, la época en que crecí y me crié, confío en haber encontrado la más concisa al decir que fue la edad de oro de la seguridad. Todo en nuestra monarquía austríaca casi milenaria parecía asentarse sobre el fundamento de la duración, y el propio Estado parecía la garantía suprema de esta estabilidad. Los derechos que otorgaba a sus ciudadanos estaban garantizados por el Parlamento, representación del pueblo libremente elegida, y todos los deberes estaban exactamente delimitados. Nuestra moneda, la corona austríaca, circulaba en relucientes piezas de oro y garantizaba así su invariabilidad. Todo el mundo sabía cuánto tenía o cuánto le correspondía, qué le estaba permitido y qué prohibido. Todo tenía su norma, su medida y su peso determinados. Quien poseía una fortuna podía calcular exactamente el interés que le produciría al año; el funcionario o el militar, por su lado, con toda seguridad podían encontrar en el calendario el año en que ascendería o se jubilaría. Cada familia tenía un presupuesto fijo, sabía cuánto tenía que gastar en vivienda y comida, en las vacaciones de verano y en la ostentación y, además, sin falta reservaba cuidadosamente una pequeña cantidad para imprevistos, enfermedades y médicos.

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Quien tenía una casa la consideraba un hogar seguro para sus hijos y nietos; tierras y negocios se heredaban de generación en generación; cuando un lactante dormía aún en la cuna, le depositaban ya un óbolo en la hucha o en la caja de ahorros para su camino en la vida, una pequeña “reserva” para el futuro. En aquel vasto imperio todo ocupaba su lugar, firme e inmutable, y en el más alto de todos estaba el anciano emperador; y si éste se moría, se sabía (o se creía saber) que vendría otro y que nada cambiaría en el bien calculado orden. Nadie creía en las guerras, las revoluciones ni las subversiones. Todo lo radical y violento parecía imposible en aquella era de la razón.

Dicho sentimiento de seguridad era la posesión más deseable de millones de personas, el ideal común de vida. Sólo con esta seguridad valía la pena vivir y círculos cada vez más amplios codiciaban su parte de este bien precioso. Primero, sólo los terratenientes disfrutaban de tal privilegio, pero poco a poco se fueron esforzando por obtenerlo también las grandes masas; el siglo de la seguridad se convirtió en la edad de oro de las compañías de seguros. La gente aseguraba su casa contra los incendios y los robos, los campos contra el granizo y las tempestades, el cuerpo contra accidentes y enfermedades; suscribía rentas vitalicias para la vejez y depositaba en la cuna de sus hijas una póliza para la futura dote. Finalmente incluso los obreros se organizaron, consiguieron un salario estable y seguridad social; el servicio doméstico ahorraba para un seguro de previsión para la vejez y pagaba su entierro por adelantado, a plazos. Sólo aquel que podía mirar al futuro sin preocupaciones gozaba con buen ánimo del presente.

En esta conmovedora confianza en poder empalizar la vida hasta la última brecha, contra cualquier irrupción del destino, se escondía, a pesar de toda la solidez y la modestia de tal concepto de la vida, una gran y peligrosa arrogancia. El siglo XIX, con su idealismo liberal, estaba convencido de ir por el camino recto e infalible hacía “el mejor de los mundos”. Se miraba con desprecio a las épocas anteriores, con sus guerras, hambrunas y revueltas, como a un tiempo en que la humanidad aún era menor de edad y no lo bastante ilustrada. Ahora, en cambio, superar definitivamente los últimos restos de maldad y violencia sólo era cuestión de unas décadas, y esa fe en el “progreso” ininterrumpido e imparable tenía para aquel siglo la fuerza de una verdadera religión; la gente había llegado a creer más en dicho “progreso” que en la Biblia, y su evangelio parecía irrefutablemente probado por los nuevos milagros que diariamente ofrecían la ciencia y la técnica. En efecto, hacia finales de aquel siglo pacífico, el progreso general se fue haciendo cada vez más visible, rápido y variado. De noche, en vez de luces mortecinas, alumbraban las calles lámparas eléctricas, las tiendas de las capitales llevaban su nuevo brillo seductor hasta los suburbios, uno podía hablar a distancia con quien quisiera gracias al teléfono, el hombre podía recorrer grandes trechos a nuevas velocidades en coches sin caballos y volaba por los aires, realizando así el sueño de Ícaro. El confort salió de las casas señoriales para entrar en las burguesas, ya no hacía falta ir a buscar agua a las fuentes o los pozos, ni encender fuego en los hogares a duras penas; la higiene se extendía, la suciedad desaparecía. Las personas se hicieron más bellas, más fuertes, más sanas, desde que el deporte aceró sus cuerpos; poco a poco, por las calles se fueron viendo menos lisiados, enfermos de bocio y mutilados, y todos esos milagros eran obra de la ciencia, el arcángel del progreso. También hubo avances en el ámbito social; año tras año, el individuo fue obteniendo nuevos derechos, la justicia procedía con más moderación y humanidad e incluso el problema de los problemas, la pobreza de las grandes masas, dejó de parecer insuperable. Se otorgó el derecho de voto a círculos cada vez más amplios y, con él, la posibilidad de defender legalmente sus intereses; sociólogos y catedráticos rivalizaban en el afán de hacer más sana e incluso más feliz la vida del proletariado.

¿Es de extrañar, pues, que aquel siglo se deleitara con sus propias conquistas y considerara cada década terminada como un mero peldaño hacia otra mejor? Se creía tan poco en recaídas en la barbarie por ejemplo, guerras entre los pueblos de Europa como en brujas y fantasmas; nuestros padres estaban plenamente imbuidos de la confianza en la fuerza infaliblemente aglutinadora de la tolerancia y la conciliación. Creían honradamente que las fronteras de las divergencias entre naciones y confesiones se fusionarían poco a poco en un humanismo común y que así la humanidad lograría la paz y la seguridad, esos bienes supremos.

Para los hombres de hoy, que hace tiempo excluimos del vocabulario la palabra “seguridad” como un fantasma, nos resulta fácil reírnos de la ilusión optimista de aquella generación, cegada por el idealismo, para la cual el progreso técnico debía ir seguido necesariamente de un progreso moral igual de veloz. Nosotros, que en el nuevo siglo hemos aprendido a no sorprendernos ante cualquier nuevo brote de bestialidad colectiva, nosotros, que todos los días esperábamos una atrocidad peor que la del día anterior, somos bastante más escépticos respecto a la posibilidad de educar moralmente al hombre. Tuvimos que dar la razón a Freud cuando afirmaba ver en nuestra cultura y en nuestra civilización tan sólo una capa muy fina que en cualquier momento podía ser perforada por las fuerzas destructoras del infierno; hemos tenido que acostumbrarnos poco a poco a vivir sin el suelo bajo nuestros pies, sin derechos, sin libertad, sin seguridad. Para salvaguardar nuestra propia existencia, renegamos ya hace tiempo de la religión de nuestros padres, de su fe en un progreso rápido y duradero de la humanidad; a quienes aprendimos con horror nos parece banal aquel optimismo precipitado a la vista de una catástrofe que, de un solo golpe, nos ha hecho retroceder mil años de esfuerzos humanos. Sin embargo, a pesar de que nuestros padres habían servido a una ilusión, se trataba de una ilusión magnífica y noble, mucho más humana y fecunda que las consignas de hoy. Y algo dentro de mí no puede desprenderse completamente de ella, por alguna razón misteriosa, a pesar de todas las experiencias y de todos los desengaños. Lo que un hombre, durante su infancia, ha tomado de la atmósfera de la época y ha incorporado a su sangre, perdura en él y ya no se puede eliminar. Y, a pesar de todo lo que resuena en mis oídos todos los días, a pesar de todas las humillaciones y pruebas que yo y mis innumerables compañeros de destino hemos padecido, no puedo renegar del todo de la fe de mi juventud y dejar de creer que, a pesar de todo, volveremos a levantarnos un día. Desde el abismo de horror en que hoy, medio ciegos, avanzamos a tientas con el alma turbada y rota, sigo mirando aún hacia arriba en busca de las viejas constelaciones que brillaban sobre mi infancia y me consuelo, con la confianza heredada, pensando que un día esta recaída aparecerá como un mero intervalo en el ritmo eterno del progreso incesante.

Hoy, cuando ya hace tiempo que la gran tempestad lo aniquiló, sabemos a ciencia cierta que aquel mundo de seguridad fue un castillo de naipes. Sin embargo, mis padres vivieron en él como en una casa de piedra. Ninguna tempestad ni corriente de aire irrumpió jamás en su plácida y holgada existencia; cierto que disponían de una protección especial contra el viento: eran gente acomodada que poco a poco fue haciéndose rica, incluso muy rica, y eso, en aquella época, era un buen colchón para asegurar paredes y ventanas. Su forma de vida me parece tan típica de la llamada “buena burguesía judía” (la burguesía que hubo de dar a la cultura vienesa valores tan esenciales y que, como contrapartida, hubo de ser totalmente exterminada) que, con este informe sobre su existencia cómoda y silenciosa, narro en realidad algo impersonal: al igual que mis padres, diez o veinte mil familias de Viena llevaron la misma vida en aquel siglo de valores asegurados.

La familia de mi padre procedía de Moravia. Las comunidades judías vivían en pequeñas aldeas en perfecta armonía con la gente labriega y la pequeña burguesía; por eso carecían por completo, por un lado, del abatimiento y, por otro, de la impaciencia grácilmente impulsiva de los judíos del Este. Robustos, fortalecidos por la vida del campo, seguían su camino seguros y tranquilos como los campesinos que labraban su terruño patrio. Emancipados pronto de la ortodoxia religiosa, eran apasionados partidarios de la religión del “progreso” de la época y, en la era política del liberalismo, situaron en el Parlamento a los diputados más respetados. Cuando se mudaban de su tierra natal a Viena, se adaptaban con una rapidez sorprendente a la esfera cultural superior y su ascenso personal se unía orgánicamente al impulso general de la época. Por lo que respecta a esta forma de transición, también nuestra familia fue un caso completamente típico. Mi abuelo paterno se había dedicado a vender productos manufacturados. Después, en la segunda mitad del siglo, despegó en Austria la actividad industrial. Los telares y las hiladoras mecánicos, importados de Inglaterra, aportaron, junto con la racionalización, un abaratamiento enorme en comparación con los productos de artesanía tradicionales y, gracias a su talento para los negocios y a su visión cosmopolita, los comerciantes judíos fueron los primeros en reconocer la necesidad y la rentabilidad de un cambio en la producción industrial de Austria. Con un capital a menudo módico fundaron en un abrir y cerrar de ojos aquellas primeras fábricas improvisadas que al principio sólo funcionaban con la fuerza hidráulica, pero que poco a poco se fueron ampliando hasta llegar a convertirse en la poderosa industria textil bohemia que dominó toda Austria y los Balcanes. Si, por tanto, el abuelo, representante típico de la época anterior, se dedicó sólo al comercio intermediario de los productos acabados, mi padre ya pasó con decisión a la era moderna, fundando en el norte de Bohemia, a los treinta y tres años, una pequeña fábrica de tejidos que con el tiempo fue ampliando, lenta y cautelosamente, hasta convertirla en toda una soberbia empresa.

Esta forma prudente de ampliar el negocio, a pesar de que la coyuntura era tentadoramente favorable, se adecuaba plenamente al espíritu de la época. Se correspondía, además, de una manera especial, con el carácter reservado y nada codicioso del padre, que había asimilado el credo de la época: safety first; para él era más importante tener una empresa “sólida” (otra palabra predilecta de aquellos tiempos) con un capital propio, que convertirla en una empresa de grandes dimensiones a base de créditos o hipotecas. El hecho de que nadie hubiera visto jamás su nombre en un pagaré o en una letra de cambio y sólo figurara en el lado acreedor de su banco (por supuesto la entidad de crédito más sólida, el banco Rotschild) fue el único orgullo de su vida. Se oponía a cualquier ganancia que comportase la menor sombra de riesgo y en toda su vida jamás participó en negocios ajenos. Sin embargo, si llegó a hacerse rico poco a poco, y cada vez más rico, no fue gracias a especulaciones audaces ni a operaciones a largo plazo, sino a su adaptación al método general que se seguía en aquella época prudente y que consistía en emplear sólo una parte discreta de los ingresos y, en consecuencia, todos los años añadir al capital una suma cada vez más considerable. Como la mayor parte de su generación, mi padre habría tachado de derrochador a quien consumiera despreocupadamente la mitad de sus ingresos sin “pensar en el mañana” (otra de las frases habituales de la era de la seguridad que ha pervivido hasta nosotros). Gracias a este ahorro constante de los beneficios, en aquella época de prosperidad creciente en la que, además, el Estado no pensaba en pellizcar con impuestos más que un pequeño porcentaje, incluso de las rentas más altas, y en la que, por otro lado, los valores industriales y del Estado producían intereses altos, el hacerse cada vez más ricos en realidad no significaba para los acaudalados más que un esfuerzo pasivo. Y valía la pena; aún no se robaba a los ahorradores, como en los tiempos de inflación, no se estafaba a los solventes, y precisamente los más pacientes, los que no especulaban, obtenían mejores beneficios. Gracias a esta adaptación al sistema general de la época, mi padre, ya a los cincuenta años, podía considerarse un hombre acaudalado, también de acuerdo con los criterios internacionales. Pero el tren de vida de nuestra familia no siguió sino hasta mucho más tarde el aumento de la fortuna, cada vez más rápido. Poco a poco nos fuimos permitiendo pequeñas comodidades, nos mudamos de una casa pequeña a otra más espaciosa, las tardes de primavera alquilábamos un automóvil, viajábamos en coche cama de segunda clase, pero hasta los cincuenta años mi padre no se permitió el lujo de pasar un mes de vacaciones invernales, en Niza, con mi madre. En definitiva, permanecía inalterable la postura Fundamental de disfrutar de la riqueza poseyéndola y no haciendo ostentación de ella; ni siquiera siendo ya millonario fumó mi padre cigarros habanos, sino sólo los irabucco nacionales, al igual que el emperador Francisco José sólo sus baratos Virginia, y cuando jugaba a las cartas, no apostaba más que cantidades pequeñas. Inflexible, llevaba una vida cómoda, pero reservada y discreta. Aun cuando tenía incomparablemente más prestigio y cultura que la mayoría de sus colegas (tocaba muy bien el piano, escribía en un estilo claro y bello, hablaba francés e inglés), rehusó honores y cargos honoríficos, nunca en su vida pretendió ni aceptó ninguno de los títulos y distinciones que a menudo se le ofrecían por su posición de gran industrial. Este orgullo secreto de no tener que pedir nunca nada a nadie, de no verse obligado nunca a decir “por favor” o “gracias”, significaba para él más que todas las apariencias.

Ahora bien, en la vida de todo hombre irremisiblemente llega el momento en que éste reencuentra la imagen de su padre en la suya propia. Ese rasgo característico que denotaba una inclinación hacia la privacidad y el anonimato de su propia vida, empieza ahora a desarrollarse en mí, cada año con más pujanza, por mucho que, a decir verdad, se contradiga con mi profesión, que, en cierta manera, por fuerza tiene que dar a conocer mi nombre y a mi persona. Aun así, con el mismo orgullo secreto he rechazado desde siempre cualquier forma de distinción pública, no he aceptado condecoraciones ni títulos ni presidencias de academias ni jurados; incluso sentarme a la mesa en un banquete me resulta un martirio y la sola idea de dirigirme a alguien para pedirle algo me seca los labios antes de pronunciar la primera palabra, aun cuando mi petición sea en favor de otra persona. Sé cuán anacrónicas son estas inhibiciones en un mundo en el que uno se puede mantener libre sólo con astucia y evasivas y en el que, como decía sabiamente el padre Goethe, “las condecoraciones y los títulos evitan muchos empujones en las aglomeraciones”. Pero mi padre, al que llevo dentro de mí, y su orgullo secreto, me retienen y no puedo oponerles resistencia, porque les debo lo que quizá considero mi única posesión segura: el sentimiento de libertad interior.

Mi madre, de soltera Brettauer, era de procedencia distinta, cosmopolita. Había nacido en Ancona, en el sur de Italia, y tanto el italiano como el alemán eran sus lenguas maternas; cada vez que hablaba con la abuela o con su hermana de algo que no quería que entendieran los criados, pasaba al italiano. Desde mi infancia yo estaba familiarizado con el risotto y las alcachofas, todavía raras por aquel entonces, así como con otras especialidades de la cocina meridional, y posteriormente, siempre que viajaba a Italia, me sentía allí como en casa desde el primer momento. Pero la familia de mi madre no era en absoluto italiana, sino conscientemente cosmopolita; los Brettauer, que originariamente eran propietarios de un banco, pronto se habían dispersado por el mundo desde Hohenems, un pueblecito de la frontera suiza, siguiendo el modelo de las grandes familias banqueras judías, aunque, claro está, en dimensiones mucho más pequeñas. Unos se marcharon a Sankt Gallen, otros a Viena y a París, el abuelo a Italia, un tío a Nueva York, y ese contacto con lo internacional les confirió modales más refinados, una visión más amplia y, por añadidura, un cierto orgullo de familia. En este círculo familiar ya no existían pequeños comerciantes ni corredores de bolsa, sino sólo banqueros, directores, catedráticos, abogados y médicos; todos hablaban más de una lengua, y recuerdo la naturalidad con que en casa de la tía de París, durante las comidas, se pasaba de una a otra indistintamente. Era una familia muy “apegada a sí misma” y, cuando una muchacha de una rama más pobre de la familia llegaba a la edad casadera, toda la parentela contribuía con una dote espléndida sólo para evitar un casamiento por “debajo de su clase”. Mi padre, desde luego, era respetado como gran industrial, pero mi madre, aunque unida a él por un matrimonio de lo más feliz, no hubiera consentido que los parientes de él quedasen en la misma posición que los de ella. Este orgullo de pertenecer a una “buena familia” era inextirpable en todos los Brettauer y, cuando en años ulteriores uno de ellos quería manifestarme su afecto, decía en tono condescendiente: “Al fin y al cabo eres un Brettauer de pura cepa”, como si con ello quisiera decir a modo de alabanza: “Al fin y al cabo, te ha tocado en suerte ser de los nuestros.”

Esta clase de nobleza, que muchas familias judías se otorgaban motu propio, a mi hermano y a mí desde pequeños ya nos divertía, ya nos irritaba. onstantemente oíamos decir que éstos eran gente “fina” y aquéllos gente “ordinaria”, de todos nuestros amigos se investigaba si eran de “buena” familia y se comprobaba tanto el origen de sus parientes hasta la última generación como el de su fortuna. Esta manía de clasificar, que era realmente el objeto principal de todas las conversaciones familiares y sociales, nos parecía de lo más ridículo y esnob a la vez, ya que en el fondo todas las familias judías procedían del mismo gueto, con una diferencia de tan sólo cincuenta o cien años. Sólo más tarde comprendí que el concepto de “buena familia”, que a los niños nos parecía una farsa y una parodia de una pseudo-aristocracia artificial, expresaba una de las tendencias más íntimas y secretas del carácter judío. En opinión generalmente aceptada, la verdadera y típica finalidad de la vida de un judío consiste en hacerse rico. Nada más falso. Para él, llegar a ser rico significa sólo un escalón, un medio para lograr el auténtico objetivo, pero nunca es un fin en sí mismo. El deseo propiamente dicho del judío, su ideal inmanente, es ascender al mundo del espíritu, a un estrato cultural superior. Ya en el judaísmo ortodoxo oriental, donde tanto las debilidades de toda la raza como sus méritos se dibujan nítidos e intensos, encuentra esa aspiración de la voluntad a lo espiritual por encima de lo meramente material su expresión plástica: el hombre piadoso, el erudito de la Biblia, está mil veces mejor visto por la comunidad que el rico; incluso el más acaudalado preferirá entregar a su hija en matrimonio a un intelectual pobre de solemnidad que a un comerciante. Esta preferencia por el mundo del espíritu es homogénea en todos los estamentos; incluso el quincallero más pobre que arrastra sus bártulos a través del viento y la tempestad procurará dar estudios al menos a un hijo a costa de grandes sacrificios, y toda la familia considerará como un título honroso tener en su seno a alguien que goce de reconocimiento en el mundo intelectual: un profesor, un erudito, un músico; como si sus méritos los ennobleciesen a todos. Algo del judío trata de huir de lo moralmente dudoso, de lo adverso, mezquino y poco intelectual, inherente a todo comercio, a toda actividad puramente mercantil, y aspira a ascender a la esfera más pura, no materialista, del espíritu, como si quisiera, en términos wagnerianos, redimirse a sí mismo, y a toda la raza, de la maldición del dinero. He ahí por qué el afán de riqueza del judaísmo se agota en una familia al cabo de dos o a lo sumo tres generaciones, y precisamente las dinastías más poderosas encuentran a sus hijos mal predispuestos a hacerse cargo de los bancos, las fábricas, los negocios ampliados y prósperos de sus padres. No se debe a una casualidad el que un lord Rothschild llegase a ser ornitólogo, un Warbug, historiador del arte, un Cassirer, filósofo, y un Sassoon, poeta; todos obedecieron al mismo impulso inconsciente de liberarse de lo que un judaísmo estrecho de miras había limitado al mero y frío ganar dinero, y quizás en eso se manifiesta incluso el anhelo secreto de diluirse en la esfera humana común, huyendo de la puramente judía hacia el mundo del espíritu.

“Buena” familia significa, pues, algo más que un elemento puramente social que ella misma se otorga con este calificativo; significa un judaísmo que se ha liberado o empieza a liberarse de todos los defectos, las mezquindades y pequeñeces que el gueto le había impuesto, a fuer de adaptarse a otra cultura y, si era posible, a una cultura universal. El hecho de que esa huida al mundo del espíritu a través de una plétora desproporcionada de profesiones intelectuales se tornara después nefasta para el judaísmo, como antes su limitación a los quehaceres materiales, constituye sin duda una de las paradojas eternas del destino judío.

En ninguna otra ciudad europea el afán de cultura fue tan apasionado como en Viena. Precisamente porque la monarquía y Austria no habían tenido desde hacía siglos ambiciones políticas ni demasiados éxitos en acciones militares, el orgullo patrio se había orientado principalmente hacia el predominio artístico. Del antiguo imperio de los Habsburgos, que antaño había dominado Europa, se habían desprendido hacía tiempo las provincias más importantes y valiosas: alemanas e italianas, flamencas y valonas; la capital, el baluarte de la corte, la guardiana de una tradición milenaria, había permanecido incólume, sumida en su viejo esplendor. Los romanos habían colocado las primeras piedras de un castrum, un puesto avanzado, para proteger la civilización latina de la barbarie y, al cabo de más de mil años, el asalto de los otomanos se estrelló contra aquellos muros. Por aquí habían pasado los Nibelungos, desde aquí iluminó al mundo la constelación de los siete astros inmortales de la música: Gluck, Haydn y Mozart, Beethoven, Schubert, Brahms y Johann Strauss, aquí confluyeron todas las corrientes de la cultura europea; en la corte, entre la nobleza y entre el pueblo, lo alemán se unía con alianzas de sangre con lo eslavo, lo húngaro, lo español, lo italiano, lo francés y lo flamenco, y el verdadero genio de esta ciudad de la música consistió en refundir armónicamente todos esos contrastes en un elemento nuevo y peculiar: el austríaco, el vienés. Acogedora y dotada de un sentido especial de la receptividad, la ciudad atraía las fuerzas más dispares, las distendía, las mullía y las serenaba; vivir en semejante atmósfera de conciliación espiritual era un bálsamo, y el ciudadano, inconscientemente, era educado en un plano supranacional, cosmopolita, para convertirse en ciudadano del mundo.

Este arte de la adaptación, de las transiciones suaves y musicales, no tardó en manifestarse en el aspecto exterior de la ciudad. Crecida poco a poco a lo largo de siglos, desplegada orgánicamente a partir de un núcleo central, era lo bastante populosa, con sus dos millones de habitantes, como para ofrecer todo el lujo y toda la variedad de una metrópoli, sin ser desmesurada, a la vez, hasta el punto de separarse de la naturaleza, como Londres o Nueva York. Las últimas casas de la ciudad se reflejaban en la corriente impetuosa del Danubio o daban a la extensa llanura o se perdían entre jardines y campos o subían por las suaves colinas de las últimas estribaciones de los Alpes, rodeadas de verdes bosques; era difícil saber dónde terminaba la naturaleza y empezaba la ciudad, ambas se confundían sin resistencia ni oposición.

Por otro lado, en el centro se notaba que la ciudad había crecido como un árbol, añadiendo anillos uno tras otro y, en vez de viejos muros fortificados, a la parte interior, su núcleo más precioso, la rodeaba la Ringstrasse, con sus casas suntuosas. Aquí los viejos palacios de la corte y de la nobleza contaban historias convertidas en piedra; ahí Beethoven había tocado el piano en casa de los Lichnowsky; allí Haydn se había alojado en casa de los Eszterházy; más allá, en la vieja universidad, había sonado por primera vez la Creación de Haydn; el palacio imperial, el Hofburg, había contemplado a generaciones de emperadores; el Schönbrunn había visto a Napoleón; en la catedral de San Esteban, los príncipes aliados de la cristiandad se habían arrodillado en acción de gracias por haberse salvado de los turcos; la Universidad vio entre sus paredes a incalculables lumbreras de la ciencia. En medio se alzaba, orgullosa y fastuosa, la nueva arquitectura, con espléndidas avenidas y rutilantes comercios. Pero la parte vieja no estaba en absoluto reñida con la nueva, como la piedra labrada con la naturaleza virgen. Era magnífico vivir allí, en esa ciudad que acogía todo lo extranjero con hospitalidad y se le entregaba de buen grado; era de lo más natural disfrutar de la vida en su aire ligero y, como en París, impregnado de alegría. Viena, como bien se sabe, era una ciudad sibarita, pero ¿qué significa cultura sino obtener de la tosca materia de la vida, a fuerza de halagos, sus ingredientes más exquisitos, más delicados y sutiles a través del arte y del amor? Amantes de la buena cocina, preocupados por el buen vino, la joven cerveza amarga, los dulces y las tartas abundantes, los habitantes de esta ciudad también eran muy exigentes en otros placeres, más refinados. Interpretar música, bailar, actuar en el escenario, conversar, exhibir modales elegantes y obsequiosos en el comportamiento, todo eso se cultivaba como un arte especial.

No era el mundo militar ni el político ni el comercial lo que se imponía en la vida tanto del individuo como de la colectividad; la primera ojeada al periódico de la mañana de un vienés medio no iba dirigida a los debates parlamentarios ni a los acontecimientos mundiales, sino al repertorio de teatro, que adquiría una importancia en la vida pública difícilmente comprensible en otras ciudades. Pues el teatro imperial, el Burgtheater, era para los vieneses y los austríacos más que un simple escenario en que unos actores interpretaban obras de teatro; era el microcosmos que reflejaba el macrocosmos, el reflejo multicolor en que se miraba la sociedad, el único y verdadero cotidiano del buen gusto. El espectador veía en el actor de la corte imperial el modelo de cómo vestirse, cómo entrar en una habitación, cómo llevar una conversación, qué palabras debía usar un hombre de buen gusto y cuáles debía evitar; el escenario no era un simple lugar de entretenimiento, sino un compendio hablado y plástico de urbanidad y buena pronunciación, y un nimbo de respeto, como una aureola de santidad, envolví todo lo que tenía alguna relación, por lejana que fuese, con el teatro de la corte. El primer ministro, el magnate más rico, podía ir por las calles de Viena sin que nadie volviera la cabeza para mirarlo; en cambio, cualquier dependienta y cualquier cochero reconocía a un actor de la corte o a una cantante de la ópera; los niños nos contábamos con orgullo que habíamos tropezado con uno de ellos en la calle (todos coleccionábamos sus retratos y autógrafos), y este culto a la personalidad, casi religioso, llegó hasta el punto de contagiarse a su medio; el peluquero de Sonnenthal o el cochero de Josef Kainz eran personas respetadas y secretamente envidiadas; los jóvenes elegantes se jactaban de ir vestidos por el mismo sastre que ellos. Cualquier aniversario, cualquier entierro, se convertía en un acontecimiento que eclipsaba todo hecho político.

El sueño supremo de todo escritor vienés era verse representado en el Burgtheater, porque eso significaba una especie de nobleza vitalicia y comprendía toda una serie de honores como, por ejemplo, entradas gratis para toda la vida, invitaciones a todas las recepciones oficiales; de esta manera uno se convertía en huésped de la casa imperial, y yo todavía recuerdo la solemnidad de mi introducción en ella. Por la mañana, el director del Burgtheater me había pedido que fuera a su despacho para comunicarme, después de felicitarme, que el Burgtheater había aceptado mi drama; cuando regresé a casa aquella noche, encontré su tarjeta. A mis veintiséis años, aquel hombre me había devuelto formalmente la visita; el hecho de que mi obra hubiese sido aceptada me había convertido en autor del teatro imperial y en un gentleman al que el director de aquella institución debía tratar au pair. Y todo lo que ocurría en el teatro afectaba indirectamente a todos, incluso a quien no tenía una relación directa con él. Recuerdo, por ejemplo, de la época de mis primeros años de juventud, que un día nuestra cocinera, con lágrimas en los ojos, irrumpió en la habitación: le acababan de comunicar que Charlotte Wolter (la actriz más famosa del Burgtheater) había muerto. Lo más grotesco de aquel dolor exagerado era, por supuesto, que nuestra anciana cocinera medio analfabeta no había estado ni una sola vez en el Burgtheater y no había visto a la Wolter ni dentro ni fuera del escenario; pero en Viena, una gran actriz nacional era propiedad colectiva hasta tal punto que incluso los que no se interesaban por el teatro percibían su muerte como una catástrofe. Cualquier pérdida, la desaparición de un cantante o de un actor popular, se convertía irremediablemente en luto nacional. Cuando el “viejo” Burgtheater, donde por primera vez sonaron las notas de Las bodas de Fígaro de Mozart, estaba a punto de ser demolido, toda la sociedad vienesa se reunió en sus salones, solemne y conmovida, como si se tratara de un entierro; apenas hubo caído el telón, todo el mundo se precipitó hacia el escenario para llevarse a casa como reliquia siquiera una astilla de las tablas sobre las que habían actuado sus artistas favoritos, y, después de décadas, todavía se podían ver en muchas casas burguesas esos insignificantes trozos de madera guardados en estuches preciosos como los fragmentos de la vera cruz en las iglesias. Tampoco nosotros actuamos con mucha más sensatez cuando derribaron el llamado salón Bösendorfer.

En sí misma, aquella pequeña sala de conciertos, reservada exclusivamente a la música de cámara, era un edificio insignificante y nada artístico; había albergado la escuela de equitación del príncipe de Liechtenstein y fue adaptada para conciertos con un simple revestimiento de madera sin ningún tipo de ostentación. Pero, con su resonancia de un viejo violín, era el santuario de los amantes de la música, porque allí habían dado conciertos Chopin y Brahms, Liszt y Rubinstein, y porque allí se habían oído por primera vez muchos cuartetos famosos. Y ahora tenía que ser sacrificado a un nuevo proyecto de edificio funcional; para nosotros, que habíamos vivido horas inolvidables en aquel edificio, eso era inconcebible. Cuando se extinguieron los últimos compases de Beethoven, interpretado, más brillantemente que nunca, por el Rosé-Quartett, nadie se levantó de su asiento. Alborotamos y aplaudimos, algunas mujeres sollozaron emocionadas, nadie quería admitir que se trataba de un adiós. Apagaron las luces para echarnos fuera. Ninguno de los cuatrocientos o quinientos fanáticos se movió de su localidad. Permanecimos allí media hora, una hora, como si con nuestra presencia pudiéramos forzar la salvación de la vieja sala sagrada. Y los estudiantes, ¡cómo luchamos con peticiones, manifestaciones y artículos para que no demolieran la casa donde murió Beethoven! Cada una de esas casas históricas de Viena era como un trozo de alma que nos arrancaban.

Este fanatismo por el arte, y en particular por el arte teatral, en Viena se hacía extensivo a todas las clases sociales. De por sí, Viena era, por su tradición secular, una ciudad claramente estratificada y a la vez, como escribí en cierta ocasión, maravillosamente orquestada. La batuta seguía en manos de la casa imperial. El castillo imperial era el centro de la supranacionalidad de la monarquía, y no sólo en el sentido del espacio sino también de la cultura. Alrededor del castillo, los palacios de la alta nobleza austríaca, polaca, checa y húngara formaban una especie de segunda muralla. A continuación estaba la “buena sociedad”, integrada por la nobleza inferior, el alto funcionariado, la industria y las “viejas familias” y, luego, por debajo, la pequeña burguesía y el proletariado. Todas estas capas sociales vivían en sus círculos respectivos e incluso en sus propios distritos: la alta nobleza, en sus palacios del centro de la ciudad; la diplomacia, en el tercer distrito; la industria y el comercio, cerca de la Tingstrasse; la pequeña burguesía, en los distritos interiores, del segundo al noveno; el proletariado, en el círculo exterior; pero todos formaban una misma comunidad en el teatro y en las grandes fiestas, como, por ejemplo, la batalla de flores del Prater, donde trescientas mil personas aclamaban a las “diez mil de arriba” que desfilaban en sus carrozas magníficamente adornadas. En Viena, todo lo que se expresaba con música o color se convertía en motivo de fiesta: procesiones religiosas, como la del Corpus, desfiles militares, la “Burgmusik”, incluso los entierros tenían una concurrencia entusiasta, y la ambición de todo verdadero vienés era tener unas “buenas honras fúnebres”, con mucha pompa y un gran séquito; un verdadero vienés convertía incluso su muerte en un espectáculo para los demás. Esa sensibilidad por todo lo que fuera color, música y fiesta, ese gusto por el teatro como juego y reflejo de la vida, ya fuera en el escenario ya en la realidad, eran cosas que compartía toda la ciudad.
No era nada difícil burlarse de la “teatromanía” de los vieneses, que, a decir verdad, con su obsesión por escudriñar en los hechos más banales de la vida de sus ídolos, degeneraba a veces en lo grotesco, y nuestra indolencia austríaca en cuestiones de política y nuestro atraso en las de economía, en comparación con el resoluto Imperio Alemán vecino, se pueden atribuir efectivamente, en parte, a esa jubilosa sobrestimación. Ahora bien, en el plano cultural dicha sobrevaloración de los acontecimientos artísticos generó algo único: primero, un respeto extraordinario por toda producción artística; segundo, como consecuencia de siglos de práctica, una masa de expertos; y tercero, gracias a ellos, un nivel excelente en todos los campos culturales. El artista se siente siempre más a gusto y a la vez más estimulado allá donde es valorado e incluso sobrevalorado. El arte siempre alcanza la cima allá donde se convierte en motivo vital para todo un pueblo. Y al igual que durante el Renacimiento Florencia y Roma atraían a los pintores y les inculcaban la grandeza, porque todo el mundo creía que tenían que superarse y superar a los demás ininterrumpidamente en una rivalidad constante ante todos los ciudadanos, así también los músicos y los actores de Viena conocían su importancia en la ciudad. Nada pasaba por alto al público de la Ópera de Viena y del Burgtheater: se daba cuenta inmediatamente de una nota falsa, censuraba cualquier entrada a destiempo y cualquier supresión, y ese control no lo ejercían tan sólo los críticos en los estrenos, sino también todos los días el oído atento del público, aguzado por la constante comparación. Mientras en política, en la administración y en la moral todo iba como una seda y la gente se mostraba indiferente y bonachona ante un “desliz” e indulgente ante una falta, no había perdón para las cosas del arte; estaba en juego el honor de la ciudad. Todo cantante, actor y músico tenía que dar lo mejor de sí mismo; si no, estaba perdido. Era fantástico ser un ídolo en Viena, pero no era fácil mantenerse en el pedestal; no se perdonaba un momento de relajación. Y el hecho de saberse constante y despiadadamente vigilado obligaba al artista de Viena a dar el máximo y les confería a todos ese extraordinario nivel. De aquellos años de juventud todos aprendimos a incorporar en nuestra vida una medida estricta e inexorable de la producción artística. Quien en la Ópera conoció la disciplina férrea hasta el detalle más ínfimo bajo la batuta de Gustav Mahler y en los conciertos filarmónicos supo qué era tener empuje, además, claro está, de meticulosidad, hoy rara vez se queda satisfecho del todo ante una representación teatral o musical. Pero así hemos aprendido a ser severos también con nosotros mismos en cada una de nuestras actuaciones artísticas; teníamos y tenemos por modelo un nivel como pocas ciudades del mundo han inculcado a los futuros artistas. Además, este conocimiento del ritmo y de la fuerza adecuados penetró también en el pueblo, pues incluso el burgués más insignificante, sentado ante una copa de vino joven, exigía tan buena música de la orquesta del local como buen vino del tabernero; en el Prater, por otro lado, la gente sabía exactamente qué banda militar tenía el mejor “aire marcial”, si los “Grandes Maestros de la Orden Teutónica” o los “Húngaros”; se puede decir que quien vivía en Viena respiraba con aire el sentido del ritmo. Y así como en el caso de los escritores esa musicalidad se traducía en una prosa especialmente cuidada, en el caso de los demás el sentido del ritmo impregnaba la conducta social y la vida diaria.

Un vienés sin sentido musical ni gusto por las formas era inimaginable en la llamada “buena” sociedad, pero incluso en las clases inferiores el más pobre extraía del paisaje mismo, de la esfera humana y jovial, un cierto instinto para la belleza que trasladaba a su vida; uno no era auténticamente vienés sin el amor por la cultura, sin ese sentido que le permitía analizar a la vez que gozar de esa superfluidad sacratísima de la vida.

Ahora bien, la adaptación al medio del pueblo o del país en cuyo seno viven, no es para los judíos sólo una medida de protección externa, sino también una profunda necesidad interior. Su anhelo de patria, de tranquilidad, de reposo y de seguridad, sus ansias de no sentirse extraños, les empujan a adherirse con pasión a la cultura de su entorno. Y seguramente en ninguna otra parte (salvo en la España del siglo XV) esta unión se realizó tan fructífera y felizmente como en Austria. Establecidos en la ciudad imperial durante más de dos siglos, los judíos encontraron en ella a un pueblo despreocupado, dado a la conciliación, que, tras esta fachada de aparente superficialidad, poseía un instinto innato y profundo para los valores espirituales y estéticos, tan importantes para ellos. Y algo más encontraron en Viena: encontraron aquí una misión personal. En el siglo anterior, el fomento del arte había perdido en Viena a sus viejos mecenas y protectores: la casa imperial y la aristocracia. Mientras que en el siglo XVIII María Teresa hacía estudiar música a su hija con Gluck, José II hablaba como experto con Mozart de sus óperas y Leopoldo III componía su propia música, los emperadores posteriores, Francisco II y Fernando, ya no tenían ni pizca de interés por lo artístico, y nuestro emperador Francisco José, quien a sus ochenta años no había leído ni tenido en sus manos un solo libro, excepto el de la Lista de oficiales del ejército, mostró incluso una franca antipatía por la música. Del mismo modo, la alta nobleza también había abandonado su antigua posición protectora; atrás quedaban los gloriosos tiempos en que los Eszterházy habían alojado a un Haydn, en que los Lobkowitz y los Kinsky y los Walstein rivalizaban por acoger en sus palacios los estrenos de las obras de Beethoven, en que una condesa Thun se arrodillaba ante el gran genio para suplicarle que no retirara Fidelio de la Ópera. Wagner, Brahms y Johann Strauss o Hugo Wolf ya no encontraban el menor apoyo en Viena; para mantener los conciertos filarmónicos en el nivel de antes, para hacer posible la existencia de pintores y escultores, hizo falta que la burguesía llenara ese vacío, y no fue sino precisamente la burguesía judía quien convirtió en motivo de orgullo, y también de Ambición, el poder contribuir en primera línea a conservar en su antiguo esplendor la fama de la cultura vienesa. Los judíos desde siempre habían amado a esta ciudad y se habían aclimatado a ella con toda su alma, pero tan sólo a través de su amor por el arte se sintieron ciudadanos de pleno derecho y auténticos vieneses. Por lo demás, ejercían muy poca influencia en la vida pública; el esplendor de la casa imperial eclipsaba toda fortuna privada, los altos cargos de dirección del Estado estaban en manos hereditarias: la diplomacia quedaba reservada a la aristocracia, el ejército y el alto funcionariado, a las familias de rancio abolengo, y los judíos ni siquiera tenían la ambición de abrirse camino entre estos círculos privilegiados. Muy atinadamente, respetaban tales privilegios tradicionales como la cosa más natural; recuerdo, por ejemplo, que mi padre durante toda su vida evitó entrar a comer en el “Sacher”, y no por economía (ya que la diferencia con otros grandes hoteles era ridículamente exigua), sino por ese sentimiento natural de distancia; le hubiera parecido desagradable e improcedente sentarse a la mesa contigua a la de un príncipe Schwarzenberg o Lobkowitz. Únicamente respecto al arte todo el mundo se sentía con los mismos derechos, pues en Viena amor y arte eran considerados un derecho común, e inconmensurable es el papel que la burguesía judía, con su contribución y protección, desempeñó en la cultura vienesa. Ella era el público, llenaba los teatros y los conciertos, compraba los libros y los cuadros, visitaba las exposiciones y, con su comprensión, más flexible y menos cargada de tradición, se convirtió por doquier en promotora y precursora de todas las novedades. Los judíos crearon casi todas las colecciones de arte del siglo XIX, gracias a ellos se hizo posible la mayoría de ensayos artísticos; sin el interés incesante y estimulante de la burguesía judía, Viena se habría quedado a la zaga de Berlín respecto al arte, en la misma medida en que Austria iba a la zaga del Imperio Alemán en el terreno político, por culpa de la indolencia de la corte, de la aristocracia y de los millonarios cristianos, que preferían los caballos y las cacerías al fomento del arte. Quien quería hacer algo nuevo en Viena no podía prescindir de la burguesía judía; cuando, en una ocasión, durante la época antisemita, se intentó fundar un así llamado “teatro nacional”, no comparecieron autores ni actores ni público; después de unos meses el “teatro nacional” fracasó estrepitosamente, y este ejemplo puso de manifiesto por primera vez que las nueve décimas partes de lo que el mundo celebraba como cultura vienesa del siglo XIX era una cultura promovida, alimentada e incluso creada por la comunidad judía de Viena.

Precisamente en los últimos años (a semejanza de lo ocurrido en España antes de su ocaso igual de trágico) el judaísmo vienés había sido muy productivo en lo artístico, aunque en absoluto de una forma específicamente judía, sino expresando con la mayor energía, por un milagro de compenetración, todo lo típicamente austríaco y vienés. Goldmark, Gustav Mahler y Schönberg se convirtieron en figuras internacionales de la creación musical; Oscar Strauss, Leo Fall y Kálmán hicieron florecer de nuevo la tradición del vals y de la opereta; Hofmannsthal, Arthur Schnitzler, Beer-Hofmann y Peter Altenberg elevaron la literatura vienesa a rango europeo hasta un punto no alcanzado ni siquiera con Grillparzer y Stifter; Sonnethal y Max Reinhardt recuperaron la fama de la ciudad del teatro y la llevaron a través del mundo; Freud y las grandes autoridades de la ciencia atrajeron las miradas del mundo hacia la celebérrima universidad; por doquier, en calidad de eruditos, de virtuosos, de pintores, de directores artísticos, de arquitectos y periodistas, los judíos se aseguraron posiciones elevadas y eminentes en la vida intelectual de Viena. Gracias a su amor apasionado por esta ciudad y a su voluntad de asimilación, se habían adaptado completamente y eran felices sirviendo a la fama de Austria; sentían su condición de austríacos como una misión ante el mundo y es necesario repetirlo por honradez una gran parte, si no la mayor, de todo lo que Europa y América admiran hoy como expresión de una cultura austríaca resurgida ―en la música, la literatura, el teatro y las artes industriales― fue creado por los judíos de Viena, quienes, a su vez, obtuvieron con esa renuncia un rendimiento altísimo de su impulso espiritual milenario. Una fuerza intelectual errante durante siglos se unió aquí a una tradición ya algo cansada, la alimentó, la reavivó, la engrandeció y le dio un nuevo vigor con su actividad incansable; sólo las décadas venideras demostrarán el crimen cometido contra Viena con el intento de nacionalizar y provincializar esta ciudad, cuyo sentido y cultura consistían precisamente en el encuentro de elementos de lo más heterogéneo, en su supranacionalidad. Pues el genio de Viena, un genio específicamente musical, había consistido desde siempre en armonizar en su seno todos los contrastes nacionales y lingüísticos, y su cultura era una síntesis de todas las culturas occidentales; quien vivía y trabajaba allí se sentía libre de la estrechez del prejuicio. En ningún otro lugar era más fácil ser europeo y sé que, en parte, debo a esta ciudad, que ya en tiempos de Marco Aurelio defendía el espíritu romano, universal, el haber aprendido temprano a amar la idea de la colectividad como la más sublime de mi corazón.

La gente vivía bien, la vida era fácil y despreocupada en aquella vieja Viena, y los alemanes del norte miraban con cierto enojo y desdén a sus vecinos del Danubio, que, en vez de ser “eficientes” y mantener un riguroso orden, disfrutábamos de la vida, comíamos bien, nos deleitábamos con el teatro y las fiestas y, además, hacíamos una música excelente. En vez de la “eficiencia” alemana que, al fin y al cabo, ha amargado y trastornado la existencia de todos los demás pueblos, en vez de ese ácido querer ir delante de todos los demás y de progresar a toda velocidad, a las gentes de Viena les gustaba conversar plácidamente, cultivar una convivencia agradable y dejar que todo el mundo fuera a lo suyo, sin envidia y en un ambiente de tolerancia afable y quizás un poco laxa. “Vivir y dejar vivir” era la famosa máxima vienesa, una máxima que todavía hoy me parece más humana que todos los imperativos categóricos y que impregnaba todos los estratos de la sociedad. Pobres y ricos, checos y alemanes, judíos y cristianos convivían pacíficamente a pesar de las burlas ocasionales, e incluso los movimientos políticos y sociales carecían de esa horrible hostilidad que, convertida en residuo venenoso, no penetró en la sangre de la época hasta después de la Primera Guerra Mundial. En la vieja Austria todavía se enfrentaban unos a otros con caballerosidad; cierto que se insultaban en los periódicos y en el Parlamento, pero luego, una vez acabados sus discursos ciceronianos, los mismos diputados se sentaban a tomar juntos una cerveza o un café y se tuteaban; incluso cuando Lueger, el líder del Partido Antisemita, llegó a alcalde de la ciudad, no cambió un ápice su trato en la vida privada, y debo confesar que yo personalmente, como judío ni en la escuela ni en la universidad ni en la literatura nunca tropecé con el más mínimo obstáculo o menosprecio.

El odio de un país a otro, de un pueblo a otro, de una masa a otra, todavía no le acometía a uno diariamente en los periódicos, todavía no separaba a unos hombres de otros, a unas naciones de otras; el sentimiento de rebaño y de masa todavía no era tan repugnantemente fuerte en la vida pública como hoy; la libertad de acción era considerada (algo casi inimaginable hoy) como algo natural y obvio; la tolerancia no era vista, como hoy, con malos ojos, como una debilidad y una flaqueza, sino que era ponderada como una virtud ética.

Y es que el siglo en que me tocó vivir y crecer no fue un siglo de pasión. Era un mundo ordenado, con estratos bien definidos y transiciones serenas, un mundo sin odio. El ritmo de las nuevas velocidades no había pasado todavía de las máquinas el automóvil, el teléfono, la radio y el avión al hombre; el tiempo y la edad tenían otra medida. Se vivía más reposadamente y, si intento evocar las figuras de los adultos que acompañaron mi infancia, me llama la atención que muchos de ellos eran obesos desde muy temprano. Mi padre, mi tío, mi maestro, los tenderos, los músicos delante de los atriles, a los cuarenta años eran ya hombres gordos, “respetables”. Andaban despacio, hablaban con comedimiento, se mesaban las barbas bien cuidadas y en muchos casos ya entrecanas. Pero el pelo gris era una señal más de “respetabilidad” y un hombre “maduro” evitaba conscientemente los gestos y la petulancia de los jóvenes como algo impropio. Ni siquiera siendo yo muy niño, cuando mi padre todavía no había cumplido los cuarenta, recuerdo haberlo visto subir o bajar escaleras apresuradamente ni hacer nunca nada con prisa aparente. La prisa pasaba por ser no sólo poco elegante, sino que en realidad también era superflua, puesto que en aquel mundo burguesamente estabilizado, con sus numerosas pequeñas medidas de seguridad y protección, no pasaba nunca nada repentino; las catástrofes que pudiesen ocurrir en el exterior no atravesaban las paredes bien revestidas de la vida “asegurada”. Ni la guerra de los boers, ni la ruso-japonesa, ni siquiera la guerra de los Balcanes, penetraron una sola pulgada en la existencia de mis padres. Pasaban por encima de todas las noticias de batallas de los periódicos con la misma indiferencia que ante las páginas de deportes. Y, mirándolo bien, ¿qué importaba lo que pasaba fuera de Austria? ¿Qué cambiaba en sus vidas? En la Austria de aquellos tiempos de bonanza no había revoluciones políticas ni caídas repentinas de valores; si alguna vez los valores bursátiles perdían cuatro o cinco puntos, enseguida se hablaba de “crac” y de “catástrofe” con el ceño fruncido. La gente se quejaba, más por vicio que por convencimiento, de los “elevados” impuestos que, en realidad, comparados con los de la posguerra, no representaban sino una especie de propina para el Estado. En los testamentos todavía se estipulaba la forma de proteger a nietos y biznietos de cualquier pérdida de fortuna, como si los poderes eternos pudieran garantizar la seguridad con un pagaré, y, mientras tanto, la gente vivía cómodamente y acariciaba las pequeñas preocupaciones como a animales de compañía, mansos y obedientes, a los que en el fondo no se teme. Por ello, cada vez que casualmente me viene a las manos un viejo periódico de aquellos días y leo los alarmados artículos sobre unas pequeñas elecciones municipales, cuando recuerdo las obras representadas en el Burgtheater, con sus conflictillos insignificantes y la desproporcionada agitación de nuestros debates juveniles sobre temas en el fondo fútiles, no puedo hacer más que sonreír.

¡Qué minúsculas todas aquellas preocupaciones! ¡Qué apacibles aquellos tiempos! Tuvo más suerte la generación de mis padres y abuelos, que llevó una vida tranquila, llana y clara de principio a fin. Sin embargo, no sé si los envidio por ello. Porque ¡cómo vegetaban lejos de todas las amarguras verdaderas, de las perfidias y las fuerzas del destino!

¡Cómo vivían al margen de todas las crisis y los problemas que oprimen el corazón, pero a la vez lo ensanchan! Ovillados en la seguridad, las posesiones y las comodidades, ¡cuán poco sabían que la vida también puede ser exceso y emoción, que puede sacar de quicio a cualquiera y hacerle sentirse eternamente sorprendido!; ¡cuán poco se imaginaban, desde su liberalismo y optimismo conmovedores, que cada nuevo día que amanece ante la ventana puede hacer trizas nuestra vida! Ni siquiera en sus noches más negras podían soñar hasta qué punto puede ser peligroso el hombre, pero tampoco cuánta fuerza tiene para vencer peligros y superar pruebas. Nosotros, perseguidos a través de todos los rápidos de la vida, nosotros, arrancados de todas las raíces que nos unen a los nuestros, nosotros, que siempre empezamos de nuevo cuando nos empujan hacia un final, nosotros, víctimas y, sin embargo, también servidores voluntarios de fuerzas místicas desconocidas, nosotros, para quienes el bienestar se ha convertido en una leyenda y la seguridad en un sueño infantil, hemos sentido la tensión de un polo a otro y el escalofrío de las cosas eternamente nuevas hasta la última fibra de nuestro ser. Cada hora de nuestros años estaba unida al destino del mundo. Sufriendo y gozando, hemos vivido el tiempo y la historia mucho más allá de nuestra pequeña existencia, mientras que ellos se limitaban a sí mismos. Por eso cada uno de nosotros, hasta el más insignificante de nuestra generación, sabe hoy en día mil veces más de las realidades de la vida que los más sabios de nuestros antepasados. Pero nada nos fue regalado: hemos tenido que pagar por ello su precio total y real.

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