Ficción y crimen: «La novela negra»

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El consenso crítico entiende la obra de William Faulkner como un gran constructo textual configurador de un espacio mítico muy concreto: el sur estadounidense. Sin embargo, la posición que ocupa la única incursión del autor sureño en el género de la hardboiled crime fiction, la novela Santuario1, está aún por determinar. La crítica especializada ha detectado en la novela ciertos elementos consustanciales a la «gran narrativa» del mito del sur, pero nunca ha explorado, de forma sistemática, cómo se imbrican los mecanismos propios del género hardboiled en el entramado mítico de la obra de Faulkner. Se propone un marco de análisis que explica los modos de violencia (violencia física y «violentación») que articulan Santuario. Dicho marco, en última instancia, sirve al autor para explicar cómo Faulkner logra incorporar el patrón estructural de la novela negra (hardboiled crime fiction) al proceso de construcción del mito del sur, proponiendo así una dimensión mítica, muy particular, del género.



Parece haber consenso crítico2 en que la fórmula de la novela negra –o hardboiled crime fiction– está diseñada principalmente con un objetivo: la atribución de responsabilidades, esto es, la atribución de dueños a las acciones en un esquema concreto de relaciones causales que aparece descompuesto en un principio. No obstante, este objetivo no difiere mucho de la estructura que define la novela de detectives clásica. La diferencia entre la novela negra y la fórmula clásica de la historia de detectives es que ésta busca el restablecimiento del orden físico, psicológico, social, ético y moral a través del descubrimiento (la exposición) del único culpable, mientras que la novela negra, según John G. Cawelti, pone mayor énfasis en el desenlace de la justicia, esto es, en la ejecución de la sentencia.

«The hard-boiled formula resembles the main outlines of the classical detective story’s patter of action. It, too, moves from the introduction of the detective and the presentation of the crime, through the investigation, to a solution and apprehension of the criminal. Significant differences appear in the way this pattern is worked out in the hard-boiled store. Two are particularly important: the subordination of the drama of solution to the detective’s quest for the discovery and accomplishment of justice; and the substitution of a pattern of intimidation and temptation of the hero for the elaborate development in the classical store of what Northrop Frye calls “the wavering finger of suspicion” passing across a series of potential suspects. The hard-boiled detective sets out to investigate a crime but invariable finds that he must go beyond the solution to some kind of personal choice or action. While the classical writer typically treats the actual apprehension of the criminal as a less significant matter than the explanation of the crime, the hard-boiled story usually ends with a confrontation between detective and criminal. […] The hard-boiled detective enbodies the threat of judgment and execution as well as exposure3»4.

Cawelti lleva más lejos su análisis teórico desarrollando una diferencia crucial en la distinción de los géneros: el orden social (o comunitario) que debe restablecerse en la fórmula clásica es esencialmente «bueno». No obstante, la tarea del héroe de la novela negra –aunque no haya razón para que dicho héroe no parta de una concepción de la comunidad similar a la del marco social que rige en la fórmula clásica– suele conducir a un marco de referencia social distinto, casi de signo contrario.

En este nuevo marco, el grupo comunitario no constituye un emblema del bien –como ocurre en el caso de la novela detectivesca clásica (esto es, Sherlock Holmes) pero también en el romance de espías moderno (esto es, James Bond)– sino más bien una extensión de la corrupción inherente al crimen que se investiga. En última instancia, la novedad formulaica de la novela negra (en comparación con la fórmula clásica detectivesca) implica la imbricación permanente e insoslayable de la raíz del mal con el marco de referencia comunitario contra el que, aparentemente, atenta el crimen. Esta situación obliga al detective de la novela negra, explica Cawelti5, a aceptar una suerte de responsabilidad híbrida entre lo individual y lo comunitario, la cual, a su vez, obliga al citado héroe a ejecutar la doctrina de justicia que se deriva de aquella responsabilidad híbrida. (La fórmula, claro, utiliza aquí una trampa al confundir deliberadamente los distintos niveles diegéticos, pues suele apelar a la conciencia tradicional del bien que maneja el lector para establecer el nuevo marco; algo parecido al «guiño implícito» que detectan Oreste Del Buono y Umberto Eco6 en su análisis de las novelas de Ian Fleming).

El detective suele constituirse así en un referente del bien que la comunidad, sin embargo, no acierta a incorporar en el transcurso de la novela. Dicho lo cual, tampoco puede soslayarse que la resolución del crimen y, sobre todo, la aplicación del castigo (la cual, en cierto modo, sólo es un anticipo, una marca proléptica del potencial establecimiento de un programa moral concreto que acaso pueda acabar constituyéndose en marco ético social de referencia) actúan a modo de emblema del bien en sí mismo.

Los peligros de la definición del patrón crítico policíaco son comunes a los de cualquier taxonomía literaria al uso, especialmente si los criterios de formalización constituyen, como suele ser frecuente, un catálogo cerrado de características concretas. John Cawelti y otros críticos7 conciben el canon de la novela negra en términos de variaciones sobre una fórmula (compleja, pero fórmula al fin y al cabo) dada. Suele ser habitual, sin embargo, que aquellos fenómenos culturales que tienen historia desafíen impávidos cualquier definición teórica (¿y cabe considerar algún fenómeno cultural concreto sin historia dada?). Pero la historia de la novela negra –al menos en el ámbito anglonorteamericano– también parece abocada a plantear cuestiones genéricas inmutables8 e imposibles –al menos en apariencia– de trascender tanto para el comentarista crítico como, incluso, para el autor de hard-boiled crime fiction.

Sin embargo, la plantilla de la ficción negra, la fórmula policíaca del hard-boiled, ofrece una utilidad crítica más versátil cuando se pone en relación con la naturaleza contextual del texto que se comenta. Este método crítico propio de la historia de las ideas y de la crítica marxista9 no sólo ayuda a descubrir las lindes de la plantilla formulaica como método estilístico concreto sino que, además, permite establecer valoraciones críticas que, en el caso que me ocupa, pueden ayudar a rescatar al género negro de la dialéctica –acaso deletérea para el propio género– entre repetición (plantilla, fórmula) y variación (innovación).

El estudio de las márgenes estilísticas de la fórmula negra en la novela de William Faulkner Sanctuary (1931) ejemplifica, de forma elocuente, el modo crítico al que me refiero en el párrafo anterior. Sanctuary no es una novela negra al uso –pienso, como Symons, que Intruder in the Dust (1948) acaso sea la única novela de Faulkner que «posee todo el aparato de una narración detectivesca de corte ortodoxo»10– pero parece que no cabe estudio crítico sobre Sanctuary que no aborde el texto sin considerar la naturaleza «negra» –¡y «popular»!– de su contenido11. Con todo,Sanctuary no deja de ser una novela del ciclo del condado de Yoknapatawpha (el espacio mítico, emblema del sur estadounidense, que alberga las anécdotas de casi todas las novelas de Faulkner), es decir, una narración que cuesta leer si se desmiembra de un todo conceptual mítico, concreto y superior al plano diegético que articula su texto (el ya mencionado condado de Yoknapatawpha).

¿Cómo se compadece la fórmula negra con este planteamiento global, casi de naturaleza hipertextual, del ciclo de Yoknapatawpha? Muy fácil: la plantilla de la novela negra, la fórmula de la hard-boiled fiction, ejerce de intruso textual en el gran constructo mítico del ciclo faulkneriano. Leslie Fiedler, en su artículo «Pop Goes the Faulkner»12, enumera una serie de cualidades que ligan el estilo de Santuario al de los autores fundacionales del género negro, Dashiell Hammet y Raymond Chandler, con el fin de poder señalar los elementos más sobresalientes que sirven para clasificar el texto como novela negra.

Ahora bien, Fiedler también advierte ciertas diferencias entre Santuario y el patrón fundamental del género: una de estas diferencias, según Fiedler (y buena parte de la crítica contemporánea sobre la novela), es que el texto constituye en cierto modo una novela sin detective. Hay trabajo de detección, claro está, pero éste se reduce prácticamente a la localización del personaje femenino, Temple Drake, y el establecimiento (sin mucho esfuerzo por parte de Benbow, el abogado que ejerce las funciones contingentes de detective) del grado de participación en los hechos de la citada Temple. (El esfuerzo por convencer a Temple de que testifique a favor de Lee Goodwin no es, en sentido estricto, tarea del detective, sino más bien, claro, del abogado). Sin embargo, la diferencia más radical entre Santuario y el patrón del hardboiled que propone Fiedler es la siguiente:

«The final effect of Sanctuary is, in any event, precisely the opposite of that created by the detective story in its closed middlebrow form […]. Its resolution, that is to say, does not restore the community in which the crime has occurred to a state of Edenic innocence –by identifying a single source of guilt and thus exculpating all the initially suspected other. Instead, the entire community is revealed as guilty along with the nominal criminal, who is merely a scapegoat ritually punished for its sins; and the question therefore of who is “really” guilty turns out to be irrelevant. But if Sanctuary is, in this sense, an antidetective story, so also are most of Hammett’s as well as those of his disciples and imitators from Raymond Chandler to Mickey Spillane1314.


El análisis de Leslie Fiedler no hace sino apoyar las tesis sobre fórmula negra de Cawelti. En efecto, según el crítico norteamericano Sanctuary contiene, de hecho, el elemento que diferencia la fórmula clásica de la fórmula negra, lo cual no es decir mucho o, por lo menos, no es decir nada que el editor del texto y todos los lectores que le han sucedido después no supieran ya: que Sanctuary es una novela negra, no una novela de detectives clásica. Creo, sin embargo, que la lectura de Fiedler arroja, de forma sorprendente –por casual–, luz sobre la particular naturaleza de la fórmula que utiliza Faulkner. En efecto, el crítico de Newark parece indicar el camino por el cual el texto de Sanctuary trasciende la fórmula negra y sitúa su contexto crítico en un plano de significación que singulariza, de forma notable, el uso de dicha fórmula: en otras palabras, Sanctuary parece trascender la fórmula al tiempo que comenta sobre ella y sus circunstancias.

Hay un elemento esencial en la fórmula negra que Faulkner utiliza con especial habilidad. Se trata de la violencia. Según la mayoría de críticos estructurales del género, con Cawelti a la cabeza, la violencia e»s un elemento consustancial al género negro. Ahora bien, el concepto cabal que se tiene de la violencia en el contexto de la hard-boiled fiction difiere del concepto que, en mi opinión, encarna la violencia de Santuario. El Oxford English Dictionary (OED) define violencia como: «The exercise of physical force so as to inflict injury on, or cause damage to, persons or property; action or conduct characterized by this; treatment or usage tending to cause bodily injury or forcibly interfering with personal freedom15»16.

Esta es la percepción inmediata del concepto que se tiene en la actualidad (la mayoría de ejemplos que da el OED son de las tres últimas décadas). Sin embargo, en la cuarta acepción que da el OED, la definición de violencia se ajusta más al concepto del original latino, que, a su vez, se conserva en la definición primaria que da el diccionario de la RAE: «Undue constraint applied to some natural process, habit, etc., so as to prevent its free development or exercise17»18. Compárese con «violencia: cualidad de violento», «violento: que está fuera de su natural estado, situación o modo»19.

Esta idea de violencia subyace en el centro de gravedad de la novela: la violación de Temple Drake. Dicha violación se narra de forma elíptica, casi elusiva, dejando un espacio vacío de significación en el cual, paradójicamente, se asientan los pilares de la tragedia (la detención de Goodwin, la «desaparición» de la propia Temple, su búsqueda y posterior participación en el juicio que lleva al linchamiento de Goodwin, la muerte de Popeye, etc.). La acción de Popeye (de la cual aquél nunca llega a hacerse responsable siquiera cuando la aceptación de dicha responsabilidad supondría, al final de la novela, eludir la pena de muerte por la condena de un crimen que, irónicamente, no ha cometido) es violenta en las dos acepciones del término. Popeye utiliza una mazorca de maíz para llevar a cabo la violación (uso indiscriminado de la fuerza física) y, al tiempo, la acción es violenta en sí porque supone una coacción excesiva hacia un proceso natural, en este caso la relación sexual. Pero la coincidencia de las dos acepciones apela también a un plano semiótico superior, más complejo, por cuanto en él confluyen distintas estructuras semióticas. En pocas palabras, apela también a un plano mítico en el sentido barthiano del término.

Debo introducir aquí una digresión para explicar dicho plano mítico. El trabajo crítico de autores como Olga Vickery20, Richard Moreland21 o André Bleikansten22 ha servido para entender la obra de William Faulkner como un gran constructo textual configurador de un espacio mítico muy concreto y, en última instancia, como una gran narrativa configuradora del mito del sur estadounidense.

En efecto, la obra de William Faulkner constituye un gran hipertexto cuyos enlaces conducen sin remisión a un espacio abstracto que nutre las raíces de la identidad mítica sureña. Este artículo no es ocasión para desentrañar los modos narrativos que articulan dicha identidad, pero quizá sí valga la pena subrayar que dicha identidad se representa en un único plano regido por la percepción y/o aprehensión de la experiencia más que por la constatación de una serie lineal de eventos regida por la ley de causa-efecto. Esto se consigue, grosso modo, igualando los distintos planos temporales de la experiencia en un único plano de conciencia que sublima gran parte de las contingencias del Sur (la dialéctica social que articula aristocracia y esclavitud, las relaciones heterónomas que surgen de dicha dialéctica, el entramado de responsabilidades que se deriva de una estructura social desgajada de la antigüedad e inserta, casi sin solución de continuidad, en el contexto de la modernidad, la relación particular de este microcosmos con la idea de América promocionada desde el norte, etc.) y que sirve para generar un modo de expresión (el mito) inextricablemente relacionado con el modo de percibir el referente que lo genera. En palabras de Alfred Kazin:

«In another age Faulkner would have been one of the world’s great romantic novelists, as in one sense, he still is. But his ability to invest his every observation of Southern life and manners with epical opulence and profligate rhetoric and Poelike terror concealed the fact that he had no primary and design-like conception of the South, that his admiration and acceptance and disgust operated together in his mind. He was at once a fallen aristocrat and a fantasist, a quasi-philosophical critic of the South’s degradation and a native son in whom its antics and institutions excited a lazily humorous disgust that was often indistinguishable from cynical acquiescence. He admired the South, loathed it, wept for it, enjoyed it, lived in it; but he could not imagine an order of experience fundamentally different from it. If the South was a repository if a great frustrated tradition and charming memories, it was also –as he proved almost too well to be convincing– a symbol of all the hatred and terror in the world. In Faulkner’s mind the association was instinctive and violent: life was the South23»24.


En efecto, el Sur es la vida. Ahora bien, en el programa de la modernidad (versión Faulkner), la recreación estética de la vida sólo puede funcionar en un espacio expresivo que se valga de la propia vida o, por lo menos, de los modos de percibir y experimentar la vida que emplea la nueva conciencia moderna. En este contexto, la Historia, entendida como Gran Relato, deja de ser útil, pues se articula como conciencia discursiva del progreso, es decir, como una memoria dialéctica que, en última instancia, es incapaz de recordar todos los elementos dinámicos (entiéndase, en constante movimiento) de la vida (entiéndase, del Sur). En efecto, la memoria histórica no registra dichos elementos; más bien los altera, y, cuando no, los aniquila. Sólo un espacio mítico, esto es, a-histórico, o ultrahistórico si se quiere, puede servir para encarnar las distintas fuerzas contenidas en la vida. Desde ese punto de vista, el mapa de Yoknapatawpha (abstracción del mito), el espacio que se genera en la intersección textual de las novelas de Faulkner, constituye en realidad el verdadero emblema topológico de la vida, mientras que el mapa de Lafayette (abstracción de la historia), trasunto real del espacio conocido como Yoknapatawpha, representaría una tergiversación discursiva, esto es ficticia, de esa vida. En palabras de Alfred Kazin:

«Like a Homeric battlefield, [the South] was not only the center of the world’s stage, the polar symbol, but the very periphery of existence, that barrier of the imagination beyond which, life could not be said to exist at all25»26.


Vuelvo a la novela. En el segundo capítulo, Horace Benbow departe con Popeye y Van, los secuaces de Lee Goodwin, en su destilería ilegal. En la charla, Benbow expone las razones por las cuales dejó a su mujer. Estas razones se coronan con una reflexión que sirve perfectamente para decodificar el significado último de la violencia inherente al texto:

«Then she was saying “No! No!” and me holding her and she clinging to me. “I didn’t mean that! Horace! Horace!” And I was smelling the slain flowers, the delicate dead flowers and tears, and then I saw her face in the mirror. There was a mirror behind her and another behind me and she was watching herself in the one behind me, forgetting about the other one in which I could se her face, see her watching the back of my head with pure dissimulation. That’s why Nature is ‘she’ and Progress is ‘he’; Nature made the grape arbor, but Progress invented the mirror27»28.


La naturaleza (ella) creó la vid y el progreso (él) inventó el espejo. La presencia del espejo altera la conducta de los personajes generando una tensión deletérea de la pulsión erótica primigenia. Así, el progreso, el elemento masculino, coacciona («de forma excesiva») el orden natural, no marcado, de las cosas. El sentido mítico, sin embargo, se completa más adelante, en el capítulo XXIII, cuando Temple narra la experiencia de la violación:

«But I kept on saying “Coward! Coward! Touch me, coward!” I got mad, because he was so long doing it. I’d talk to him. I’d say “Do you think I’m going to lie here all night, just waiting on you?” I’d say. “Let me tell you what I’ll do”, I’d say. And I’d lie there with the shucks laughing at me and me jerking away in front of his hand and I’d think what I’d say to him […]. Then I said “That won’t do. I ought to be a man”. So I was an old man, with a long white beard, and then the little black man got littler and littler and I was saying “Now. You see now. I’m a man now”29»30.


La transformación de Temple en «hombre» no es una cuestión menor. Si el pasaje se lee a la luz del comentario de Benbow sobre la naturaleza (ella) y el progreso (él), se logra entrever el modo según el cual el texto alcanza su dimensión mítica. Temple es hija del prestigioso juez Drake (miembro prominente de la comunidad de Jefferson), insulsa estudiante de la Universidad de Missisipi, cuya inocencia se explica, no tanto por su carácter (que también), sino porque ella misma constituye un emblema de la aristocracia sureña. En una arquitectura sociológica tan singular como la del condado de Yoknapatawpha, que carece de clases medias, la distancia ideológica que separa las clases altas (la antigua aristocracia) y las bajas (mano de obra agrícola y pobre) constituye un abismo demasiado profundo como para que los dos mundos puedan articularse con éxito y sin víctimas de por medio.

La caída de Temple en dicho abismo es forzada, esto es, violentada (su cita del viernes, Gowan Stevens, la obliga a acompañarle al Old Frenchman’s Place, la destilería ilegal de Goodwin, donde ocurren los hechos). Ahora bien, el acto de la violación representa un momento de cambio en el personaje que derivará en un rápido proceso de aprendizaje de los mecanismos de supervivencia en las clases bajas. Estos mecanismos parecen funcionar por causa de un capitalismo corruptor muy particular (tráfico ilegal de alcohol, prostitución) que atenta contra los valores de nobleza supuestamente inherentes a la clase aristocrática dominante.

Este proceso de corrupción del personaje de Temple llega a su punto crítico en la escena del juicio, donde la víctima de la violación comete perjurio para evitar el escándalo que supondría la publicación de su participación en los actos delictivos (especialmente en el asesinato de Red) en los que sí toma parte efectiva después de su violación. La comunidad aristocrática se ve obligada, por tanto, a violentar el principio de nobleza para poder subsistir (esto es, para encontrar su Santuario). Ahora bien, no se olvide, todo esto ocurre después y a causa, principalmente, de la transformación de Temple en «hombre», es decir, una vez consumada su violación.

La secuencia narrativa de la corrupción de Temple, llevada en paralelo al relato detectivesco, descubre el proceso de la violación de la naturaleza (el elemento femenino) a manos del progreso (el elemento masculino). La trágica resolución de la novela (el linchamiento de Goodwin, causado, entre otras razones, por el perjurio de Temple) parece subrayar esta circunstancia. En consecuencia, parece que Leslie Fiedler tiene razón: la fórmula negra ayuda a desvelar que «toda la comunidad es tan responsable como el asesino nominal», pero este efecto no se consigue por causa de un proceso de búsqueda que conduzca a la atribución salvadora de responsabilidades (fórmula clásica) o porque se revele una alternativa de responsabilidad individual potencialmente redentora del ente comunitario (fórmula negra), sino más bien por el particular uso de la violencia (coacción antinatural del espacio mítico por parte del espacio del progreso) que se da en el texto.

Cabe aquí una última reflexión sobre la fórmula negra. La naturaleza (ella) creó la vid y el progreso (él) creo el espejo. No me parece descabellado entender ese espejo (el autor hace uso de la imagen especular en varios momentos, muy significativos, del texto) como el discurso del progreso que refleja la naturaleza y que, por ello mismo, la violenta. En Santuario, Faulkner abandona de forma explícita ciertas técnicas estilísticas (especialmente referidas a la manipulación narrativa del tiempo) para construir no una fórmula negra, sino desde la fórmula negra (Fiedler analiza, como ya he dicho, las convenciones y desviaciones de la fórmula que generan el texto). En la Dialéctica de la Ilustración, Adorno y Horkheimer31 estipulan que la forma artística «industrial» es síntoma de un acontecimiento histórico sin precedentes: la inyección masiva e incontrolada de capital en la esfera cultural.

Las fórmulas derivadas de este proceso serían, pues, productos resultantes de un proceso material-dialéctico concreto, esto es, constituirían un emblema de la cultura (supraestructura) capitalista (infraestructura). Ya he comentado, más arriba, suficiente sobre el discurso dialéctico de la historia en oposición al discurso del mito. El discurso de la historia –sugiere el texto de Sanctuary– es deletéreo, aniquilador de las posibilidades de la vida, mientras que el discurso del mito está inextricablemente unido a aquella. El uso de la fórmula negra (construido, al fin y al cabo, por un principio fundamental, la concatenación de la causa con el efecto, la atribución de responsabilidades, esto es, la revelación de «a quién pertenece lo ocurrido») parece servir de emblema del discurso de la historia. El responsable último de la violación del Sur no es otro que «un sujeto sin sujeto» (como lo denomina Nietzsche en Aurora), o un superego cultural (como lo llama Freud en El malestar de la cultura), esto es, un responsable comunal o cultural si cabe, pues constituye la memoria viva (el discurso) de un proceso perturbador, coercitivo de la vida (esto es el Sur) a través de su mito.

Con todo, la inclusión del discurso formulaico en el gran constructo mítico faulkneriano ayuda, paradójicamente, a trascender la esencia propia del género, que pasa así de ser novela negra a leyenda negra. Ya advertía Allen Tate que la caída del Sur se debió a la llegada de la cultura pragmático-capitalista del norte:

«The Southern Culture did note decline (so the myth goes); it was destroyed by outsiders in a Trojan war. The «older» culture of Troy-South was wiped out by the «upstart» culture of Greece-North. Sunt lacrimae rerum; and the Yankees were therefore to blame for everything32»33()


Si la vida es un proceso de nacer y renacer (Faulkner inaugura, no se olvide, el Renacimiento del Sur), los procesos de degeneración son tan parte de la vida como los procesos de regeneración. La fórmula negra puede ser emblema de ese proceso de conquista cultural que denuncia Allen Tate, pero, por esa misma razón, pasa a formar parte del discurso de la vida. La fórmula negra trasciende aquí su propia esencia para pasar a ser parte constitutiva y funcional del constructo mítico sureño. La plantilla negra –articulada por la misma secuencia de causas y consecuencias que conforman el discurso histórico «norteño»– es el espejo que refleja y, por tanto, altera –esto es viola, violenta– la vida, la naturaleza que articula el mito «sureño». Y precisamente por esta razón, resulta difícil no aceptar que la fórmula negra forma parte constitutiva de esa concepción mítica de la vida. Puede que la plantilla negra intente negar –en su esencia– la concepción vital inherente al mito del sur; pero no por eso puede pasarse por alto su presencia en el conjunto de fuerzas que articulan dicho mito.

La función de la fórmula negra en Sanctuary es, en última instancia, crucial, crítica. Sanctuary es una novela del desaliento, escrita bajo la influencia del pragmatismo cultural norteño, en la cual la realidad del mundo corrupto de los «Snopes» (pequeños mercaderes ambiciosos y mezquinos) desencadena, en personajes como Horace Benbow, la honda «amargura de pertenecer al clan de los Sartoris» (la antigua aristocracia sureña)34.

VALLS OYARZUN, Eduardo: «Novela negra o leyenda negra? Violencia, responsabilidad y mito en Santuario». En: Ángulo Recto. Revista de estudios sobre la ciudad como espacio plural, vol. 2, núm. 1, 2010.

Bibliography
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