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Este artículo tiene por objetivo analizar la novela Viento del este, Viento del oeste de Pearl S. Buck en la que se manifiestan de forma única las tesis sostenidas por Edward Said en su obra Orientalismo. Si bien Said se ha dedicado al estudio de las narrativas de los siglos XIX y primera mitad del XX que tienen por objeto el análisis del choque cultural, no ha extendido sus teorías a la dialéctica masculinidad-feminidad. Sin embargo, es posible reconocer estas mismas categorías epistemológicas orientalistas en la configuración de los relatos constitutivos de la esencia femenina. En este sentido, la novela pone de manifiesto cómo esta configuración de la esencia femenina se realiza a través de un proceso violento y cultural ejercido sobre el cuerpo. En particular, el artículo se centra en tres paralelismos entre las tesis orientalistas y la construcción de la esencia femenina: a) La dicotomía Oriente-Occidente; b) la bipolaridad femenino-masculino; y c) la dialéctica cuerpo-alma, que muestran la perspicaz manera en que la narrativa corporal subyace a la configuración de la autocomprensión existencial femenina.
Introducción
Quizás el alma1 de la mujer haya estado silenciada a lo largo de nuestra historia humana, pero sobre el cuerpo femenino sí que se ha escrito profusamente en todo tiempo y lugar. El cuerpo de la mujer ha llenado el imaginario colectivo con una presencia con entidad propia. Y es que esta disección entre cuerpo y alma, que preconizaba Platón y en su versión moderna Descartes, se manifiesta de manera obvia en el caso de la mujer.
El cuerpo femenino ha sido objeto de interés per se, como un misterio carente de sujeto racional que lo albergue. Separado, como una esencia material imperfecta al carecer del rasgo directriz espiritual: podía ser objeto de deseo, herramienta productora, adorno inerte o fuerza de trabajo bruta2. La concubina, la madre, la bella o la esclava3: todos estos roles representados por la mujer durante el transcurso de los años se han configurado exclusivamente en torno al cuerpo. A la mujer se la ha deseado por ser bella, querido por su capacidad de dar vida o poseído por sus destrezas domésticas, labradas por siglos de adiestramiento cultural. La realidad es que escasos son los textos y demás productos culturales clásicos, incluso contemporáneos, en los que se puede encontrar el aprecio hacia lo femenino por los talentos intelectuales independientes de la referencia corporal.
El cuerpo en la mujer no solo importa, sino que parece ser esencialmente constitutivo de lo femenino. Decía Aristóteles en su tratado De Anima4 que el cuerpo es la forma del alma y en el caso de la mujer esta afirmación adquiere especial significación al comprender que todo aquello que se ejerza sobre su cuerpo, deja su huella en su alma. Pero esta afirmación conlleva otra sutileza: el control del alma femenina puede vehiculizarse mediante el control de su cuerpo. Esta propiedad no es exclusiva de la mujer, más bien es una característica propia de todo ser vivo. El control sobre su entidad material implica el dominio de su esencia, como advirtiera Sir Francis Bacon en su Novum Organum5.
El rescate de esta tesis baconiana, cuya impronta sobre los usos científicos posteriores ha sido alargada, calando hondamente en la construcción de la cosmovisión científica y humanística actual, sostiene, en contraposición a Aristóteles, que el conocimiento científico debe tener un fin productivo, alumbrando con esta premisa el comienzo del imperio de la razón científico-técnica. Esta idea fue bien aprovechada por el mismo Foucault para diseñar su anatomía del poder. En Vigilar y Castigar6, Foucault saca a la luz la influencia decisiva que tiene para la configuración de la mente la violencia ejercida sobre el cuerpo. Agudeza clarividente, precursora de las tesis de la plasticidad cerebral, mediante la cual el filósofo llega a conclusiones que permiten sin vacilación encontrar la vinculación efectiva entre el cuerpo y el espíritu, configurando toda una ontología material sustanciada en los procesos físicos de dominio corporal. Y es esta idea la que también se encuentra en el núcleo de las tesis orientalistas que ha ido desarrollando Edward Said7 para analizar el fenómeno que se desencadena con la división cultural entre Oriente y Occidente surgida a raíz del imperialismo y colonialismo del siglo XIX y del periodo de entreguerras del siglo XX.
Said, mediante el estudio de las narrativas que han elaborado los escritores, filósofos y demás autores durante este tiempo estudiado, saca a la luz las categorías epistemológicas que subyacen al imaginario colectivo. Al método de contar la historia sesgada por prejuicios configuradores de esencias lo denomina orientalismo. La actitud orientalista es aquella, que consciente o inconscientemente, reproduce determinados estereotipos dotándoles de estatuto de verdad universal. La relevancia de este modo de proceder no es únicamente que se pueda cometer una injusticia al tergiversar torticeramente la realidad, sino que el alcance del orientalismo es más siniestro: aquello que considera verdad universal, despreciando cualquier tipo de divergencia particular, es envuelto en una metodología capaz de generar esencias reales y aceptadas de facto. Said sostiene que la imagen que Oriente tiene de sí mismo es reproductiva de dicha imagen y cala en la estructura cultural para producir esencias construidas pero reales empíricamente. Este mecanismo que despliega todo su arsenal en las relaciones entre Oriente y Occidente, como muestra Said, opera de igual modo en otros ámbitos como en el de la configuración de la esencia femenina. La mujer construida por las narrativas es la mujer que se cree real y ajustada a lo que considera su esencia constitutiva. Pero además, la forma de imponer ese modelo esencial, admirado y perseguido por la propia mujer, no es únicamente mediante la estimulación de su imaginación, sino mediante la fuerza ejercida sobre su cuerpo.
Las categorías epistemológicas de Orientalismo en la novela Viento del este, Viento del oeste
En las páginas que siguen me propongo analizar una novela (Viento del este, Viento del oeste de Pearl S. Buck) en la que se manifiestan de forma única las tesis sostenidas por Said en su obra Orientalismo. La dimensión original del planteamiento que me propongo estriba en el hecho de que si bien Said se ha dedicado al estudio en torno al choque cultural o de civilizaciones y a las narrativas de los siglos XIX y primera mitad del XX que tienen por objeto esta cuestión, no ha extendido de igual manera sus teorías a la dialéctica masculinidad-feminidad.
Sin embargo, a mi modo de ver, es posible reconocer las mismas categorías epistemológicas en la configuración de los relatos constitutivos de la esencia femenina.
La novela que nos ocupa resulta particularmente ilustrativa porque ofrece tres paralelismos son centrales en las tesis orientalistas: a) La dicotomía Oriente-Occidente; b) la bipolaridad femenino-masculino; y c) la dialéctica cuerpo-alma y que muestran de manera perspicaz la narrativa corporal que se oculta en la configuración de la autocomprensión existencial femenina. Aplicar estos tres niveles de análisis a la obra Viento del este, Viento del oeste contribuirá a mostrar la tesis última de este artículo; difícilmente pueden escapar las mujeres a su auto comprensión esencial heredada producida por siglos de historia conceptual articulada sobre la violencia ejercida sobre sus cuerpos. Bien es cierto que la obra de Said se circunscribe al ámbito principalmente de Oriente Próximo y en algún momento a la India, y la obra de Buck se encuadra fundamentalmente en China y Japón.
Por otra parte, el mismo autor escribe expresamente que deja de lado muchas cuestiones que sabe que son importantes, sin embargo, es ciertamente curioso que Pearl S. Buck no esté reseñada, dada la prolija bibliografía que Said utiliza. Parece muy improbable que tal circunstancia sea debida al desconocimiento, puesto que seguramente en la tarea archivística de Said se hallaba en un lugar preponderante el repaso a la lista de Premios Nobel y Pearl S. Buck fue galardonada con tal distinción en 1938, época estudiada por el autor por otra parte. Tampoco es plausible que el olvido sea fruto de una actitud consciente ex profeso, sino simplemente resultado de cierta indiferencia. En este punto, quizás, haya que volverse algo reivindicativa y señalar que la indiferencia genera la exclusión más sangrante, porque significa que algo no importa. La opresión genera resistencia, la indiferencia nada.
Empero, no es mi intención realizar una crítica de las tesis de Said, sino todo lo contrario. Said es un autor palestino y, por tanto, coherentemente, su sensibilidad y objeto de preocupación se hayan mediados por ello. La elección de sus textos se encuentra en función de estos condicionantes y, desde mi punto de vista, si bien le llevan a formular conclusiones y tesis de suma relevancia, a su vez, obvia una perspectiva oculta y comúnmente silenciada: la femenina. La historia, hasta hace bien poco y salvo pocas excepciones, estaba escrita por hombres y respondía a relatos totalizadores. Incluso cuando las mujeres hablaban lo hacían por la escritura de un hombre.
El Orientalismo de Said representa de forma muy plástica la relación de Oriente-Occidente como la de un muñeco y su ventrílocuo y esta circunstancia se ha repetido al dar voz a las mujeres en los textos clásicos de nuestra historia de pensamiento. De este modo, aunque se encuentren en la autora que voy a estudiar, inscritas las mismas categorías que denuncia Orientalismo, quizás cierta nueva comprensión se pueda alcanzar al rescatar la voz femenina y, de este modo, con nueva sensibilidad, aportar cierta complementariedad y unidad respetuosa a nosotros mismos, la humanidad. Viento del este, Viento del oeste ilustra las ideas en torno a la dominación del cuerpo femenino como configuradora de la esencia espiritual de la mujer pero, además, representa en su mismo título la tesis fundamental que sostiene Orientalismo: la dicotomía entre dos polos artificialmente separados. Esta circunstancia ya proporciona la primera pista para entender el hilo conductor de la novela que despliega toda una dialéctica argumentativa.
La obra está escrita desde unas premisas previas que van a determinar el decurso global de la narración. El rastreo de las categorías y estructuras descritas por Said en Orientalismo a lo largo del relato ofrecen un detallado análisis de la génesis de los preconceptos que constriñen la comprensión de lo genuinamente femenino a través de la violencia ejercida sobre el cuerpo de la mujer en todo tiempo y lugar. Esta labor de identificación de las categorías orientalistas debe observar ciertas salvedades que pueden imposibilitar la aplicación de las tesis de Orientalismo a la novela debido a las aparentes diferencias entre el libro propuesto y el resto de obras que analiza Said. En primer lugar, la localización geográfica en la que se desarrolla la acción en la novela de Buck, China, apenas es mencionada por Said, ya que sus tesis básicamente se circunscriben al llamado Oriente Próximo; por otra parte, la novela está narrada por un personaje de origen nativo, a diferencia de las obras analizadas por Said en las que el narrador es un observador independiente de la cultura que describe. De hecho, la autora vivió parte de su vida en China, tuvo una experiencia directa del país y la cultura, y, por tanto, representa una China real, amable, encantadora y con determinados elementos que podrían dar a entender que la narración ha surgido de una mente china. Además, la novela está narrada en primera persona -es una mujer china la que cuenta sus vivencias- lo cual contribuye a generar una atmósfera de realidad no mediada por un espectador ajeno.
Sin embargo, un análisis pormenorizado permite encontrar en la obra la lectura orientalista en todas las vertientes que Said presenta; pero además evidencia una lectura biopolítica de la comprensión femenina sustanciada en la dominación y modificación corporal que cala en el alma. A mi entender, esta circunstancia se patentiza de forma evidente en la novela. Si bien cada uno es hijo de su tiempo, lo cual cabe traducirse como condicionado por el contexto social, cultural y familiar, también tiene una singularidad humana que se manifiesta en la escritura y la lectura. En la expresión artística salen a la luz dimensiones conscientes e inconscientes de la persona: por una parte se plasman prejuicios, cosmovisiones de la época, costumbres o educación recibida, pero también los sueños, deseos, miedos, el altruismo o la perversidad. Esta segunda dimensión no se haya profundizada en la obra de Said, sino que si se puede encontrar algún viso de este nivel de análisis es bastante velado. Por el contrario, esta segunda esfera, propiamente afectiva, aparece en la obra de Buck con fuerza constituyente8 y, por tanto, no puede ser soslayada en un discurso explicativo de las fuerzas configuradoras de la alteridad como Said pretende describir.
Noción primera de orientalismo: cuando la producción de la cultura es violenta
Said elabora un concepto de «orientalismo» general, que se yergue como fundamento de las otras concepciones que engloba el término, como el «estilo de pensamiento que se basa en la distinción ontológica y epistemológica que se establece entre Oriente y Occidente»9. Precisamente, esta idea es la que aparece como premisa básica en la novela de Buck. El mismo título Viento del este, Viento del oeste predispone de manera coyuntural a una actitud previa no neutral que va a asumir el lector en su aproximación inicial a la obra: va a asumir la idea de una realidad polarizada. El lector sabe que el título no refiere a la existencia efectiva de dos vientos distintos, sino que se trata de una metáfora que divide la realidad en dos secciones encontradas y antagónicas. El pensamiento humano, capaz de interpretar poéticamente las palabras más allá de su referencia semántica inmediata, produce una asociación y tiende a sospechar con acierto que lo que se va a suceder en la acción es la representación de dos identidades contrapuestas, enfrentadas por una coma y esencialmente opuestas.
Esta apreciación se sitúa en un nivel formal de análisis, puesto que por el momento solo se ha discernido la estructura propia sobre la que se construye la novela; cuales sean los contenidos que rellenarán el esqueleto presentado es otra cuestión. Sin embargo, hay una pregunta previa que es relevante dilucidar: la posición que ocupa el propio lector en la narración. La novela cuenta un relato en primera persona, pero va dirigido a alguien concreto y localizado geográficamente. Nada más abrir el libro nos encontramos ante una frase lapidaria: «Habla una mujer china». En medio de la primera página y de forma desnuda se ha lanzado tal expresión, más bien parece una advertencia, el mensaje se capta como una exhortación que nos avisa: «cuidado, esto es verdad, porque habla de China una mujer china».
El lector queda totalmente indefenso, no puede restar autoridad a cualquier afirmación que bajo tal premisa pueda decirse. Empero, el juego literario es más sutil. La voz que habla es la de Kwei-lan. El personaje de Kwei-lan representa a una mujer china pero es producido por Pearl S. Buck, autora de la novela y de nacionalidad americana, por tanto, fruto de la imaginación de una mujer occidental que vive y experimenta la realidad china. Tal circunstancia lejos de quitarle toda legitimidad al argumento, lo fortalece, la autora tiene autoridad en la materia porque conoce la realidad china, porque vive en China. Seguidamente el capítulo prosigue: «A ti puedo hablarte, hermana, como a ninguna de mis verdaderas hermanas de raza. ¿Qué saben ellas de esos países lejanos donde vivió mi marido durante doce años? […]Es cierto que tú perteneces a esas tierras donde mi marido estudió sus libros occidentales»10.
El texto ya ha situado al lector y este a su vez ha tomado una posición subjetiva que no es neutral, no puede serlo, porque el texto le ha interpelado directamente, lo ha clasificado, y le ha obligado a realizar una primera valoración del modo en que se va a aproximar a la novela. El lector, con apenas dos párrafos, ha realizado un repaso mental a todas sus imágenes y preconcepciones de China, que entiende como la alteridad, lo no-yo, porque el lector inexorablemente es occidental y va a dialogar con una mujer china. La tesis orientalista apuntada por Said se manifiesta en todo su esplendor. No hay duda a partir de estas afirmaciones proferidas por Kwei-lan que se va a trazar una diferencia ontológica entre Oriente y Occidente que da lugar a la configuración de identidades contrapuestas. Y esta separación en modo alguno es inocente, está ya cargada axiológicamente de prejuicios valorativos. Si bien la contraposición es consustancial al concepto de diferencia –algo es diferente porque no es lo mismo, es lo no-yo– la configuración de alteridades conlleva la creación de estructuras dicotómicas, cuyos adjetivos se conforman como polos positivos o negativos del mismo concepto. Kwei-lan y su marido sostienen una conversación en la que se describen de este modo por los ojos del lector occidental:
-¿Cómo? ¿Nos consideran estrafalarios?
-¡Naturalmente!- decía él, riendo- ¡Si les oyeses hablar! A sus ojos, nuestras costumbres son ridículas, nuestro rostro también, y lo que comemos y todo lo que hacemos. No les cabe en la mente que podamos tener el aspecto que tenemos y nos comportemos como nos comportamos, siendo tan humanos como ellos11.
Los tópicos e imágenes que una cultura tiene de otra se repiten a lo largo de los tiempos, van calando en una conciencia que no se configura únicamente como conocimiento social neutro de la alteridad, no es tan cándida, sino que estas afirmaciones más bien enmascaran toda una conciencia geopolítica, que perfila y dirige los procesos de actuación en las distintas esferas públicas y privadas. No es en absoluto trivial el hecho de que Buck fuese una mujer occidental, americana, hija de misioneros también americanos, ubicados en China a los pocos meses de nacer la autora. Los padres de Buck no acudieron a este país en cariz de inmigrantes, sino de misioneros, por tanto, con un objetivo previo y unas preconcepciones de aquello que iban a encontrar y, sobre todo, corregir. Buck fue educada en colegios americanos y británicos y se licenció en una universidad americana en Filología Inglesa. Si bien es cierto que hablaba chino y bebió de la novela china, los textos a los que tuvo acceso durante sus estudios y su formación universitaria, además de la educación recibida en casa, de ninguna manera fueron los propios de una mujer china, sino de lo que ella era: americana.
El hecho de que la novela presente en todo momento esta estructura dual, oriente-occidente, no es accidental. La técnica narrativa que configura esta separación incuestionada es perfectamente sutil. No se debe olvidar que aquello que el lector va a observar será mediante los ojos de Kwei-lan, una mujer china. Sin embargo la novela es una representación y no un testimonio y Kwei-lan es un personaje encarnado por la propia autora y por su particular visión fruto de su experiencia de China. En determinados pasajes sale a la luz la cosmovisión occidental disfrazada de mentalidad asiática, al observar que todas aquellas cosas que a Kwei-lan le parecen exóticas o extrañas de la cultura occidental, con la que se ve obligada a convivir, en realidad no son sino el tipo de objetos y prácticas que llamarían la atención a un occidental de la cultura china12.
A nivel formal, lo extravagante de los acontecimientos o costumbres seleccionadas en la novela lo es para un occidental, pero Buck ha utilizado un recurso perspicaz, que es presentar el contenido de forma inversa: lo singular de las costumbres occidentales que chocan a una asiática. De este modo a Kwei-lan le extraña vestir a su hijo recién nacido de blanco, porque este es el color del luto para su cultura. Para ella, es un proceso alienante utilizar el color de los ritos funerarios para celebrar la vida. Sin embargo, hay cierta distorsión en el argumento esgrimido, porque no es tan cierto que el blanco de la cultura china quede reservado únicamente al ámbito fúnebre, sino que este pasaje tiene un leit motiv ulterior: mostrar que el color del duelo en China es el blanco, en contraposición al negro luto de las plañideras occidentales. La mirada occidental está latente en toda la novela, por ello los elementos chocantes se comprenden fácilmente, son accesibles al entendimiento occidental; si estas preconcepciones occidentales no cimentaran toda la obra, estos elementos pasarían desapercibidos.
Las páginas que siguen dibujan un retrato amable, melancólico, sereno, supersticioso, detallista y bello de China. Estas características no confrontan ni alteran en medida alguna la imagen que el lector –occidental- tiene de China; más aún, en la primera hoja de la novela la narradora aclara que sus padres:
Nunca se dejaron influir por tendencias modernas, ni concibieron el deseo de cambiar […] y así me educaron, según las honorables tradiciones. Nunca se me ocurrió pensar que llegara un momento en que desease ser de otro modo. Sin reflexionar siquiera desdeñaba dedicarles un pensamiento. No tenía ningún deseo, y nada de lo que provenía de afuera me interesó jamás. Pero ahora ha llegado el día en que debo cambiar13.
Kwei-lan se casa, según las tradiciones, con aquel marido que le fue predestinado desde antes de nacer. El concepto de matrimonio que la novela plantea responde a cierta lógica mercantil: no es fruto del amor, sino de un contrato. En ese convenio se evidencia una falta de acuerdo, hay consentimiento pero es tácito. El problema principal del arreglo contractual estriba en la falta de entendimiento fruto de cierto choque cultural. El marido de Kwei-lan ha estudiado medicina en Occidente y está fuertemente occidentalizado. Los problemas de comprensión entre los cónyuges radican en esta circunstancia: Kwei-lan piensa y se desenvuelve según la ortodoxia china y su marido hace lo propio desde un punto de vista occidental. Se plasma así la dialéctica entre las civilizaciones del Este y del Oeste. Pero en todo este proceso de sumisión a la transacción impuesta, la novela rescata un ente subversivo: el enamoramiento del hermano de Kwei-lan, heredero de la familia, de una extranjera, norteamericana, rubia de ojos azules, con la cual contrae matrimonio, contraviniendo de este modo toda la tradición china y sumiendo en la desesperación a toda la familia. Si bien es cierto que el matrimonio entre el hermano de Kea-lan y la mujer norteamericana podría leerse como un acercamiento de Oriente a Occidente, lo cierto es que aquel que sufre las consecuencias, contradicciones y cambia su estatus es el hermano heredero, pero no existe una reciprocidad en la influencia sobre Occidente. Oriente queda modulado, manipulado, creado, transformado en cada uno de los personajes que aparecen en la novela, puesto que todos y cada uno quedan mutilados en su identidad.
Sin embargo, no ocurre de igual manera en el polo occidental en el que nadie se ve afectado por su relación con Oriente, ni siquiera la mujer norteamericana. Aunque el hermano de Kwei-lan es desheredado, la novela destaca el «triunfo del amor»: encarnado por la dominación de Occidente sobre Oriente en todas las facetas. Esta victoria de Occidente sobre Oriente no se produce de manera amable, sino que cuesta sangre y esta es femenina. Esta conquista, lejos de ser moral o espiritual, es eminentemente física: el instrumento que vehiculiza el poder de Occidente es el cuerpo femenino cosificado para su posterior reanimación carente ya de identidad propia.
Noción segunda de orientalismo: el silencio, la música y la concubina
Orientalismo es en definitiva un estilo de pensamiento, surgido a partir de las narrativas propias del imperialismo de los siglos XIX y principios del XX, que se basa en la diferencia ontológica y epistemológica entre Oriente y Occidente. Aunque el método orientalista surge en ese contexto, su estructura formal opera de igual manera en la configuración de otras dicotomías esenciales en las que un polo es el dominante y el otro recesivo, como, verbigracia, la dialéctica masculino-femenino.
En primer lugar «orientalismo» se configura como el modo de relacionarse Europa con Oriente, y no a la inversa, y Oriente simplemente ocupa un lugar en la experiencia del sujeto del discurso: Europa. En la novela, se puede trazar un paralelismo con la relación entre los personajes masculinos y los femeninos. Desde el principio y a lo largo de la narración aparecen tres elementos -el silencio, la música y las concubinas- como recursos de segundo orden, pero que poseen un carácter categorizador único. Se trata de dispositivos capitales que marcan las características que revisten la aproximación y relación de Oriente con Occidente. Los personajes que representan a una y a otra cultura están divididos por sexo: los masculinos recrean Occidente y un paradigma androcéntrico y los femeninos hacen lo propio con Oriente y su cosmovisión ginocéntrica. Me he tomado la licencia de realizar esta metáfora porque no creo que con ello violente las ideas de Said, aún más, considero que las corroboran. Said en sus escritos a menudo realiza este tropo para presentar de una manera muy gráfica la relación singular de dominación de Occidente sobre Oriente que se ve reflejada en cierta tensión sexual.
Las características que he escogido no son arbitrarias, sino que además de ser centrales en la obra, clasifican y califican como distintivos de suyo la imagen que Occidente tiene de China, y, por tanto, responden a sus sueños y expectativas. Lo exótico, lo delicado y la sensualidad silenciosa conviven en un país cuyo encanto reside para Occidente en el detalle, el símbolo cuidado y los movimientos reposados y sutiles. Todo lo cual dota a la idea de China de una impenetrable y melancólica belleza. ¿No son acaso éstas las virtudes que Kwei-lan debe poseer y aprender para ser del gusto de su amo y señor?
La madre de Kwei-lan, mujer a la que se describe como ejemplo de honorabilidad y fidelidad a las tradiciones, se nos representa «con su rostro tranquilo y su acostumbrada expresión de infinita tristeza», aparece como una mujer misteriosa, impenetrable, encerrada en la amargura de su mundo interior. Instruye a nuestra heroína en los deberes, obligaciones y virtudes que debe tener una mujer china aristócrata y digna. De este modo le dirá:
…te enseñé a preparar y servir el té a una señora de edad […] cómo se escucha en silencio cuando habla una anciana […] Siempre y en todo te he instruido en la necesidad de someterte como una flor se somete a la lluvia y al sol. Pensando en tu marido te enseñé cómo debes ataviarte, cómo se le habla con los ojos y la expresión pero sin palabras (…) lisonjearle con la ingeniosa preparación de comidas […] el matiz de la sonrisa […] en las mujeres la instrucción ha sido siempre un detrimento de la belleza (…) conoces el arte del arpa […] instrumento utilizado por las mujeres para deleitar a sus señores14.
Todo el catálogo de enseñanzas mencionadas nos acerca cada vez más a la atmósfera china, cargada de matices, gráciles movimientos y una belleza fría como el témpano. No hay atisbo de pasión y ninguna emoción aflora, este mismo tono dirige toda la novela. No hay sobresaltos ni acciones espontáneas, todo se encuentra debidamente medido. Incluso cuando aparecen exclamaciones que desean ser gritos de miedo o pánico, la voz de la mujer china es una voz ahogada, a menudo sofocada por la importancia de la narración, que se apodera del propio sentimiento o forma de pensar de la mujer. Se nos presenta a una mujer cerrada, instruidamente reservada, impenetrable, tanto que a menudo parece incapaz de dar opiniones fundadas. El silencio marca la esencia de China, de Oriente, de la mujer. Occidente será aquél que tome la iniciativa y dará voz a aquel que no puede hablar. Ese silencio no es una ausencia de sonido sino de la palabra. China se oye, suena tierna y apacible. China no ofrece resistencia, se somete y desea deleitar a su amo. Kwei-lan, mujer, actúa del mismo modo. Sin embargo, en los oídos, no habituados a escuchar los matices sutiles del sonido vital de China, los rumores quedan perdidos, como acordes mutilados en medio de cierta algarabía, curiosa por esas notas exóticas y extrañas que pueden servir un rato de pasatiempo:
El arpa y su estuche fueron regaladas a la abuela de mi marido. Al rasgarlas, dieron las cuerdas un son sostenido y melancólico. El arpa es el más antiguo de los instrumentos de mi pueblo, y ha sonado al claro de luna, bajo los árboles, cerca de un surtidor. Entonces su voz adquiere una dulzura singular. Pero aquí resonaron en una opaca habitación extranjera, emitiendo sonidos débiles y sofocados15.
Los dos rasgos que caracterizan la quimera china poseen un denominador común: la búsqueda del deleite y el beneplácito del Señor. El sexo exótico despide una sensualidad única que fascina al imaginario occidental y la figura de la concubina encarna esta imagen a la perfección. La concubina no es una esclava; el dominio sobre ella es aún más profundo: a través de su cuerpo, se penetra en su alma. La figura de la concubina se erige en todo un ideal concupiscente. Es un medio para el desahogo de secretos placeres y para que afloren los deseos más profundos por una razón simple: sobre la concubina pesa un contrato tácito de propiedad que le impide revelar la intimidad más siniestra de su dueño. La concubina no tiene voz ni capacidad de acción, pero es un objeto animado, no es una muñeca inerte sino una bailarina nacida exclusivamente para deleite de su amo. Esta relación es una relación aceptada, sumisa y obediente e incluso se manifiesta como anhelada. La función última de la concubina es engendrar los vástagos del amo16 y ofrecer el máximo placer que un cuerpo pueda proporcionar sin reclamo alguno de reciprocidad: la experimentación del placer está restringida al sujeto, la concubina en tan- to cuerpo objetivado se caracteriza exclusivamente por su funcionalidad. Pero al violar el cuerpo a través de la relación sexual consentida porque no hay alternativa vital, se penetra también en el alma mediante la ilusión de un amor ciego y devoto de la mujer hacia su señor.
Noción tercera de orientalismo: la medicina
La tercera noción de orientalismo, que supone un paso más en la dialéctica Oriente-Occidente, evidencia un interés de base en la relación entre dos paradigmas antagónicos y, por tanto, una inclinación de fuerzas. Esta concepción ya no se presenta como neutral y desinteresada, sino como parte actora en el proceso de configuración de las autocomprensiones esenciales. Orientalismo se configuraría como el estilo occidental que pretende dominar, reestructurar y tener autoridad sobre Oriente. Esta observación es de especial importancia porque saca a la luz lo que pretende legitimar el polo dominante y da cuenta del porqué de las categorías, el porqué de las clasificaciones. El interés que se halla como principio activo y generatriz de todo el proceso orientalista es un deseo de dominación mediante la penetración en la alteridad17. Esta idea de dominación es de una índole particular y nos hace volver la vista a Bacon para quien el sometimiento es posible a través de un conocimiento absoluto del objeto, esto es, un conocimiento técnico.
Para que sea accesible a un conocimiento epistemológico absoluto y cierto se debe convertir al sujeto en objeto de estudio, abierto al examen ocular, sin misterio: se le ha de matar para luego reanimarlo. Se debe preparar la mesa de disección, desproveerlo de su aliento vital para descomponerlo sin dejar nada al azar. Posteriormente, como en el mito de Frankenstein, se reconstruirán sus partes, se reelaborará y producirá un sujeto nuevo, sin identidad propia, por boca del cual hable Occidente.
La forma que revestirá esta dominación técnica será la violación sobre el cuerpo. Occidente penetra a Oriente, lo desgarra con su ansia insaciable de sangre fresca y nueva, para reconstruir una muñeca de sus pedazos a la cual manejar a su antojo. El orientalismo será el agente en la comisión del delito, pero lo hará con el procedimiento bien aprendido en la Modernidad: la ciencia y su tecnología. Por un lado el discurso orientalista se presenta con unos rasgos definitorios de erudición, sistematicidad y rigor formal, que le confieren la autoridad propia de todo discurso cerrado y coherente. Se trata propiamente de una coherencia formal, pero esta es a su vez extrapolada y posee jurisdicción sobre el contenido. El orientalismo absorbe lo oriental y permite dar el paso al enjuiciamiento y a la valoración.La apariencia de objetividad que pareciera, en principio, ser resultado de cierta asepsia en las formulaciones acerca de «Oriente» no obedece sino a toda pretensión contraria, ya que presenta los fundamentos sólidos para dotar de autoridad todo tipo de prejuicios en ninguna medida neutrales, pero con visos de serlo. Y he aquí su error y peligrosidad: se validan juicios sobre una base de cientificidad formal que de ningún modo pueden se científicos, sino humanos en sentido práctico.
En este discurso heredado, y que actualmente en el siglo XXI ha cobrado fuerza, se precisa cierta deshumanización para conferir seguridad y certeza al conocimiento cuantificado y medible. Este modo de aproximación epistemológica se hace fuerte creando espacios de demarcación, dicotomías insalvables, clasificaciones antagónicas. Esta deshumanización científica como método de conocimiento implica: la necesidad de un lenguaje lógico-formal propio, cerrado y científicamente compartido; unas categorías preconcebidas y listas para ser aplicadas a todo experimento con variables controladas; y el despliegue de todo un arsenal tecnológico que conlleve una comprensión acotada e impida una aproximación directa y experiencial. La tecnología es clave para dicha deshumanización por la que media un objeto para que el sujeto objetivado se haga inteligible.
En la época analizada por Said el conocimiento de la alteridad oriental sólo era posible a través de la mediación de ese ente intermedio constituido por todos los trabajos orientalistas, que coadyuvaban para formar esa estructura sólida de la mentalidad europea. Hoy por hoy la misma función la llevan a cabo los estudios científicos cuya verdad queda legitimada por los avances en la precisión tecnológica. Las fronteras se hallan trazadas y la realidad dicotomizada en un Nosotros y en un Ellos por ese ente mediato que impide una apertura mental no hacia la alteridad, puesto que esto precisamente es lo que cuestiono, sino hacia la aceptación de lo que en definitiva somos: diversidad individual y preocupación colectiva, caída obligada en la conciencia de nuestra finitud insalvable.
Esta idea de la ciencia como estructura totalitaria que no solo explica, sino que amputa y reconstruye, se encuentra ejemplificada en la novela mediante la figura de la medicina. La medicina, de hecho, es un recurso constante de toda la obra puesto que será sobre su base sobre la que se proferirán las dualidades entre occidentales y orientales pero con un matiz sutil y perverso. Precisamente, en estas distinciones binarias entran en juego de forma expresa los juicios valorativos. La medicina occidental, que ejerce el marido de Kwei-lan, es un conocimiento fiable, racional, seguro, cierto y el único que puede ser efectivamente curativo. Sabiduría y ciencia son una y la misma cosa en este modelo de racionalidad. Los conocimientos curativos de la China tradicional son de carácter mágico, supersticioso y fundado en creencias irracionales y ridículas. El marido de Kwei-lan está investido de la autoridad propia del científico y ejerce una disciplina: la curación occidental es dolorosa, violenta y única y exclusivamente física.
El precioso y sobrecogedor pasaje del desvendado de pies reproduce de manera excepcional la violencia física que rompe el alma. La plasticidad de la escena sirve a la perfección para extraer una conclusión última:
- No te preocupes. Recuerda que soy médico.
De nuevo me negué. Él levantó la cara y me miró a los ojos fijamente.
- Kwei-lan –dijo con tono grave-. Sé lo que te cuesta hacer esto por mí. Pero permíteme que te ayude en lo posible. Soy tu marido.
Cedí sin reflexionar más. Me cogió un pie con sus dedos ágiles, quitó la sandalia, la media y, por último, la banda interior. Su rostro tenía una expresión triste y a la vez severa.
- ¡Cómo debes haber sufrido-murmuró con ternura- .qué triste infancia…! ¡Y todo inútilmente!
Al oír aquellas palabras, no pude retener las lágrimas. Sí, los sacrificios hechos no habían servido para nada. ¡Y ahora él me imponía otros! Bajo los efectos de la inmersión y el desvendado, nuevas torturas empezaron para mis pies. El proceso de la distensión se reveló casi tan doloroso como el achicamiento con los ligamentos apretados. Poco a poco la sangre empezó a circular; y esto me producía dolores insoportables. Había momentos en que, para mitigarlos un poco, me arrancaba las vendas ligeramente aplicadas para apretarlas con fuerza. Pero inmediatamente pensaba que mi marido se daría cuenta, y con manos temblorosas, me quitaba de nuevo las vendas. No encontraba alivio más que sentándome sobre los pies, con las piernas cruzadas y balanceando el busto adelante y atrás18.
Kwei-lan nació mujer, con voz y entidad propia, y tenía que redimir su pecado. La cultura a la que pertenece le dice cómo sobrevivir en su mundo; hay una posibilidad de redención ejerciendo la violencia sobre su cuerpo para encajar en los estereotipos de belleza culturalmente sancionados. Silenciosa. Sutil. Invisible. Pero entonces el Viento del Oeste trae consigo una nueva transvaloración que no va a dejarla inmune. Su marido, una vez ha gustado su cuerpo, la ha horadado y ya no la considera una virgen, ha de reconstruirla como él desea. No es atraído por su belleza, que tanto esfuerzo, lágrimas y sangre le ha costado. Kwei-lan debe someterse a un imperativo nuevo, que no entiende, y lo hace sin oponer resistencia, como siempre, no por los argumentos racionales que le da su marido sino por un sentido del deber que le obliga a obedecerlo en todo. El marido actúa con la legitimidad y la autoridad que le aporta la disciplina de la que es experto y sigue el método que le impone el discurso propio de tal saber. Toda una anatomía del poder se despliega ante nuestros ojos: el ejercicio de la disciplina sobre el cuerpo llega hasta el alma. Kwei-lan no tiene consuelo, no puede tenerlo: su mayor virtud, su belleza, está despreciada y se le impone un canon nuevo para el que ella no tiene sensibilidad, y, por ello, simplemente, no pude comprenderlo. Se ha visto mutilada: espiritual y físicamente mutilada. Le quedarán por siempre los estigmas marcados en su cuerpo violentamente: los estigmas de su propia cultura, los estigmas de la cultura que la posee y los estigmas de su sexo, mujer.
Una alternativa al orientalismo: la conciencia de la gestación
La visión orientalista que he plasmado al analizar la novela coincide con una de las ideas sostenidas en Orientalismo, pero su interés para el presente artículo es de alguna forma distinto a los propósitos de Said. La idea que sostengo a lo largo de este estudio es proclive a pensar que las relaciones dialécticas antagónicas son generadoras de esencias mediante un procedimiento que, aunque cultural, es ejercido de forma violenta sobre el cuerpo como método de modificación del alma. Esta tesis es coherente con las afirmaciones orientalistas, ya que, como el propio Said expone aunque casi de soslayo, «el orientalismo latente propiciaba también una concepción del mundo particularmente masculina». Esta concepción es corroborada y se hace evidente «en los escritos de los viajeros y novelistas, en los que las mujeres son habitualmente creaciones del poder-fantasía del hombre. Ellas expresan una sensualidad sin límites, son más bien estúpidas y, sobre todo, son complacientes y serviciales»19. Las oposiciones binarias, Este-Oeste o femenino-masculino, suponen la inclinación de la balanza hacia el segundo miembro de la ecuación. Las fuerzas en conflicto representadas se han caracterizado por ser polos positivos y negativos de un proceso único, más concretamente principios activos y pasivos. La batalla se describe como una cuestión epistemológica de la relación sujeto-objeto, cuyo conocimiento absoluto culmina con la dominación técnica, de tintes baconianos, del agente sobre el paciente.
El proceso de hacerse inteligible el ente misterioso, impenetrable y silencioso per se, pasa necesariamente por la disección, la violación consentida –consentida porque, según el protagonista, su antagonista no le opone resistencia física– y, por tanto, lejos de convertirse en un crimen, en una profanación, no es más que un acto sexual de penetración violenta, necesaria y requerida ante la lascivia y lujuria insaciable de la mujer fatal de Flaubert. Consumado el acto, Oriente se hace accesible, abierta en Canal de Suez. Oriente ha pasado por el laboratorio y la mesa de disección de Renan y Lane y ya está lista para su reconstrucción, reanimación y recreación como muñeca hinchable que pueda excitar, rejuvenecer y hacer salir de su letargo gris y mohoso al miembro occidental, dormido y viejo, trasnochado, aunque sea por unos momentos de febril delirio.
La nueva propiedad, adquirida para regocijo lujurioso de su amo necesita traspasar la mera ilusión, necesita hacer de la paranoia onírica una realidad; porque el personaje, como Pinocho, reclama hacerse carne y sangre, si se quiere incluso para derramarla de nuevo. El principio activo no aspira a ser un mero principio creador, aspira a salir de su finitud, aspira a ser Dios, desea febrilmente alcanzar eternidad y ser principio generatriz, poder dador de vida. La secularización orientalista eliminó a Dios para usurpar su puesto. En este sentido Said lee muy bien el deseo de fecundar en la obra de Flaubert: «Kuchuck es un símbolo inquietante de fecundidad; peculiarmente oriental en su sexualidad lujuriosa y en apariencia sin límites». A continuación cita Said textualmente a Flaubert: «Chupamos muy bien, jugamos mucho con la lengua, nos besuqueamos lentamente: pero ¡lo real! Eyacular, engendrar el niño»20.
Descrita la situación ante la que nos encontramos la pregunta última que se plantea Said y a la que deben ir encaminados nuestros esfuerzos se encuentra formulada del siguiente modo por el autor:
«Así que este es el principal tema intelectual suscitado por el orientalismo: ¿se puede dividir la realidad humana, como de hecho la realidad humana parece estar auténticamente dividida, en culturas, historias, tradiciones, sociedades e incluso razas claramente diferentes entre sí y continuar viviendo asumiendo humanamente las consecuencias?»21.
Y yo añadiría la ubicua división esencial entre sexos que atraviesa todas las otras divisiones mencionadas. La situación descrita, a mi juicio, no es antihumana, sino desmedida. Es un hecho incuestionado que la visión que ha gobernado el mundo es androcéntrica. No me estoy irguiendo en la nueva Lisístrata y posicionando en el nivel pueril de anunciar una batalla de sexos fácticos, ni estoy hablando de hombres y mujeres reales, sino de algo mucho más profundo que atañe a la estructura mental de toda la humanidad en la que por supuesto se incluyen ambos sexos. En definitiva, si se eliminan características humanas de lo humano, nos encontramos ante un ser deshumanizado, incapaz de dar cuenta de sí mismo, ni del otro. El exceso y la carencia en un mismo sujeto no pueden sino dar lugar a seres deficientes, monstruosos. La humanidad que debe ser rescatada es la visión ginocéntrica que está condicionada por la experiencia corporal vinculante. El acto de fusión amorosa y la maternidad suponen diferencias básicas con respecto a la violación y a la fecundidad antes aludida. El hecho de la maternidad, en el que participan ambos sexos y se experimenta en el cuerpo de la mujer gestante, implica el recordatorio constante de que el otro es carne de mi carne y sangre de mi sangre. En el hecho biológico de la maternidad no se manifiesta el conocimiento epistemológico, sino la comprehensión y reconciliación natural, implica preocupación sincera por el otro como medio de sobrevivir a mi muerte en el otro que no soy yo y procede de mí.
En la novela, que hemos analizado, Viento del este, Viento del oeste la unidad entre culturas que borra esta diferencia, tenida como ontológica, es precisamente la maternidad. Kwei-lan acepta a su cuñada americana por la forma en que ella adora al hijo de Kwei-lan, la maternidad las une a las dos y no entiende de culturas porque el hecho fenomenológico es transversal. Este hecho biológico hace surgir el sentimiento de ternura al visionar a un otro que se siente como parte de sí, al que se respeta y cuida porque se le considera esencia constitutiva de uno mismo y no alternativa. Ese sentimiento compartido entre ambas mujeres permite la desaparición de fronteras. Kwei-lan llama al lector «hermana» durante toda la obra, estrechando los lazos solidarios entre las personas porque sabe que en su sentimiento va a ser entendida.
La aproximación a la alteridad se puede realizar como un intento de posesión y dominación o con el propósito de reconciliación y comprensión. La primera actitud, que creo importante matizar no es distintiva del hombre qua hombre, sino del paradigma androcéntrico, busca su eternidad mediante la aniquilación de todo aquello que le devuelva su conciencia finita. Pergeña una división categorial del mundo en la que establece dos polos, uno dominante y otro reactivo, y opera su quimera de ascenso divino mediante la supresión y enmudecimiento de la alteridad. Solo así puede mediante su acto consciente borrar las fronteras que le confieren finitud y lo hace mediante un acto violento y físico que tiene por objeto apoderarse del espíritu que lo aliena. La visión ginocéntrica, que no es exclusiva de ningún sexo sino universal, entiende el mundo desde categorías bien distintas. No busca confrontación, sino fusión porque es conocedor de la verdad primigenia: antes de ser para la muerte, uno es originalmente Otro. El ser humano solo puede encontrar su paz eterna en el momento de comprensión química y mental y para ello debe naturalmente abrirse, desnudarse, ofrecerse con el riesgo de perder la vida ante los egos finitos que pujan por su inmortalidad . No hay peligro si la actitud universal es ginocéntrica, solo hay fortalecimiento de lazos entre sujetos que se saben unidos por el misterio del inicio vital. Este hecho fenomenológico de la maternidad, que todo ser humano experimenta -todos somos hijos, carne y sangre de otra carne y sangre- no puede ser soslayado en un paradigma que pretende invisibilizar la realidad fáctica humana. No se pretende en estas páginas reivindicar la maternidad como una misión que todo ser humano debe cumplimentar para tener una vida plena, sino sacar a la luz la evidencia de la vida que se ha silenciado y cuyo culmen se encuentra en el sistema heideggeriano y en su concepto de dasein como ser para la muerte. La reivindicación que se realiza es la de integrar en el paradigma conceptual la actitud de comprensión de que la alteridad y la ipseidad no son partes independientes y separadas de uno, sino mutuamente constituyentes física y espiritualmente. No se puede salir de la finitud corporal, pero se debe recordar que esta no es absoluta, que en un momento dado se perteneció a otro cuerpo y que la naturaleza posibilita la fusión esencial de sujetos separados trascendiendo fronteras físicas y espirituales.
Lydia de Tienda Palop, «Cultura y cuerpo femenino. Aplicación de las categorías orientalistas a la obra Viento del este, Viento del oeste de Pearl S. Buck», Asparkía, 33, 2018, págs. 151-167
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