Sanctuary, de William Faulkner

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NAVEGACIÓN: Monografía independiente de la línea secuencial principal. Para salir utilice «TODAS las SECCIONES»

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Cuando la mujer entró en el comedor con una fuente de carne, Popeye, el hombre que había ido a buscar la garrafa a la cocina y el forastero estaban ya sentados alrededor de una mesa hecha con tres tablones clavados sobre dos caballetes. Al acercarse a la luz de la lámpara colocada en la mesa, pudo apreciarse que el rostro de la mujer no estaba marcado por la edad sino por el mal humor, y se hizo también patente la frialdad de sus ojos. Mientras la observaba, Benbow no advirtió que lo mirara ni una sola vez mientras dejaba la fuente y se detenía un momento con esa expresión ausente con que las mujeres pasan una última inspección a la mesa, para luego agacharse sobre un cajón de embalaje situado en una esquina de la habitación y sacar de allí otro plato, cuchillo y tenedor que llevó a la mesa y colocó delante de Benbow con aire decidido -bruscamente pero sin precipitación-, rozándole el hombro con la manga del vestido.

Mientras la mujer se ocupaba de la mesa entró Goodwin. Llevaba un mono manchado de barro. Tenía un rostro descarnado, curtido por la intemperie, una barba negra a medio crecer y canas en las sienes. Traía del brazo a un anciano con una larga barba blanca, manchada alrededor de la boca. Benbow vio cómo Goodwin sentaba al viejo en una silla mientras el otro le dejaba hacer con la indecisa y abyecta ansia de un hombre a quien no le queda más que un placer y a quien sólo le llega el mundo exterior a través de un sentido por ser al mismo tiempo ciego y sordo; un hombre bajo y calvo, con un rostro redondo, carnoso y sonrosado en el que sus ojos con cataratas parecían dos coágulos de flema. Benbow le vio sacar un trapo sucio del bolsillo, regurgitar sobre él una masa casi incolora de lo que había sido anteriormente tabaco de mascar y volverse a guardar el trapo después de doblarlo.

La mujer le sirvió de la fuente. Los otros ya estaban comiendo, en silencio y sin hacer pausas, pero el viejo se quedó quieto, con la cabeza inclinada sobre la mesa, moviendo débilmente la barba. Con una mano temblorosa y desconfiada inspeccionó el contenido del plato hasta encontrar un trozo pequeño de carne; luego se puso a chuparlo hasta que regresó la mujer y le dio un manotazo en los nudillos. El viejo soltó lo que había cogido y Benbow estuvo viendo cómo ella le cortaba la carne, el pan y todo lo demás y luego le echaba melaza de sorgo por encima. Después Benbow apartó la vista. Al terminar la comida, Goodwin se llevó al viejo. Benbow les vio cruzar la puerta y oyó el ruido de sus pasos por el corredor. Los hombres volvieron al porche. La mujer quitó la mesa y llevó los platos a la cocina. Los dejó amontonados, se acercó al cajón situado en la zona menos iluminada y estuvo en pie a su lado durante un rato. Después se sirvió su propia cena, comió sentada a la mesa, encendió un cigarrillo con la llama de la lámpara, fregó los pla-tos y los guardó. Luego echó a andar por el pasillo, pero no llegó a salir al porche. Se quedó dentro de la casa, junto a la puerta, oyéndoles hablar, oyendo hablar al forastero y el ruido apagado de la garrafa mientras pasaba de mano en mano.

-Qué querrá ese imbécil… -murmuró la mujer.

Siguió escuchando la voz del forastero; una voz precipitada, vagamente estrafalaria, la voz de un hombre que se pasa mucho tiempo hablando y apenas hace otra cosa.

-Beber no, desde luego -dijo la mujer en voz muy baja desde dentro de la casa-. Será mejor que siga su camino y llegue a donde sus familiares puedan atenderlo.

Volvió a escuchar lo que decía.

-Desde mi ventana veía la parra, pero en invierno no quedaba más que el armazón del emparrado. Por eso sabemos que la naturaleza es femenina; por esa connivencia entre la carne de mujer y la estación femenina. De manera que todas las primaveras presenciaba cómo la vieja sabia, renovándose, ocultaba el armazón del emparrado; cómo fabricaba de nuevo su verde señuelo, promesa de intranquilidad. Y no es que pueda hablarse de una gran floración tratándose de parras: no es más que un céreo y desordenado desangrarse, más de hoja que de flor, que va ocultando más y más el armazón, hasta que a finales de mayo, al atardecer, su voz, la de la pequeña Belle, era cómo el murmullo de la misma parra silvestre. Nunca decía, «Horace, éste es Louis o Paul o quienquiera que fuese», sino «Sólo es Horace». Sólo, ¿se dan cuenta? Ella con un vestidito blanco al atardecer, los dos muy recatados y muy cuidaditos y un poco impacientes. Y no me hubiera podido sentir más ajeno a su carne si la hubiera engendrado yo mismo.
» Así que esta mañana (no; fue hace cuatro días; era jueves cuando volvió del instituto y estamos a martes) le dije:
»-Querida, si lo has encontrado en el tren, es probable que pertenezca a la compañía del ferrocarril. No se lo puedes quitar a la compañía; es ilegal, como llevarse los aisladores de los postes.
»-Vale tanto como tú. Va para Tulane.
»-Sí, cariño, pero en un tren… -dije yo.
»-Los he encontrado en sitios peores.
»-Ya lo sé -dije-. Yo también. Pero no hay que traerlos a Gasa. Se pasa por encima y se sigue adelante. No hay por qué mancharse los zapatos.
»Nos hallábamos en la sala de estar; era justo antes de la cena; y no estábamos más que nosotros dos en la casa. Belle había ido al centro.
»-¿Qué más te da a ti quién viene a verme? No eres mi padre. Eres sólo…, sólo… ¿Qué? -dije-. ¿Sólo qué? ¡Díselo a mamá, entonces! Díselo. Eso es lo que vas a hacer. ¡Decírselo!
»-Lo malo es el tren, querida -dije-. Si entrara en tu habitación en un hotel, lo mataría. Pero en el tren… me resulta repugnante. Vamos a decirle que se vaya y a empezar de nuevo.
»-¡Como si tú pudieras hablar de encontrar cosas en el tren! ¿Qué me dices de las gambas?

-Está loco -dijo la mujer, sin moverse, junto a la puerta.

La voz del forastero siguió fluyendo y tropezando consigo misma, rápida e incesante.

-Pero en seguida dijo, '¡No! ¡No!', y yo la abracé y ella se agarró a mí. '¡No quería decir eso! ¡Horace! ¡Horace!' Y yo estaba oliendo las flores asesinadas, las delicadas flores muertas y las lágrimas, hasta que vi su rostro en el espejo. Había un es-pejo detrás de ella y otro detrás de mí: ella se veía en el que estaba detrás de mí, olvidada del otro, en el que yo podía verle la cara, verla contemplando mi nuca, y descubrir todo su fingimiento. Por eso la naturaleza es 'ella' y el progreso es 'él'; la naturaleza hizo la parra, pero el progreso inventó el espejo.

-Está loco -dijo la mujer desde dentro de la casa, escuchando.

-Pero no fue eso, realmente. Pensé que era quizá la primavera lo que me había perturbado o el tener ya cuarenta y tres años. Pensé que tal vez me pondría bien si tuviera una colina donde tumbarme…, que la culpa la tenía aquella zona, tan llana, tan fértil y tan maloliente que hasta el mismo viento parece sacar dinero de ella. Como si a uno ya no le pudiera sorprender que llegaran a presentarse en los bancos las hojas de los árboles para recibir dinero a cambio. Es ese Delta. Cinco mil millas cuadradas sin otra altura que los montones de tierra que los indios hicieron para subirse encima cuando se desbordaba el río.
»Por eso pensé que me bastaría con una colina; no fue la pequeña Belle quien hizo que me marchara. ¿Saben qué fue?

-No hay duda de que lo está -dijo la mujer junto a la puerta-. Lee no debiera permitir… Benbow no había esperado a que le respondieran.

-Fue un trapo manchado de carmín. Supe que iba a encontrarlo antes de entrar en el cuarto de Belle. Y allí estaba, escondido detrás del espejo: un pañuelo con el que se quitaba el exceso de pintura al arreglarse y que luego guardaba allí. Lo puse en el cesto de la ropa sucia, cogí el sombrero y salí de la casa. En la carretera me recogió un camión antes de que me diera cuenta de que no llevaba dinero. Eso también influyó, ¿comprenden? No podía cobrar un cheque.
Tampoco podía bajarme del camión y volver a la ciudad a por dinero. De manera que he estado andando y haciendo auto-stop desde entonces. Una noche dormí en un montón de serrín en una fábrica, otra en la cabaña de unos negros y otra en un vagón de mercancías que estaba en una vía muerta. Sólo quería una colina donde tumbarme, ¿se dan cuenta? En seguida me sentiría bien. Cuando uno se casa con una soltera, se empieza desde el principio..,, aunque haya dificultades. Pero cuando uno se casa con la mujer de otro, se empieza tal vez diez años más atrás, en el punto de partida de otro y con sus dificultades. Sólo quería una colina para tumbarme durante algún tiempo.

-Pobre imbécil -dijo la mujer, sin moverse de su sitio junto a la puerta.

Popeye atravesó el pasillo, procedente de la parte de atrás. Pasó junto a ella sin decir una palabra y salió al porche.

-Vamos -dijo-. Hay que cargarlo.

La mujer oyó marcharse a los tres, pero siguió donde estaba. Luego oyó cómo el forastero se levantaba, inseguro, de su silla, y cruzaba el porche. Entonces lo vio, débilmente silueteado contra el cielo, como un trozo de oscuridad menos intensa: un hombre delgado con la ropa muy arrugada; con el pelo ralo y muy mal cuidado; y completamente borracho.

-No le dan bien de comer -dijo la mujer.

Seguía inmóvil, apoyada apenas contra la pared y él estaba frente a ella.

-¿Le gusta vivir así? -dijo el forastero-. ¿Por qué lo hace? Todavía es joven; podría volver a la ciudad y mejorar su situación sin tener que mover un dedo.

La mujer no cambió de postura, apoyada apenas contra la pared y con los brazos cruzados.

-Pobre imbécil asustado -dijo la mujer.

-Me falta valor, ¿comprende? -dijo el forastero-: el valor se quedó fuera cuando me hicieron. La maquinaria está toda aquí, pero no funciona -le pasó torpemente la mano por la mejilla-. Todavía es usted joven.

Ella no se movió, sintiendo la mano sobre su cara, notando que el forastero la tocaba como si estuviera tratando de averiguar la forma y posición de sus huesos y la consistencia de su carne.

-Le queda toda la vida por delante, prácticamente. ¿Cuántos años tiene? No ha cumplido los treinta -la voz del forastero era casi un susurro.
Ella, al hablar, no redujo en absoluto el volumen de su voz. Seguía sin moverse, con los brazos cruzados sobre el pecho.

-¿Por qué ha abandonado a su mujer? -dijo.

-Porque comía gambas -dijo el forastero-.

No podía… Era viernes, ¿comprende?, y pensé que al mediodía tendría que ir a la estación a recoger la canasta de las gambas y volver a casa con ellas, contando cien pasos para cambiar de mano, y que…

-¿Tiene que hacerlo todos los días? -preguntó la mujer.

-No. Sólo los viernes. Pero llevo diez años haciéndolo, desde que nos casamos. Y todavía sigue sin gustarme el olor de las gambas. Llevar la canasta a casa no me importaría mucho. Lo malo es que gotea. Durante todo el camino gotea y gotea, hasta que al cabo de un rato me sigo a mí mismo a la estación y me paro a ver cómo Horace Benbow recoge la canasta del tren y echa a andar camino de casa, cambiando de mano cada cien pasos, y yo lo voy siguiendo, pensando «Aquí yace Horace Benbow en una serie de manchas malolientes que van desapareciendo poco a poco sobre una acera de Mississippi».

-Ah -dijo la mujer.

Respiraba tranquilamente, con los brazos cruzados. Cuando echó a andar, el forastero retrocedió y luego fue siguiéndola por el pasillo. Entraron en la cocina, donde había una lámpara encendida.

-Tendrá que disculpar mi aspecto -dijo la mujer.

Se acercó a la caja de madera que estaba detrás del fogón, la arrastró hacia la luz y se quedó mirándola con las manos ocultas en el delantero del vestido. Benbow se había parado en el centro de la habitación-. En el cajón está más protegido de las ratas.

-¿Qué? -dijo Benbow-. ¿De qué me habla?

Se acercó para ver el interior de la caja. Dentro dormía un niño que aún no había cumplido el año. Benbow contemplo calmosamente su rostro demacrado.

-Ah -exclamó-. Tiene usted un hijo.

Los dos contemplaron el rostro demacrado del niño dormido. Desde fuera llegó hasta ellos un ruido; se oyeron pasos en el porche de atrás. La mujer empujó la caja hacia el rincón con la rodilla al mismo tiempo que Goodwin entraba en la cocina.

-Todo listo -dijo Goodwin-. Tommy le acompañará hasta el camión.

Luego se marchó, entrando de nuevo en la casa. Benbow miró a la mujer, que seguía con, las manos escondidas en el delantero del vestido.

-Gracias por la cena -dijo-. Tal vez, algún día… -la miró; ella también le observaba con una expresión menos malhumorada aunque siguiera siendo fría y distante-. Quizá pueda hacer algo por usted en Jefferson. Enviarle algo que necesite…

La mujer sacó las manos del pliegue del vestido con un tembloroso movimiento giratorio, para volver a esconderlas en seguida.

-Con tanto lavar y fregar platos…, podría mandarme una varilla de naranjo de las que usan las manicuras -dijo.

Desde la casa, Tommy y Benbow bajaron la colina en fila india, siguiendo el camino abandonado, Benbow volvió la vista atrás. Sobre los apretados y enmarañados cedros, se alzaba, contra el cielo -sin luz, desolada e insondable- la solitaria casa en ruinas. El camino era una cicatriz demasiado profunda para ser un camino y demasiado recta para ser una zanja, erosionada por las riadas del invierno y ahogada después por los helechos, las ramas y las hojas secas.
Siguiendo a Tommy, Benbow caminaba por una tenue senda donde el roce de los pies había desgastado la podrida vegetación hasta dejar la arcilla al descubierto. Un seto de árboles formando arco se aclaraba contra el cielo por encima de sus cabezas. La pendiente se hizo más marcada en una curva del camino.

-Fue por aquí donde vimos el búho -dijo Benbow.

Delante de él, Tommy lanzó una risotada.

-Apostaría cualquier cosa a que también eso le asustó -dijo.

-Sí -respondió Benbow.

Iba siguiendo la imprecisa silueta de Tommy, y trataba de andar y de hablar cuidadosamente, con esa peculiar pertinacia en los propósitos que produce la borrachera.

-Que me aspen si no es el blanco más asustadizo que he visto nunca -dijo Tommy-.

Como aquella vez que venía por la senda hacia el porche, salió el perro de debajo de la casa y fue a olerle los zapatos igual que haría cualquier perro; que me aspen si no reculó como si fuera una serpiente venenosa y él estuviera descalzo; sacó de repente esa pistolita automática que lleva siempre encima y lo dejó muerto en el sitio. Vaya si lo hizo.

-¿De quién era el perro? -dijo Horace.

-Era mío -dijo Tommy, con una risa ahogada-. Un perro viejo que no haría daño a una mosca aunque pudiese.

El camino descendía y se allanaba; los pies de Benbow susurraban sobre la arena, avanzando cuidadosamente. Ahora veía mejor a Tommy, cuya silueta se recortaba contra la mayor claridad de la arena y que arrastraba los pies como de mala gana, igual que hacen las mulas para caminar sobre la arena, pero sin esfuerzo aparente, con un suave rozar de sus pies desnudos que producía débiles erupciones de arena con cada movimiento hacia atrás de los dedos. La voluminosa sombra del árbol derribado había echado un borrón sobre el camino.
Tommy pasó por encima y Benbow le siguió, siempre cauteloso, tirando de sí mismo para atravesar la masa de follaje sin secar, que todavía olía a verde.

-Otra de… -dijo Tommy. Se dio la vuelta-. ¿Puede pasar?

-Estoy bien, no se preocupe -dijo Horace.

Recuperó el equilibrio. Tommy siguió adelante.

-Otra de las ideas de Popeye -dijo Tommy-. No sirve para nada cegar así el camino. Sólo ha conseguido que tengamos que andar una milla para llegar a los camiones. Le dije que la gente viene desde hace cuatro años a comprar aquí su whiskey y que a Lee nunca le ha molestado nadie. Además, algún día tendrá que sacar de aquí ese coche suyo, con lo grande que es. Pero tampoco eso lo detuvo. Estoy seguro de que tiene miedo de su propia sombra.

-A mí me pasaría lo mismo -dijo Benbow-, si su sombra fuera la mía.

Tommy rió en voz baja. El camino se había convertido en un túnel oscuro alfombrado con el impalpable resplandor mortecino de la arena. «Era más o menos aquí donde empezaba la senda que lleva al manantial», pensó Benbow, tratando de encontrar el corte en el muro de la jungla. Siguieron adelante.

-¿Quién conduce el camión? -dijo Benbow-. ¿También son gente de Memphis?

-Claro -dijo Tommy-. Es el camión de Popeye.

-¿Por qué esos tipos no se quedan en Memphis y les dejan hacer su whiskey en paz?

-Es donde está el dinero -dijo Tommy-. Aquí no se gana nada vendiendo un cuarto a uno y medio galón a otro. Lee lo hace como un favor y para sacarse un par de dólares extra. Lo que trae cuenta es hacer una partida y darle salida cuanto antes.

-Creo que preferiría morirme de hambre a tener que tratar con ese tipejo.
Tommy lanzó una carcajada.

-No hay que exagerar. Popeye es un poco especial, nada más -siguió andando, un bulto informe contra el apagado resplandor del camino arenoso-. Pero que me ahorquen si no es todo un caso, ¿eh?

-Sí -dijo Benbow-. No cabe la menor duda.

El camión esperaba donde el camino, otra vez con firme de arcilla, empezaba a subir hacia la carretera de grava. Dos hombres fumaban, sentados en el guardabarros; por encima, los árboles clareaban bajo un cielo cubierto de estrellas. Era ya más de medianoche.

-Os lo habéis tomado con calma -dijo uno de los hombres-. Tendríamos que haber hecho ya la mitad del camino. Me está esperando una mujer.

-Seguro -dijo el otro-. Con las piernas abiertas.

El primero le lanzó una maldición.

-No hemos podido venir más de prisa -dijo Tommy-. Y vosotros, ¿por qué no encendéis una linterna? Si fuéramos de la policía, os habríamos cogido de todas, todas.

-Vete al infierno, cara de mono -dijo el primer hombre.

Tiraron los cigarrillos y se subieron al camión. Tommy rio en voz baja. Benbow se dio la vuelta y extendió la mano.

-Adiós -dijo-. Y muchas gracias, míster…

-Me llamo Tommy -dijo el otro.

Su mano áspera buscó torpemente la de Benbow, la estrechó una vez solemnemente pero sin fuerza y volvió a soltarla. Se quedó inmóvil -una imprecisa silueta rechoncha contra el débil resplandor del camino-, mientras Benbow levantaba el pie hacia el estribo. Horace tropezó y tuvo que hacer un movimiento brusco para recuperar el equilibrio.

-Tenga cuidado, doctor -dijo una voz desde la cabina. Benbow subió al camión. El segundo hombre estaba colocando una escopeta detrás del asiento. El camión se puso en marcha, subió la pendiente entre terroríficos jadeos hasta llegar a la carretera de grava y luego tomó el camino de Jefferson y Memphis.

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