Dadá: poética de la trasgresión

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Manifiesto Dadá 1918/Tzara
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El «Cabaret Voltaire» abría sus puertas en Zürich el 2 de febrero de 1916, sólo quince días antes de que comenzasen a rugir los cañones en la que sería recordada como la más cruenta batalla de la Primera Guerra Mundial: Verdún. Transcurrido un año desde el inicio del conflicto, Europa yacía horadada y los hombres se daban muerte enterrados en trincheras asfixiantes. Tras las primeras Soirées del cabaret en las que, encarnando un espíritu ecléctico, se daban cita tendencias llegadas de todos los rincones implicados en el conflicto, Dadá comenzó a perfilar su gesto crítico dirigiéndolo hacia el presente de una época en descomposición. En palabras de Hugo Ball, fundador del Cabaret Voltaire, desde aquel momento Dadá pretende «una búsqueda ardiente, cada día más flagrante, del ritmo específico, del rostro soterrado de esta época. De su fundamento y esencia; de la posibilidad de conmoverla, de despertarla», y «el arte es sólo una ocasión para ello, un método1».

Desde la esfera del arte, se asumía una actitud histórico-crítica, y aquella tarea de elaboración de una «ontología histórica de nosotros mismos2» que Foucault reconociera como propia del ethos filosófico característico de la Aufklärung se desplazaba. Cobra sentido la expresión de Hugo Ball, según la cual, a tenor de aquel carácter asumido, «podía dar la impresión de que la filosofía había pasado a manos de los artistas3». Pero, como hemos visto, no se trataba sólo de una crítica descriptiva del límite de la época, de aquello que le daba pábulo, sino de una búsqueda crítica de sus puntos de fuga, de las posibilidades de convulsionar un tiempo que se había conducido al atolladero. Con ello, Dadá prefiguraba la exigencia que Foucault proyectó para la crítica futura: «Se trata […] de transformar la crítica ejercida en la forma de la limitación necesaria en una crítica práctica en la forma del franqueamiento posible4».

De algún modo, desde estas indicaciones entrevemos que Dadá, en su actualidad, en su particular forma de ser contemporáneo a su tiempo, es también coetáneo de un cierto nivel de la crítica que aún podemos asumir. A partir de las cuestiones apuntadas aquí, expondremos la forma en que Dadá trabaja con los límites. Se trata entonces de perfilar de qué modo se ve a sí mismo transido por la crisis de su tiempo, planteando el problema de la crítica de una actualidad rota y articulando desde ella vías para su superación.

Hijos de la época

Pocos acontecimientos en la historia de occidente han tenido tanta incidencia en los modos de pensar y hacer como la Primera Guerra Mundial. La amplitud de la movilización y el extraordinario encarnizamiento de los frentes, situados desde poco tiempo después del inicio del combate en un estado de guerra estática, condujo a una situación de competición de recursos industriales: la máquina diezmaba la vida y sacudía el suelo europeo. Podía parecer que toda una generación de hombres, junto con la imagen del mundo en que estaban instaladas sus vidas, fuese a quedar enterrada en los campos europeos. Para Hugo Ball aquello suponía algo más que una certeza. En su diario escribe estas clarificadoras palabras: «Una cultura milenaria se desintegra. Ya no hay columnas ni pilares, ni cimientos…, se han venido abajo […]. El sentido del mundo se ha venido abajo5», «toda esta civilización no era más que apariencia6».

Ante esta situación, Dadá todavía no tenía motivo para presentar nada más allá de una mueca dolida. El desencadenante mayor de todas sus potencialidades críticas fue, probablemente, la gestión del conflicto que se llevó a cabo desde las potencias implicadas. Las posiciones militaristas férreas y el abuso de la propaganda quisieron valer para que el entusiasmo con que los ciudadanos recibieron el primer día de la movilización no se viniese abajo. Para Dadá, concienciado en exceso del hecho soez que suponía seguir utilizando discursos apodícticos y una propaganda inflada en un mundo incierto por desfundamentado, la reacción tomaba carácter de necesidad:

«Hacen como si no hubiera pasado nada. El desolladero crece y se aferran al prestigio de la magnificencia europea. Intentan hacer posible lo imposible y trocan por mentiras la traición al ser humano, la explotación sistemática del cuerpo y del alma de los pueblos, esta matanza civilizada, haciéndonos creer que se trata de un triunfo de la inteligencia europea. Representan una farsa […] Frente a ello hay que decir que no pueden exigirnos que nos traguemos con gusto la nauseabunda empanada de carne humana que nos ofrecen. No pueden exigirnos que las temblorosas ventanas de nuestra nariz absorban con entusiasmo el tufo a cadáver. No pueden esperar que confundamos con heroísmo el embotamiento y la frialdad de corazón que cada día se revelan más funestos7».


La relación del arte con dicha política de fingimiento y ocultación del desastre es descrita de un modo ejemplar por Günther Anders en el volumen que dedica a la trayectoria de uno de los más sugerentes miembros del Dadá Berlín: George Grosz. Anders dice al respecto: «Ahí donde el brillante celofán de la “apariencia radiante” embellece la vida, la obligación del arte es devenir “serio” y, tomando su revancha, romper el continuum de diversión de lo cotidiano para desacreditarlo. A una vida radiante, un arte infernal8».

Ante una realidad que era comprendida como una gran «nada inflada9», ante un mundo regido «por un monstruo espantoso, que sucumbe a su desatado apetito10» –de carne humana, podemos entender–, el arte no podía seguir provocando el sobrecogimiento de la belleza neutra. La época necesitaba un vínculo que comunicase con lo terrible11 y negase cualquier posible destino de salvación en los mismos principios de un mundo llegado a la muerte extrema. El tiempo, que se había conducido hasta la nada, que la había alojado en su centro, debía asumirla y manifestarla. Seguimos leyendo a Anders: «usando los medios de corrosión, de desmontaje y explosión más diversos, los artistas […] estaban todos –sin excepción– ocupados en disolver, despiezar, hacer estallar y convertir en no objetivo el mundo de la imagen, en una palabra: en destruirlo12».

Dadá se vio a sí mismo como el encargado de llevar las ideas del arte, la literatura y el pensamiento a la trinchera para que, junto a la carne, fuesen trituradas. No es extraño, entonces, que se reconociera como la «expresión más directa y viva de su tiempo13», ya que, de algún modo, pretendió generalizar el estado de guerra, conduciéndolo desde el ámbito material hasta el simbólico14. Emprende su particular guerra contra los modos artísticos que le son coetáneos, hecho que comparte con todos las demás manifestaciones de la Vanguardia histórica, pero a diferencia de ellas se afana en un combate no menos encarnizado contra los principios implícitos de aquel mundo en descomposición, contra sus morales, su fe, sus sistemas de pensamiento, sus modalidades de representación y, lo que quizá nos resulte más significativo: contra los tipos humanos en que todo ello cobraba vida. El aire nietzscheano de esta expresión –tipos humanos– no debe ser disimulado en absoluto. No en vano, rastrear las huellas del pensamiento de Nietzsche en las vanguardias y, en particular, en Dadá, es algo que merece en el futuro una atención mucho más exhaustiva de lo que cabe esperar aquí. Adelantemos sin embargo que en la lectura crítica que Dadá hace de su tiempo podemos identificar referencias explícitas al anuncio nietzscheano de la muerte de Dios. Las anotaciones de Hugo Ball en su diario resultan, una vez más, esclarecedoras: «¿Qué significa todo esto? Tal vez una única cosa, que el mundo ha llegado a un punto muerto, se encuentra bajo el signo de la pausa general. Que ha amanecido un Viernes Santo universal, que, en este caso concreto, se percibe con más fuerza fuera de la Iglesia que en ella misma; que el calendario litúrgico se rompe y que Dios sigue muerto en la cruz el día de Pascua. Las famosas palabras del filósofo, “Dios ha muerto”, empiezan a tomar forma a nuestro alrededor15

El tiempo queda cancelado, descoyuntado, ya sin posibilidad de indicar la dirección de los horizontes de sentido posibles, dando así la medida de la pérdida. La imagen de un Viernes Santo universal, sin fin, en el que el Cristo nunca accede al momento de la Resurrección, señala a una muerte de Dios sin tregua. El símbolo nietzscheano aparece entonces presentado como anuncio de una nueva época y, quizá más: como anuncio del fin de lo epocal tal como fue entendido hasta entonces. Esta imagen escatológica, la del Viernes Santo, nos da pie para la consideración del alcance de lo que podríamos denominar poética de transgresión de Dadá, ya que las incursiones realizadas desde esta crítica del tiempo y en la dirección de lo posible incorporarán tanto la celebración de una muerte como su reverso: «Lo que celebramos es una bufonada y una misa de difuntos a un tiempo16».

La transgresión se da como conjunción en que se prueba la posibilidad de celebrar un carnaval en el velatorio de Dios, como si de la exacerbación de un peculiar wake se tratase. Pasemos ahora a la consideración de los rostros de esta mascarada, sabiendo que siempre pueden ser tomados del lado del llanto o del de la carcajada.

Dadá, bufón de Dios

Dadá no acostumbra a ser prolijo en referencias, hecho que atiende a su decidido rechazo al academicismo17. Por ello, cada una de las que aparecen reluce como aviso y carta de navegación. En la introducción al Almanaque Dadá18 encontramos una de ellas:

«Nosotros somos la primera era estudiada en cuanto a "disfraces", me refiero a las morales, los artículos de fe, gustos artísticos y religiones, estamos preparados, como no lo estuvo ninguna época, para la gran mascarada, para la más ingeniosa risotada carnavalesca y para el desenfreno, para la altura trascendental de la suprema estupidez y la burla universal aristofánica. Quizás descubriremos precisamente aquí el reino de nuestra invención, aquel reino donde todavía podemos ser originales, por ejemplo, como parodistas de la historia universal y bufones de Dios; aunque nada de hoy tenga ya futuro, quizás tenga futuro precisamente nuestra risa19».


De nuevo la voz nietzscheana es solicitada por Dadá, ahora para dar cuenta de los matices de su intento. Las afinidades carnavalescas reveladas en la asiduidad a la mascarada, la risotada, la burla y la estupidez, lo conducen directamente al ámbito de lo performativo y es ahí donde Dadá ofrece sus mayores aportaciones. De forma recurrente se caracteriza a sí mismo a partir de lo gestual, y en su gesto-palabra, gesto-quejido o gesto-situación, descubre la forma de desacreditar el rigorismo de la admiración o el luto ante el progreso bélico:

«Nuestro cabaret es un gesto. Cada palabra que se dice o se canta en él significa, por lo menos, que esta época degradante no ha logrado infundirnos respeto, ni imponiéndolo por la fuerza. Además, ¿qué hay de respetable e imponente en ella? ¿Sus cañones? Nuestros grandes tambores los superan, los cubren y acallan. ¿Su idealismo? Hace tiempo que se ha convertido en motivo de risa, tanto en su versión popular como en la académica. ¿Las grandiosas matanzas que celebra y sus hazañas caníbales? Nuestra locura voluntaria, nuestro entusiasmo por la ilusión desbaratará sus planes20».


A partir de estas indicaciones podemos imaginar el contenido de las performances del «Cabaret Voltaire». En las veladas bruitistas –ya practicadas por los futuristas italianos– la voz humana era acallada por el estruendo de tambores y disparos, como de hecho sucedía en el frente. El poème simultan hacía aparecer en escena tres voces que, desoyéndose mutuamente, avanzaban en su guion produciendo un desentendimiento global. Por fin, en el poema fonético o verso sin palabras, la voz humana accedía a un espacio situado en el intersticio entre lo lingüístico y lo prelingüístico: el componente semántico del signo desaparecía y, lejos ya de la referencia, se buscaba conseguir efectos sonoros sugestivos.

Todos los casos mencionados de composición problematizan el lenguaje, lo desarticulan y rearticulan después para la consecución de un nuevo nivel de crítica creativa. El campo de batalla se había alojado en la palabra, como si, deshecho el orden de las cosas, los signos hubiesen de padecer un destino análogo, como si los obuses no sólo hubiesen perforado el suelo europeo sino también, en el mismo instante, la confianza en la gramática. Dadá asumió como propia la estética de la deflagración y el detritus21] dando a su retórica la tarea del desensamblado. En el Manifiesto Dadá 1918, Tristan Tzara afirma que, en sus composiciones, «cada lado tiene que explotar por la profunda y pesada gravedad, por el torbellino, por la borrachera, por lo nuevo, por lo eterno, por el bluf demoledor, por el entusiasmo de los principios o por la manera de estar impresos22», y que, desde esta práctica «desgarramos, viento furioso, la ropa de las nubes y de las plegarias y preparamos el gran espectáculo del ocaso, el incendio, la descomposición. Preparamos la supresión del luto y sustituimos las lágrimas por sirenas de un continente a otro. Estandartes de la alegría intensa y viudos de la tristeza venenosa23».

Si ahora recuperamos la figura que marcaba la dirección de la transgresión, la imagen que hacía coincidir el carnaval con un Viernes Santo interminable, podremos indicar un nuevo parentesco con la obra nietzscheana. En particular, podemos recordar aquel fragmento de Crepúsculo de los ídolos en que se dice: «Temo que no vamos a desembarazarnos de Dios porque continuamos creyendo en la gramática…24».

El orden de las palabras y el pilar central del viejo orden del espíritu se descubrían en su recíproca dependencia. Dadá, conocedor de que su hábitat es la muerte de Dios, asume la responsabilidad de actualizar el lenguaje, conduciéndolo a la desintegración. En su tendencia hacia la tabula rasa los «versos sin palabras» de Hugo Ball fueron sólo la primera parada y el inicio de un movimiento que se vería definitivamente radicalizado con los poemas de Raoul Haussman y Kurt Schwitters, formados exclusivamente por composiciones de letras tipográficas, o con los poemas visuales de Man Ray, compuestos a partir de líneas que indicaban golpes de intensidad. En ausencia del horizonte de significado, el significante del signo escrito podía encaminarse al experimentalismo25.

La magnitud de lo transgredido descrita hasta aquí es, sin lugar a dudas, extrema. Pero parece que junto al deicidio y la corrosión del lenguaje se pueda reclamar a un tercer elemento en discordia: obviamente hablamos del hombre.

Dadá misántropo

«Afortunadamente no todas las flores son sagradas y lo que es divino dentro de nosotros es el despertar de la acción antihumana26». Estas últimas palabras deben resonar, casi gritar, a los oídos del filósofo. Inevitablemente nos son familiares, pero que Dadá quiera ser «el despertar de la acción antihumana», que el arte de los primeros años del siglo XX pretenda desarmar lo que hasta aquel momento fue la imagen de la humanidad, supone un giro radical al programa que cierto orden de la Modernidad quiso asignar al ámbito estético. Pero este antihumanismo no ocupa en Dadá exclusivamente, como tarea, un lugar programático. Antes bien se anticipa como diagnóstico. De nuevo escuchamos la voz de Hugo Ball: «Quien quisiera creer en la realidad de lo que sucede a su alrededor, tendría que ser muy corto de vista y duro de oído para que no lo asaltase ningún temor ni vértigo por la nada de lo que las pasadas generaciones llamaron humanidad27».

La aniquilación de lo humano se ejecuta de un modo objetivo en el frente y se transfiere al ámbito simbólico. En la obra de arte de las Vanguardias el rostro humano desaparece28 o se deforma con tanta contundencia como lo hace la máquina bélica, hasta tal punto que un artista de la época reconocía que no hay mejor manifestación del cubismo ni plano sagital mejor logrado que el resultante de un obús.

Pero la acción Dadá quiso trascender el espacio de la mera representación. Se trataba de atacar directamente la vida, la raigambre de aquella modalidad antihumana de lo humano. Para ello, la performatividad que mencionábamos anteriormente debía conducirse hasta el nivel del escándalo público y, de este modo, sacudir el inmovilismo insoportable de una moral obsoleta y de un sentido común genocida. Era la hora de historizar los límites del mundo humano, de hacerlos depender del tiempo, de mostrarlos caducos y de indicar el absurdo que supone el compromiso con la identidad, cuando es esta identidad la que hunde la vida. Dadá inicia un pensamiento de la alteridad, de la posibilidad de llegar a ser otro. El arte sería el camino para esta práctica de uno sobre sí mismo. La vida era la obra: «El camino más corto de la autoayuda: renunciar a las obras y convertir el propio ser en objeto de enérgicos intentos de revitalización29». «Producere significa “sacar hacia fuera, llamar a la existencia”. No tienen por qué ser libros. También pueden producirse artistas30».

En este desplazamiento hacia lo otro, encontramos la fuente del parentesco que Dadá reconoce con el loco o el imbécil: lo otro radical. Quien renuncia a unos esquemas generales de interpretación, quien renuncia a un sentido común, con el propósito de llegar a nuevos modos de construcción de la identidad, se confraterniza con quien en la comunidad humana ya actúa de este modo y ahí descubre un nuevo territorio. Como dirá Hugo Ball:

«En lo disparatadamente infantil, en la locura, donde las limitaciones se han echado abajo, aparecen capas originales nunca antes alcanzadas, que no han sido tocadas por la lógica y el aparato, un mundo con leyes propias y su propia figura, que plantea nuevos enigmas y nuevas tareas, al igual que un continente recién descubierto. En el propio hombre se encuentra la palanca para sacar de quicio este mundo nuestro agotado. No es necesario que busquemos un punto de apoyo fuera del mundo como aquel mecánico de la Antigüedad31».


Había que buscar la palanca en esta hermandad y hacerla funcionar, además, para la crítica de los tipos humanos que encarnaban las ideas a derruir. Dadá se erige entonces como punto de indiferencia entre los tipos, entre el inteligente y el imbécil, el loco y el cuerdo, el prudente y el osado, iniciando así su peculiar dinámica de transvaloración de los valores. Tristan Tzara caracterizará el proyecto con estas palabras: «Yo destruyo los cajones del cerebro y de la organización social: desmoralizar por todas partes, lanzar la mano del cielo al infierno, los ojos del infierno al cielo, volver a erigir en los poderes reales y en la fantasía de cada individuo la rueda fecunda de un circo universal32». Se trata de «desmoralizar», de arrancar de cuajo una moral y conducirla al vacío para alojar al hombre en el experimentalismo vital, como en una “rueda fecunda” en la que los contrarios se prueban. Bajo la égida del arte, Dadá excavaba trincheras en los órdenes de la vida cotidiana para lograr en un mismo gesto la crítica y la obra. La crítica cultural daba acceso, necesariamente, a nuevos órdenes de cultura ya que el arte, incluso cuando destruye, lo hace construyendo.

Dadá y el estatuto de la crítica

Dadá conduce el estatuto de la crítica a un nuevo nivel. Cuando el arte se hace cargo de ella desde la perspectiva de una poética de la transgresión como la asumida aquí, ya no cabe esperar únicamente un reconocimiento de los límites y las tendencias de la época: se hace necesaria también una intervención. Vimos que la peculiaridad de ésta estriba en su uso de componentes gestuales, dramáticos, como modo de incidir en la vida. La obra de arte, el espacio para la intervención, será desde entonces la situación.

Pocos ámbitos de creación durante el primer tercio del siglo XX fueron tan ambiciosos como Dadá. El espectro de sus operaciones se amplificó hasta incorporar la revisión de las condiciones de posibilidad para la creación de la obra de arte, para la intervención en el código lingüístico, para la modificación del nexo socio-cultural. Dejó que la crisis de su tiempo recorriese su cuerpo e hizo lo posible para conducirla hasta el nivel más elemental. Allí encontró que la muerte en el campo de batalla era también muerte para el sentido del mundo, muerte para Dios –para el orden, la gramática, el lenguaje–, y muerte para un cierto estado del hombre. En ello, hemos reconocido huellas nietzscheanas. Pero, del mismo modo que nos hemos detenido a considerar la filiación del gesto Dadá parece honesto hacer lo propio con su paternidad, pues en pocas ocasiones el arte de la Vanguardia histórica ha tenido un alcance seminal tan amplio. Desde el surrealismo, nacido de su cadáver prematuro, pasando por el letrismo o el situacionismo de los años cincuenta y sesenta, hasta derivar en el punk y los movimientos adyacentes de los setenta, encontramos un rastro de sugestión para la crítica.

Como decíamos al principio, la crítica –o cierto grado de ella, para ser más precisos– desde entonces debía producirse en otro registro: ya no sólo debía ser lectora de la tendencia sino, al mismo tiempo, instigadora de tendencias contrarias, o más radicales, o de otra índole. Desde Dadá ya no basta con diseccionar la vida, hay que llevarla a otro extremo. Desde Dadá ya no basta con desvelar el horror de la guerra, hay que tomar las armas contra los órdenes que posibilitan su emergencia. Pero, sobre todo, desde Dadá la crítica precisa creatividad y gesto.

Concluyamos, como comenzamos, tomando la voz de Foucault, quien imagina una crítica en los relucientes términos que aquí anotamos:

«No puedo dejar de pensar en una crítica que no buscara juzgar, sino hacer existir una obra, un libro, una frase, una idea. Una crítica así encendería fuegos, contemplaría crecer la hierba, escucharía el viento y tomaría la espuma al vuelo para esparcirla. Multiplicaría no los juicios, sino los signos de existencia; los llamaría, los sacaría del sueño. ¿Los inventaría en ocasiones? Tanto mejor, mucho mejor. La crítica por sentencias me adormece. Me gustaría una crítica por centelleos imaginativos, no sería soberana ni vestida de rojo. Llevaría el relámpago de las tormentas posible33».


No deja de parecer extraordinario que, en alguna medida, la petición foucaultiana estuviese satisfecha avant la lettre.

David Marote Sanchis, «Dadá y la crítica de la cultura. Una poética de la trasgresión», Thémata. Revista de Filosofía, 39, 2007, pp. 465-471.


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