El hombre que pintaba recuerdos: Munch

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Munch

Noruega es el país de los fiordos, de los lagos, del sol de medianoche y de las gaviotas. Sus 50.000 islas llegan hasta la zona más septentrional de las pobladas por el hombre, en el límite de los icebergs del Ártico. Allí, las difíciles condiciones de vida hacen que existan grandes áreas de territorios deshabitados; y, que su población esté repartida en pequeños pueblos agrícolas, asentados en fértiles valles.

País, cuya zona norte está a trasmano del mundo, produjo en el declinar del siglo XIX, tres figuras determinantes de la Literatura, la Música y el Arte, que, mediante el rechazo a la mediocridad de las ideas burguesas imperantes antes de la Primera Guerra Mundial, rompieron las fronteras del aislacionismo noruego, influyendo de manera decisiva en los movimientos culturales europeos, protagonizando su desarrollo y evolución. Estos personajes fueron, lbsen en la literatura, Grieg en la música y Munch en la pintura.

La obra de este último se encuentra en el Aula Magna de la Universidad de Oslo, en su Galería Nacional y en el llamado Museo Munch, pequeño edificio construido en 1964, para albergar las más de mil obras, entre grabados, litografías y óleos, que el pintor legó a su muerte (1944), a la ciudad que había sido testigo de su infancia, su madurez y su final.

Su obra, la define él mismo, con estas palabras: «Yo no pinto lo que veo, sino lo que recuerdo», «La obra de arte procede del alma del hombre, de la profundidad de su ser», «La naturaleza, no es solo lo que es visible para el ojo humano, es la profunda reflexión del alma, la visión de la mente».

Pero la comprensión de su obra no puede hacerse, sino a través de la búsqueda de su antecedente artístico, de los movimientos que fueron sus contemporáneos en otras partes de Europa, y a través de la vanguardia que derivó, de su forma de representar el sufrimiento humano, el amor y la muerte.

Su origen y precedente está en la tradición romántica de Friedrich (Alemania), Blake (Inglaterra), o Goya (España.). Las vanguardias con las que convivió, fueron: el Impresionismo de París, (no en vano expuso junto con Van Gogh, y Cézanne ), el Puntillismo de Seurat (recuérdese su Autorretrato en Copenhague, llevado a cabo con pinceladas en comas), el Fauvismo (ya que fue íntimo amigo de Eva Mendocci, la modelo preferida de Matisse), y el Simbolismo de Gauguin (recogido en la obra La intrusa de Meterlink).

Munch es fundamentalmente conocido en el mundo del Arte, por ser el antecedente directo y definitivo del Expresionismo Alemán. La manera con la que convierte en caricaturas sus imágenes al estilo de las máscaras de James Ensor, su amistad personal con Nolde, y el hecho, de haber expuesto en Dresde con el grupo «Die Bruke», le sitúan a la cabeza de esta vanguardia, basada en la filosofía del superhombre de Nietsche y en el psicoanálisis de Edmund Freud.

Su arte fue el resultado de una necesidad impulsiva de abrir su corazón, por ello su obra no pudo escapar a los avatares de su propia experiencia vital. Los dos acontecimientos que marcaron su infancia fueron, la muerte prematura a los quince años de su hermana Sofie, y, la de su madre, cuando él, era un niño pequeño. El primer suceso quedó reflejado en La niña enferma, obra que según sus propias palabras, supuso una forma nueva de representación basada exclusivamente en la emoción y el estado de ánimo. Se dice que la repitió una veintena de veces y su exhibición en el Salón de Otoño de 1886 causó un verdadero escándalo y un rechazo profundo de la Prensa.

La madre muerta fue el título del segundo recuerdo que marcó su vida, causándole un desequilibrio psicológico. Pintado en la última década de su existencia, justificaba y expresaba la famosa frase de su diario: «La enfermedad, la locura y la muerte fueron los ángeles negros que velaron mi cuna desde mi nacimiento». Porque Munch, al igual que los grandes genios del Impresionismo, como Van Gogh o Lautrec pasó por situaciones de alcoholismo, locura e internamiento en centros psiquiátricos, llegando a perder dos dedos de su mano izquierda por un tiro, en una discusión enloquecida con su amante.

El erotismo, enfocado bajo el prisma de las teorías del psicoanálisis de Freud, fue también definitivo en el desarrollo de su obra. Su primer gran amor fue Millie Thaulow, la mujer de su primo Carl Thaulow, a quien él llamó siempre «Mrs. Heiberg», y cuya relación terminó en fracaso, produciendo en Munch, unas depresiones de las que nunca se pudo curar. Su segunda mujer fue Thula Larsen, con la que mantuvo una relación tumultuosa de separaciones y encuentros hasta 1909, año en el que el pintor decidió aislarse del mundo para dedicarse de forma exhaustiva y completa a su arte.

Su obra fue controvertida, incomprendida y criticada. En otoño de 1898, con ocasión de una Exposición en Blomquist, el escándalo fue tan mayúsculo que provocó la llamada de la policía. En aquellos días, Munch, conoció a Ibsen, quien le dijo: «Tu obra es interesante, créeme, te sucederá lo mismo que a mí, cuantos más enemigos tengas ahora, más amigos tendrás después». La relación entre ambos fue definitiva a partir de aquel encuentro. Munch, ilustró varias obras del escritor, de igual forma, que el artista reconoció sus propios personajes pictóricos reflejados en el carácter de los protagonistas del gran autor dramático.

En la obra de Ibsen titulada Cuando nosotros, muertos, despertemos, Munch, encontró el retrato literario de su cuadro Mujer. Lo describe con estas palabras: «Las tres muchachas aparecen en el drama de lbsen de igual forma que en mi cuadro: Irene, vestida de blanco, mirando más allá de la vida. Maia fuerte, amenazante, desnuda y, la mujer sin nombre, de negro, absorta en la maldición de la belleza por el tiempo y por el destino irremisible de la muerte».

París, Roma, Viena, triunfos y derrotas, alcoholismo y locura, fueron la compañía de su vida. En su juventud, frecuentó un grupo de escritores anarquistas que se reunían para conspirar en el café de Karl Johan Streeet. Eran pintores de avant-garde, que luchaban por conseguir un mundo mejor. Sus figuras quedaron reflejadas, años más tarde, en el cuadro titulado: Anochecer en Karl Johan. Sus caras eran ya, cadavéricas y sus imágenes, extraídas de un mundo sin esperanza, mirando hacia ninguna parte. Munch definió esta obra en su diario bajo el epígrafe «Ansiedad», con estas palabras: «Vi a toda esa gente tras sus máscaras, sonriendo flemáticamente, miré a través de ellos y había sufrimiento, eran cadáveres blancos que sin descanso corrían a lo largo de una calle angosta, en cuyo final estaba la tumba»
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Pero hay tres obras que por responder a distintas influencias artísticas y a diferentes momentos de su trayectoria vital son las más representativas y conocidas del genial pintor noruego, sin cuya mención no podemos terminar este estudio. Me refiero a Las muchachas en el puente, La danza de la Vida y El Grito.

La primera pertenece a la época de París, todavía bajo el influjo del Fauvismo. En ella hay un mensaje de esperanza, de belleza y de poesía. La noche de verano nórdica está cargada de erotismo, y la simplicidad de sus arabescos, nos reflejan un Munch, todavía joven, ilusionado y vital.

En La danza de la Vida, el pintor se representa a sí mismo hablando con Millie Thaulow, su «Mrs. Heiberg». A la izquierda del cuadro, hay una joven que entra en el baile vestida de blanco. Es la vida, la belleza y la inocencia. A la derecha aparece la muerte, disfrazada de luto, en una actitud de fracaso y aceptación. Su figura responde a la descripción de Tulla Larsen, cuyo amor opresivo, tantas veces le llevó a la locura. El cuadro, es su narración personal, representada bajo la luz del verano, en la que el principio y el fin, el día y la noche, caminan, mano sobre mano como símbolos inquietantes de su terrible realidad.

Y, finalmente, hablaremos de El Grito, su obra maestra, la culminación de la ansiedad, el miedo y la alienación, su propio universo dominado por el terror. «De pronto vi como una pantalla dominaba la naturaleza», nos describe en sus escritos, «estaba paseando con dos amigos, contemplando la puesta del sol, de pronto el cielo se tornó rojo como la sangre…, me paré apoyándome sobre el puente, terriblemente cansado… Sobre el fiordo y la ciudad se extendían lenguas de fuego de sangre. Mis amigos continuaron y yo me quedé solo, temblando de miedo, pude sentir un enorme Grito, cruzando el espacio»…

Carmen Rocamora García-Iglesias, «Munch y el expresionismo alemán», Arbor CLXV,número 649, enero 2000, pp. 33-50.


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