El método racional y el método empírico

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Todos los conocimientos que el hombre posee, todas las verdades que en la esfera científica han acumulado las generaciones durante miles y miles de años, o vienen de la experiencia, o brotan de la razón.

La razón y la experiencia tienen, cada una en particular, su carácter propio; distintas son sus aspiraciones, diversa categoría alcanzan, pero cuando caminan de acuerdo y en perfecto. paz, son armónicas y complementarias, y sus resultados seguros, y magníficos los triunfos que consiguen sobre los grandes misterios de la naturaleza. Es la razón la facultad sublime del hombre: pensar es el rasgo divino de este pobre ser, bajo otros puntos de vista tan imperfecto y tan débil: una idea, vaga, oscura, falsa si se quiere, en el cerebro de un necio, es más, y vale mil veces más, que el espacio infinito plagado de infinitos soles derramando torrentes de luz y de calor, que todas las masas planetarias con sus vertiginosas velocidades y sus inconmensurables fuerzas; en cuanto las masas y los soles no pueden pensar, y en cuanto es fatal é ininteligente la fuerza física que los impele.

Mas aquí se nos presenta un dificilísimo problema filosófico: ¿basta pensar para conocer los fenómenos materiales? ¿Puede el hombre, prescindiendo de la experiencia, cerrando los ojos al mundo exterior, reconcentrándose en sí mismo, penetrando con esfuerzo supremo en las profundidades de su pensamiento, hallar en ellas el cómo y el porqué de las cosas exteriores? ¿Es dado al filósofo, no más que filosofando, descubrir el plan y los misteriosos resortes del universo? ¿Hasta tal punto habrá acuerdo, y armonía, y unidad perfecta entre el mundo físico y el mundo intelectual, que en el pensamiento se dibujen como en divina plancha fotográfica todos los fenómenos y todas las leyes naturales, y que baste mirar al interior de esa maravillosa cámara oscura, que se llama cráneo, para ver la reproducción exacta de la naturaleza?

Hay quien contesta afirmativamente, y, en buena lógica, afirmativamente debe contestar toda filosofía idealista. Más se encuentran entre los que rechazan como vanas quimeras estas aspiraciones de la razón, acusando a semejante doctrina, no sólo de quimérica, sino de ridícula y estéril.
Entre tanto, los siglos pasan y la ciencia progresa; y es lo cierto que, cuando se aparta del método experimental, se extravía y cae, o concluye por consumirse en estériles esfuerzos; todo lo que parece dar la razón a los que niegan al pensamiento el poder de descubrir por sí solo y por su propia virtud las leyes naturales. Y, sin embargo, ¡cosa extraña por demás! si la razón sólo camina con paso firme, por los revueltos y oscuros senderos del mundo físico, cuando la experiencia la guía; si a primera vista es secundario el papel que representa, si carecen de valor sus afirmaciones ínterin fa practica no las sanciona; en cambio cada triunfo que juntas consiguen, sólo aprovecha la primera, es una derrota para la segunda, y cuanto más avanzan, más le empequeñece el método empírico, más potente se alza lo razón, y diríase, estudiando la historia de la física, que camina hacia un porvenir en que ha de realizarse el magnífico sueño de la escuela idealista.

La experiencia, hoy absolutamente. necesaria, quizá, y sin quizá, necesaria siempre, trabaja al parecer para su propia decadencia y ruina, y en provecho y ventaja de su eterna rival. Fácil nos será demostrarlo. Poco debieron las ciencias físicas en el mundo antiguo al método experimental. Prescindiendo de la astronomía, ciencia por entonces eminentemente geométrica, es lo cierto que sólo experiencias aisladas, hechos recogidos al azar, observaciones, profundas a veces, pero siempre incompletas, formaban el mezquino caudal de conocimientos empíricos que, en aquellas edades, aquellos pueblos poseían sobre los maravillosos y múltiples problemas de la naturaleza.

La experiencia ordenada, científica, constituyendo un método a la par de investigación y de demostración, tal como hoy existe en la física y en la química, y en todas sus riquísimas divisiones y subdivisiones, no existía ni remotamente, ni siquiera como germen, en la Grecia. Allí el sabio no se tomaba el trabajo de interrogar a la naturaleza, o si la interrogaba, era más bien por mera fórmula, que por verdadero afán de obtener cumplida contestación: más cómodo le parecía inventar que descubrir, y buscando en su pensamiento las leyes del mundo físico, al mundo físico las imponía, que le cuadrasen o no, cosa por ent6nces harto difícil de saber. Cada filósofo era, respecto a la naturaleza, un Dios creador; y Grecia un arsenal de infinitas teorías, de mundos forjados bajo distintos principios, de creaciones diversas y a escoger. Diríase, al estudiar aquella época histórica, que es la razón una verdadera potencia creadora que agotó, bajo forma de hip6tesis, todas las posibilidades.

¿Qué idea no tiene allí su germen? ¿Qué hipótesis filosófica no arranca de aquellas varias y admirables filosofías? ¿Qué posibilidad, y aún qué delirio, no tuvo su bravo mantenedor? ¡Pero también cuántos errores, cuántos absurdos, que la ciencia moderna rechaza desdeñosa!

En el terreno de la razón pura, el filósofo griego fundó un edificio, no sólo inmortal por su grandiosidad y su belleza, sino por su eterna solidez: nos referimos a las matemáticas. La afirmación matemática de Pitágoras, de Arquímedes, de Apolonio, subsiste hoy magnífica y grandiosa: y como la pirámide se alza inalterable é indestructible sobre el desierto, cuyas olas de polvo se condensan y deshacen alrededor de la durísima fábrica, sin quebrantarla ni conmoverla, así la ciencia de la cantidad y del espacio ha visto pasar siglos y siglos, gentes y· pueblos, instituciones y leyes, glorias humanas y tremendas catástrofes, sin que esta ebullición de cien razas, ni este pavoroso oleaje haya logrado conmover un teorema, ni quebrantar el más humilde corolario geométrico. No parece sino que la verdad matemática fue pronunciada por los labios de un dios.

Y es que la razón está aquí en terreno propio no vacila, no ensaya, no imagina; establece, funda, afirma, demuestra: no enumera. posibilidades, sino que da realidades, que toda inteligencia humana, hasta la consumación de los siglos, tendrá que aceptar como buenas, a menos de negarse a sí propia y de romper sus más ineludibles leyes. En cambio, cuando aquellos filósofos quieren explicar el mundo físico, la ley de los fenómenos, la composición de los cuerpos, las infinitas transformaciones de la naturaleza, ni dan en lo cierto, ni, aunque acierten demuestran; sueñan y deliran más bien: sueños magníficos a veces, visiones proféticas quizá, pero sin valor científico y que nunca traspasan la humilde categoría de las hipótesis arbitrarias. Así anuncian la rotación de la tierra y su movimiento de traslación; así en época posterior, pero inspirándose del mismo espíritu griego, Lucrecio funda su magnífica teoría atomística que hoy admiran los críticos; y, sin embargo, tanto ingenio, tal potencia creadora, tal cúmulo de teorías profundas y aun verdaderas, pasan estériles y caen en el olvido o en el desprecio.

Hasta aquí la razón impera en la ciencia como soberana y como soberana absoluta; pero ¡ay! que el despotismo degrada y envilece los más legítimos poderes. Libre de toda traba, sin ley ni regla ni freno, convierte sus caprichos en ley, en regla sus fantasías, y trueca una de las más portentosas creaciones del ingenio humano, la lógica de Aristóteles, el admirable silogismo, canon del pensamiento, palanca de infinito poder, fuente purísima de la ciencia matemática, en miserable instrumento de ergotista.

El escolástico no necesita mirará lo que le rodea para conocerlo; ni aun ha menester discurrir sobre los fenómenos: la razón es esclava de su propia obra, y el silogismo ha llegado a señor absoluto. La forma es la realidad: la argumentación hueca y sin contenido lo explica todo: y de escolásticos a ergotistas, y de ergotistas a peripatéticos pasan y vuelven a pasar los argumentos, botando y rebotando, al chocar contra las calvas frentes de aquellos viejos doctores sin penetrar en sus cerebros.

¡Contemplar la naturaleza! ¡Interrogarla! ¡Preguntar al método experimental por el secreto de los mundos! ¡Tender la vista como Salviati por el infinito horizonte del Océano! Tal conducta es más que empeño inútil, es imperdonable crimen, que indigna al aristotélico Simplicio, y que se castigará con anatema y muerte. Al fin llega el día de la pena, y ante la razón postrada y corrompida se yergue con la fuerza de la juventud, y quizá con arrogancia sobrada, otro principio, la experiencia.

¿Y qué hizo la razón pura en este gran ciclo que a rasgos tendidos acabamos de recorrer? En las ciencias matemáticas mucho. Ya lo hemos dicho: elevó un monumento indestructible: echó cimientos para el porvenir, capaces de sustentar toda la Ciencia matemática de los siglos XVI, XVII, XVIII y XIX: no ha cedido la base que forjó Euclides bajo el peso de Newton: roca es la que amasó Arquímedes, que resiste inquebrantable al cálculo de los infinitos: y nada hay que renovar, in­ útiles son los retoques, basta seguir construyendo.

¿Pero qué hizo en las ciencias físicas? ¿Descubrir, demostrar? ¡No!

Imaginó innumerables teorías: agotó casi los sistemas: escribió interminable lista de posibilidades: fue, por decirlo así, el gran período de las hipótesis, y la hipótesis no es siempre la verdad, y sobre todo no es la verdad demostrada. Sin embargo, no la tengamos en menos de lo que vale, que, como so probará más adelante, la hipótesis tiene una gran importancia, y aún es en la ciencia moderna condición ineludible de todo progreso; de suerte que este primer momento de la física, aunque imperfecto y plagado de errores, es preparación casi necesaria, es ejercicio utilísimo para la inteligencia, y tiene un alto valor relativo.

Descienden los sabios, por fin, al fecundo laboratorio de la naturaleza: miran, observan, estudian, reproducen los hechos, los combinan, los agrupan, hacen chocar unos fenómenos con otros, o dividen cada fenómeno en sus elementos, y de estos trabajos experimentales deducen las leyes empíricas; leyes casi siempre incompletas, y aún inexactas, pero que forman los primeros términos de una serie en la que paso a paso se irá corrigiendo el error.

Al principio ¡cuánta variedad, qué confusión, qué interminable flujo de hechos particulares! Después se dividen, se agrupan, se clasifican, se buscan relaciones, se deducen leyes, y profundizando más y más, no sólo se reúnen los hechos aislados bajo una misma rúbrica, sino que las mismas leyes se funden y condensan en otras más elevadas y comprensivas; y de esta suerte, por el método que hoy preconiza la escuela positivista, y que es fecundo y legítimo, pero no absoluto, ni mucho menos exclusivo, se va pasando de la variedad a la unidad, de leyes empíricas inferiores a leyes superiores, y en una palabra, del método experimental al método especulativo. Es la razón vencida que se levanta y gana terreno, y va filtrando, por decirlo así, su propia esencia en el seno mismo de la escuela rival. La ley, la relación, son productos eminentemente racionales: no vienen del mundo exterior; en la razón como en su natural asiento se hallan; y si objetivamente existen en la naturaleza, será por la unidad que sobre el mundo físico y el espíritu se extiende, dominando y envolviendo estas dos manifestaciones del gran todo.

Y notemos este carácter importantísimo del método especulativo: conocida la ley, los hechos importan poco, la experiencia sobra casi, es instrumento que podemos romper, es escala que podemos arrojar: por ella subimos, pero ya estamos arriba y dentro de la ley tenemos encerrados y comprendidos los hechos y los fenómenos. No basta el pensamiento para descubrir la verdad, pero cuando al acudir a la experiencia damos con ella, no en los hechos, elementos fraccionados y rotos de un organismo, sino en la unidad del espíritu hallamos la expresión fiel e ideal de las leyes y de las armonías de los mundos: era tal vez una de aquellas infinitas hipótesis que el filósofo griego forjó, pero que por ningún carácter podíamos reconocer como cierta, teníamos, pues, la potencia creadora, el inagotable manantial de todas las posibilidades, y nos faltaba un criterio de certeza.

Y esta aspiración de la ciencia a elevarse a leyes más y más comprensivas, a ensanchar la esfera racional, a dominar la experiencia por el pensamiento es cada vez más marcada: la razón se venga de la derrota que sufrió entre escolásticos y doctores. Probar esto es hacer la historia completa do la física moderna: no podemos ni aun intentar tan difícil tarea, pero séannos permitidas algunas reflexiones en apoyo de nuestro aserto.

¿Cómo se marca y se determina esta influencia cada vez mayor del elemento racional sobre el elemento empírico? Por la aplicación de las matemáticas a las ciencias físicas y químicas.

Las matemáticas estudian las leyes de la cantidad pura, del orden combinatorio y del orden geométrico; pero la cantidad es al mismo tiempo una categoría de la razón y una parte de la realidad. He aquí un elemento común al ser que piensa y al mundo pensado; una cosa que está dentro y que está fuera del hombre; o como dicen los filósofos, algo que es objetivo y subjetivo a la par. Éste será el sublime puente por donde pasará el pensamiento al mundo de la materia; por la cantidad, que es cosa racional, y por sus leyes, que son racionales también, domará el hombre la infinita variedad y oposición de los fenómenos, encerrándolos en la idea como en perfecto molde; de tal suerte, que, terminada su obra, podrá cerrar los ojos, mirar dentro de sí, y por sólo la visión interna dictar leyes a los astros, leyes a las moléculas, al calórico que desciende del sol, a la luz que irradia en los espacios, y al rayo que rasga las nubes; y esas leyes se verán cumplidas, porque las ha leído el hombre en las tablas divinas de su razón, donde grabó Dios los mandamientos de toda realidad.

José Echegaray,
Teorías modernas de la Física, Imprenta Rivadeneira, Madrid, 1873, páginas. 1-10.


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